martes, 9 de septiembre de 2014

#119 UNA NUEVA VIDA



Fue palparse el pecho y sentir la sangre empapando la camisa, cuando se dio cuenta que efectivamente el día no había ido bien. Le costaba respirar y decidió hacer memoria de lo que había transcurrido desde por la mañana. Total, estaba visto que la vida entera no iba a pasar por delante de sus ojos. Llevaba un rato en esa posición cada vez más encharcado en sangre y nada. Así que hizo el esfuerzo.

Se había despertado a las siete y en vez de desayunar esos cereales multivitamínicos que a uno le entran ganas de fumárselos en vez de ingerirlos con tanta cosa que llevan, se hizo unos huevos fritos con chistorra. Vale, el doctor ése de la tele no estaría orgulloso de él, pero a cada trozo de pan mojado en la yema, con esos churretones amarillos que le quedaban en la perilla se decía a sí mismo que aquel día empezaba una nueva vida. Irónico dadas las circunstancias. A la postre la nueva vida iba a ser breve.

Había salido a la calle con un refresco de cola en la mano, lo que atrajo las miradas de los soñolientos compañeros de parada de autobús. Pero a él le daba igual, con sus vaqueros y su camiseta de los Rolling. Habían sido muchos años de traje y corbata, de zapatos lustrosos y de viaje a la oficina en su Mercedes SLK. Y ya había reventado. Más o menos como reventarían sus arterias si desde ese día desayunaba lo que serviría de almuerzo a una cuadrilla de albañiles. Dejó el trabajo en la oficina, dejó a su mujer –aparentemente podía no tener relación, pero ella había sido fagocitada por ese mundo de lujos, brunches, partidas de bridge y meriendas con señoras idiotas que no sabían de nada más que hacerse pedazos las unas a las otras en cuanto se percataban de su ausencia- y se dijo que iba a vivir como un tipo normal. Así, a lo loco. Se alquiló un apartamento cutre en el extrarradio dejando a la tonta del bote de su pijísima esposa el ático dúplex del barrio de Salamanca.

Ese día empezaba su primer día de nueva vida. Breve, cierto, pero no dejaba de ser el primero. En pocos días había conseguido un trabajo en una nave de una empresa cárnica. Todo el día metido en cámaras gigantes despiezando y envasando trozos de carne para el consumidor final, que siempre tenía que quedar satisfecho. O eso dijo el señor raro que le hizo la entrevista. Pero se ve que la indumentaria, exageradamente poco favorecedora que se había puesto, ayudaron a que consiguiera el trabajo.

Y sí, vale. El barrio era violento, ya se lo habían advertido. Él, acostumbrado a su casa videovigilada, a su garaje al que sólo le faltaba una alambrada de espino en la entrada y una gorra de las SS al de seguridad, se estremeció un poco cuando le dijeron que el piso era así de barato porque los dos inquilinos anteriores habían muerto en sendos asaltos a la casa. Pero tampoco era para tanto. O eso creía. Dadas las circunstancias en las que se encontraba en ese preciso instante era posible, y sólo posible, que hubiera calibrado mal el peligro real.

Se había montado en el autobús y había encontrado espacio entre dos tipos de camisa sin mangas. ¡Qué asco le daba el roce de la piel ajena en el transporte público! Pero ¿era posible sudar tanto a esas horas? Igual conservaban el sudor de días anteriores. Tentado estuvo de preguntárselo, pero por la cara que gastaban ambos y esos tatuajes indescriptibles sobre la muerte y demás versos poéticos, descartó esa opción. El trayecto hasta la nave había durado apenas hora y media. No era para tanto, un mal atasco en su Mercedes SLK le habría llevado lo mismo. Con su tapicería de piel, el aire acondicionado y el CD puesto, cierto. Pero en el autobús podía escuchar simultáneamente la música de todo el pasaje  y pese al sudor de sus vecinos de viaje, el aire estaba puesto. Y con chófer que iban.

Fue entrar por la puerta de la nave y ser recibido por un compañero, que le tildó de “¡eh, tú, el nuevo!”. No le dejó ni presentarse. Le lanzó una bata blanca y una redecilla para la cabeza. La última que vio una así la usaba su abuela para no despeinarse por la noche. Si le hubieran visto sus ex compañeros de trabajo hubiera sido el hazmerreír de todo el bufete. Sin embargo, ese primer compañero era el que, con una cara entre la pena y la lástima, incluso más allá de la lástima creyó deducir, le observaba mientras su recién estrenada bata blanca se teñía de sangre. Y murmuraba “pues sí que nos ha durao poco el nuevo”.

Y sí. Duré poco. No fue una bala perdida caminando por el barrio de noche. Ni una caída en el baño asqueroso que tenía el habitáculo en el que vivía. No, ahí estaba yo, tendido en el suelo con el metálico olor a sangre. Me habían advertido que las sierras de despiece eran muy peligrosas, que había que usar guantes de red metálica, y gafas de ésas como de laboratorio. Y yo, fiel cumplidor de las normas, me había calzado toda aquella parafernalia antes de empezar a trocear un carnero. No se me dio mal lo de la sierra. Quizás fueron las botas de goma, no sé. Pero ahora que yacía tendido en el suelo, con ochenta y cinco kilos de magro de cerdo sangrándome encima reconozco que sí que eché de menos mi vida anterior. O una nueva vida, diferente a la caduca nueva vida que había vivido fulgurantemente aquella jornada. Sobre todo cuando adiviné entre la apnea, la sangre y la vergüenza, que se acercaba el señor que me había hecho la entrevista mientras espetaba un “¡a ver qué coño ha hecho el nuevo!”. Entonces llegaron las risas de mis compañeros. Anda que me ayudaron los cabrones. Se ve que no era lástima lo que sentían.

Mi nueva vida ya si eso empezaría mañana.

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