miércoles, 22 de octubre de 2014

#125 PEDAGOGÍA



De siempre había visto esos libros en casa de mis padres. Cuando era pequeño los ojeaba sentado en el suelo del salón, y con ellos aprendí casi todo lo que necesitaba saber de la vida. Estaban entre los libros de filosofía de mi padre. Y pequeñas lengüetas de colores señalaban las páginas que mi progenitor había considerado más importantes.

Los he marcado para que los leyeras cuando tuvieras edad me decía.

Pero antes de que tuviera esa edad que mi padre había presagiado, me sabía las frases de memoria, y mi concepto de la vida y la justicia distaban mucho de las inquietudes que almacenaban los pequeños cuerpos de mis congéneres. Había desarrollado una conciencia crítica propia de los adultos, pero en la mente de un niño. Y de alguna manera ya había comprendido que era precisamente eso lo que aquellas viñetas querían transmitir. Que había que mirar la vida desde los ojos infantiles. Al leerlos tan joven me convertí en precavido, escéptico y crítico. Y a medida que iba cumpliendo años me generó compromiso y conciencia social. Pero nunca deje de leer aquellas frases, aquellas reflexiones que mis padres con mucho acierto guardaban entre los clásicos de la filosofía universal.


Cuando ya fui mayor y tuve mi casa y mi propio hijo no seguí el ejemplo que me habían dado mis padres. También tenía aquellos volúmenes y también los tenía en un lugar privilegiado en el salón, con sus postits marcando las páginas que no quería que mi hijo dejara de leer. Pero yo no los guardaba con los Sócrates, Platones y demás eruditos. Yo tenía los libros de Mafalda con mis cuadernos de pedagogía de la facultad. 

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