miércoles, 7 de enero de 2015

#136 AY, LOLA



La mañana de marzo en que murió la abuela el sol se colaba por todas las ventanas de la casa. Al principio todos pensamos en bajar las persianas. Pero el abuelo se negó. Eso no, dijo. En esta casa siempre ha habido mucha luz dentro y fuera, y quiero que siga siendo así. Y hoy más que nunca. Así que abrimos las ventanas y dejamos entrar la corriente para que se llevara la concentración de olores y calor que habían reinado durante la noche y llenanra las estancias de aire fresco y saludable. Mi hermano Martín y yo nunca habíamos visto un muerto, así que nuestro padre nos llevó hasta el dormitorio de los abuelos donde estaba el ataúd. Habían retirado la cama y las mesillas para que la abuela ocupara el espacio central. Alrededor habían colocado varias sillas para que las visitas que se iban a producir en cualquier momento pudieran sentarse y llorar cómodas por lo menos. No recuerdo haber hablado con Martín de la impresión que me causó ver el cuerpo estirado de la abuela yaciendo en la caja. La abuela, desde que yo la recordaba, siempre había sido bajita y encorvada. Así que me pareció mucho más alta desde donde yo la vi. Tenía las manos cruzadas sobre su tripa, sujetas con un rosario. Recuerdo que mi abuelo no quería que se lo pusieran, pero mi madre insistió. Paco, déjame que se lo ponga, que para una vez que lo va a rezar entero… Y el abuelo accedió de mala gana. Tenía la cara algo pálida, pero no demasiado. La tía Pilar había insistido en darle un poco de maquillaje para que pareciera más dormida que muerta. Y lo había conseguido, ciertamente. Martín y yo nos acercamos, le dimos un beso en la frente y salimos al recibidor. La puerta de la entrada daba directamente a un patio que la abuela cuidaba mimosamente regando las plantas todos los días. Y era un gustazo ver cómo su diario esfuerzo tenía una recompensa cargada de color y aroma. Me senté en una butaca pensando en la última vez que hablé con la abuela. Había sido un par de días antes. Estuvimos jugando una partida de parchís y, como siempre, la abuela había vuelto a ganar con el consiguiente y consabido enfado por mi parte. ¡Jo, abu, nunca te dejas ganar! Así aprendes a valorar más los éxitos, contestó ella mientras reía. Por la noche, me dio un beso de buenas noches y a la mañana siguiente ya no pudo levantarse de la cama. Un ictus, me habían dicho. Por la puerta entró un señor mayor. Se paró, me miró y sonrió. ¿Dónde está tu abuelo, hijo? Creo que comiendo algo en la cocina. Este Paco no perdona el desayuno así se muera su mujer. Y caminó riendo bajito en esa dirección. Al poco entró una señora muy alta vestida completamente de negro, pañuelo en la cabeza incluido. Esto no parece un velatorio, comentó sin dirigirse a nadie, pero para que alguien la oyera. ¿Qué es esa música? Efectivamente, pude distinguir la voz de mi abuelo cantando desde la cocina en compañía del señor mayor que había entrado antes. Me asomé y vi cómo ambos cantaban sujetando sendos vasos de vino en la mano. Me dio por reír. ¿Qué si no iba a hacer?

A lo largo de la mañana, y hasta que llegó el cura, la gente iba entrando con cara seria en la casa, pero mudaban ese gesto en cuanto oían el coro de voces y carcajadas al que se sumaban. De vez en cuando alguno se acercaba a ver a mi abuela. ¡Ay, Lola, la fiesta que te estás perdiendo! Y volvían a la cocina donde mi madre preparaba almuerzo para todos los que estaban y los que iban llegando. El cura puso algo de orden después de tomar un trago y guió a la gente camino del cementerio. Recuerdo que, al día siguiente, le pregunté a mi abuelo: Abu, ¿te alegras de que se haya muerto la abuela? Se rió, me sacudió el pelo con su mano de herrero y me dijo: No, hijo, no. Sólo lo celebro como ella quería que fuera.


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