miércoles, 8 de octubre de 2014

#123 EXPIACIÓN



El otoño se estaba abriendo paso en la ciudad. Durante unos minutos José Miguel Álvarez Chapín se había olvidado del puñado de monedas que llevaba sujetas en la mano derecha. Miró hacia arriba para darse cuenta de que el subconsciente le había llevado hasta el parque de las Palomas. Se sentó en un banco y miró los árboles a su alrededor. El abanico de colores del momento le inundó los ojos. Aún quedaban bastantes hojas verdes, algunas ramas se habían poblado completamente de amarillo. La estación no iba a detener su proceso. Y aunque pronto, algunos ejemplares mostraban sus adornos todos ya marrones. El suelo aún no estaba poblado como lo estaría, pero era agradable ver cómo aquí y allá habían caído los días de insoportable calor. No hacía frío. Al contrario, le sobraban grados aún a la época. Las lluvias de los días anteriores no habían refrescado demasiado. Ya cambiaría. Ya llegaría el momento de los rojos, pardos, marrones oscuros. Ya llegaría el momento en el que todas aquellas hojas no aguantaran más en sus ramas y partieran para no volver a colgarse en ellas. La Plaza de España se llenaría de ellas y los niños jugarían a amontonarlas, pisarlas y esparcirlas. Y vendría el viento, el frío. Claro, que en Sevilla tampoco es que fuera a nevar. Algún año lo hizo, pero no lo suficiente como para refrescar y renovar el aire del todo. Eso nunca pasaría. Eso pensaba José Miguel.

Y volvió la vista a su mano que permanecía cerrada en un puño. Y se imaginó los puños de aquellos que no podían cerrarlos por la cantidad de billetes amontonados que tendrían. Puños, bolsillos y carteras. Y cuentas en paraísos fiscales. Puños de manos de aquellos a los que no les temblaba el pulso a la hora de pedir. ¡Qué pedir! ¡Exigir! Exigir que se les diera lo que les correspondía. Lo que les correspondía por hacer su trabajo. Vio a su izquierda un empleado de la empresa privada que gestionaba el mantenimiento del parque, empresa de la que, casualmente el director era cuñado del alcalde. Y eso era lo de menos. Las noticias en la televisión y en los periódicos estaban cada día plagadas de ejemplos en los que Menganito le había pagado a Cetanito nosecuantísimos miles de euros para poder disponer de unos privilegios con los que se beneficiaría econonómicamente él y el resto de su familia por los siglos de los siglos. Sueldos vitalicios de políticos que habían acabado ellos mismos con sus carreras que ascendían a sumas obscenas y que eran publicadas sin ningún pudor, lo cual hacía pensar en cuál sería la cantidad real de lo público más lo privado. Automóviles de lujo para cargos de personalidades empleados del estado, con sueldos pagados por el estado, por los ciudadanos, que utilizaban sus esposas para llevar a los niños al colegio privado bilingüe de más prestigio del lugar. Directivos de banca que admitían cobrar sobresueldos, argumentando que sus jefes cobraban sobresueldos mayores. Empresarios encarcelados que exigían a los jueces que desbloquearan las cuentas de los bancos donde tenían el dinero robado para pagar las multas y las fianzas que los habían metido en procesos por haber robado ese mismo dinero. Escandaloso. Cientos, miles de individuos que diariamente se lo estaban llevando crudo. Robando con total impunidad el dinero de sus acreedores y de sus empleados a los que luego pondrían de patitas en la calle por falta de liquidez en las empresas. Esposas que bajo la pancarta “yo no sé nada de lo que hace mi marido” lucían vestidos, coches, joyas y viviendas impagables.


José Miguel Álvarez Chapín se dijo que no sería jamás uno de aquellos. Firme en su decisión, hizo pedazos la barra de pan que había comprado y la arrojó al suelo con la intención de que las palomas que daban nombre al parque, junto con el resto de pájaros y demás seres vivos se alimentaran. Y sabiendo que eso no expiaría su pecado, se encaminó a la panadería de la calle Las Cruzadas a devolver a la panadera los cinco céntimos de más que le había dado de cambio.

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