martes, 16 de septiembre de 2014

#120 CAMPANAS



¡Donnnnnnnnng!

Durante muchos años Gabriel y él habían subido juntos al campanario varias veces al día. Gabriel le contaba que su padre lo había hecho antes que él. Y su abuelo antes que su padre. Y ambos le habían enseñado la profesión. Y como Gabriel nunca tuvo descendencia le eligió a él para ser su ayudante y alumno en aquella importante misión. Así se lo hacía saber cada día.

―Las campanas son la comunicación en el pueblo ―le decía―. Aunque ya no es lo mismo.

¡Donnnnnnnnng!

―Hace muchos años, cuando sólo había dos relojes de sol, dábamos también las horas. ¿Tú sabes lo importante que era para los hombres que salían del pueblo a faenar en el campo o con el ganado? Y cuando anochecía o había niebla espesa éramos el faro que guiaba a los que andaban perdidos. Pero con los avances tecnológicos perdimos importancia. Un día instalaron ese mecanismo que dio las horas por nosotros. Para facilitarnos la labor, dijeron. Nos hemos echado perder, hijo.

¡Donnnnnnnnng!

El rápido repicar de mi primer día que tocamos a rebato me puso muy nervioso. Gabriel entró corriendo a mi casa y, sin mediar palabra con mis padres, me agarró del brazo y salimos a toda velocidad a la iglesia. Hacía mucho aire y en el campanario parecía que manteníamos una pelea real contra él. Gabriel señaló un punto en el horizonte. Una columna de humo se alzaba hacia el cielo.

―¿Lo ves? ¡Fuego! Tenemos que avisar a todo el mundo.

No fue la única vez. Pero cada alarma que enviamos nos subía la adrenalina y el corazón se nos salía por la boca por la urgencia del momento. ¿Sabría localizar la gente dónde estaba el origen? ¿Llegarían a tiempo?

¡Donnnnnnnnng!

―Chico: a concejo.

Los dos sabíamos que, a pesar de que debía ser un toque rápido y corto, el alcalde nos lo haría repetir dos o tres veces. Todos identificaban perfectamente la llamada. Pero la gente se demoraba. El alcalde tenía por costumbre hacer concejo los sábados después de la comida y pocos acudían a la primera. Bien podía pasar casi una hora desde la primera llamada hasta que el alcalde daba por buena la escasa presencia de vecinos reunidos el pórtico de la iglesia. La mayoría de las veces, los vecinos ya sabían qué se iba a tratar y por eso decidían si acudían o se quedaban echando la siesta, según les tocara el asunto.

¡Donnnnnnnnng!

―Aquí no ha pasado nunca ―me contaba Gabriel―. Sólo en Semana Santa y eso. Pero en los pueblos que tienen muchas iglesias y conventos de monjas, eso debe de ser una fiesta diaria. Que si maitines, el Angelus… Me han contando que en aquellos sitios hacen lo que llaman dormir las campanas. Y bailarlas. O algo así. Unos mozos se cuelgan de ellas mientras las voltean haciendo piruetas. Mucho modernismo. Creo que más de uno ha acabado cayendo en centro de la plaza al perder el equilibrio y ser golpeado por el yugo o, peor, por los quinientos kilos en pleno giro.

¡Donnnnnnnnng!

Ése día subí yo solo. Gabriel no me acompañó. El cura y mi madre dieron el consentimiento para que con mis nueve años me encargara por mi cuenta de aquel mensaje al pueblo. Gabriel me había contado que en las iglesias que tenían dos o más campanas se alternaban en ese caso una macho y otra hembra. Nosotros nos conformábamos con la nuestra y no alternábamos, lógicamente.

―Por ti, maestro.

Agarré el cabo que teníamos atado al badajo y comencé a clamor. Lento. Sentido. En mi boca las palabras que Gabriel recitaba cuando tocábamos a muerto, pero esta vez para él:

¿Por quién doblan las campanas?
Justo final madurado
trae consigo el finado.
Triste vida tarambana.

¡Dong! ¡Donnnnnnnng!



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