miércoles, 24 de septiembre de 2014

#121 UN BOTELLÍN



Me senté en la mesa del fondo con mi vaso de vermut. Hoy no quería una cerveza, necesitaba sentirme mayor. Por eso leía el periódico en papel, el de toda la vida. El que me dejaba las yemas de los dedos negras por el roce con la tinta. Me gustaba verme los dedos oscurecidos por el periódico, como tiñen los recuerdos de algo que pasó, y quieras o no leerlo, está ahí. Y después se almacena en nuestra particular hemeroteca, con las marcas que le hicimos al escribirlo.

En la barra un grupo de adolescentes daba cuenta de unos botellines. Reían, hablaban, se empujaban. Estaban a gusto, y sin embargo no les envidiaba. “Los golpes que os va a dar la vida y vosotros ahí de cachondeo” pensaba. Pasaba el dedo por las imágenes del diario, en una suerte de atajo hacia el tiznado de mis yemas. Hacía trampa para acelerar el recuerdo de mis propios fotogramas. Y los chicos seguían con sus cosas. Realmente se les veía disfrutar todos a una. Todos no. Un chico y una chica se mantenían ligeramente apartados del grupo. Hablaban con más distancia y sus miradas se esquivaban cuando confluían en lo que se querían decir y no terminaban de decirse. Cada poco tiempo se veían obligados a intervenir en la conversación del grupo, de manera fugaz, con el propósito de volver a situarse en aquellos dos balcones imaginarios desde los que mirarse.

Cerré el periódico y apuré el vermut. Empezaba a amainar en mi particular hábitat. Estaban los dos con ganas de hacer algo que no sé si llegarían a hacer jamás. Estaban diciéndose más cosas con aquella conversación frágil que sus amigos a voces y risotadas. Y sin embargo eran capaces los dos de mantener unos breves silencios que retumbaban en mi pecho. Empezaron todos a pagar sus cuentas. Se ve que tendría que volver a mi lectura y mis recuerdos, emborronados por la distopía amarga de querer sentirme mayor para cruzar una meta que no sabía situar.


Y ocurrió. El chico le acercó a ella su botellín para que apurara el último sorbo. La adolescencia era eso, ser capaz de agotar hasta el último aliento en una batalla, aunque estuviera perdida de antemano.  A mi edad ya más que aliento eran jadeos, respiraciones estudiadas para llegar a un fin. Ella extendió su mano para coger el botellín y pude observar, privilegiado yo, el gesto, cómo situó deliberadamente su mano sobre la del chico y prolongó el momento de hacerse con el botellín en una suave caricia mientras se miraban para finalmente llevarse ese último aliento a la boca. Y salieron ambos con una fina sonrisa, sin tocarse, sin mirarse, pero sabiendo ambos que si querían darle a la vida en toda la cara, si querían gritarle al destino que le fueran dando con sus augurios, golpes y peligros, si querían pintar de todos los colores las nubes que les arreciarían, debían lanzarse a ese vacío tan inhóspito como maravilloso y jugársela a una carta. Quise pensar que lo harían. Y me pedí un botellín.

martes, 16 de septiembre de 2014

#120 CAMPANAS



¡Donnnnnnnnng!

Durante muchos años Gabriel y él habían subido juntos al campanario varias veces al día. Gabriel le contaba que su padre lo había hecho antes que él. Y su abuelo antes que su padre. Y ambos le habían enseñado la profesión. Y como Gabriel nunca tuvo descendencia le eligió a él para ser su ayudante y alumno en aquella importante misión. Así se lo hacía saber cada día.

―Las campanas son la comunicación en el pueblo ―le decía―. Aunque ya no es lo mismo.

¡Donnnnnnnnng!

―Hace muchos años, cuando sólo había dos relojes de sol, dábamos también las horas. ¿Tú sabes lo importante que era para los hombres que salían del pueblo a faenar en el campo o con el ganado? Y cuando anochecía o había niebla espesa éramos el faro que guiaba a los que andaban perdidos. Pero con los avances tecnológicos perdimos importancia. Un día instalaron ese mecanismo que dio las horas por nosotros. Para facilitarnos la labor, dijeron. Nos hemos echado perder, hijo.

¡Donnnnnnnnng!

El rápido repicar de mi primer día que tocamos a rebato me puso muy nervioso. Gabriel entró corriendo a mi casa y, sin mediar palabra con mis padres, me agarró del brazo y salimos a toda velocidad a la iglesia. Hacía mucho aire y en el campanario parecía que manteníamos una pelea real contra él. Gabriel señaló un punto en el horizonte. Una columna de humo se alzaba hacia el cielo.

―¿Lo ves? ¡Fuego! Tenemos que avisar a todo el mundo.

No fue la única vez. Pero cada alarma que enviamos nos subía la adrenalina y el corazón se nos salía por la boca por la urgencia del momento. ¿Sabría localizar la gente dónde estaba el origen? ¿Llegarían a tiempo?

¡Donnnnnnnnng!

―Chico: a concejo.

Los dos sabíamos que, a pesar de que debía ser un toque rápido y corto, el alcalde nos lo haría repetir dos o tres veces. Todos identificaban perfectamente la llamada. Pero la gente se demoraba. El alcalde tenía por costumbre hacer concejo los sábados después de la comida y pocos acudían a la primera. Bien podía pasar casi una hora desde la primera llamada hasta que el alcalde daba por buena la escasa presencia de vecinos reunidos el pórtico de la iglesia. La mayoría de las veces, los vecinos ya sabían qué se iba a tratar y por eso decidían si acudían o se quedaban echando la siesta, según les tocara el asunto.

¡Donnnnnnnnng!

―Aquí no ha pasado nunca ―me contaba Gabriel―. Sólo en Semana Santa y eso. Pero en los pueblos que tienen muchas iglesias y conventos de monjas, eso debe de ser una fiesta diaria. Que si maitines, el Angelus… Me han contando que en aquellos sitios hacen lo que llaman dormir las campanas. Y bailarlas. O algo así. Unos mozos se cuelgan de ellas mientras las voltean haciendo piruetas. Mucho modernismo. Creo que más de uno ha acabado cayendo en centro de la plaza al perder el equilibrio y ser golpeado por el yugo o, peor, por los quinientos kilos en pleno giro.

¡Donnnnnnnnng!

Ése día subí yo solo. Gabriel no me acompañó. El cura y mi madre dieron el consentimiento para que con mis nueve años me encargara por mi cuenta de aquel mensaje al pueblo. Gabriel me había contado que en las iglesias que tenían dos o más campanas se alternaban en ese caso una macho y otra hembra. Nosotros nos conformábamos con la nuestra y no alternábamos, lógicamente.

―Por ti, maestro.

Agarré el cabo que teníamos atado al badajo y comencé a clamor. Lento. Sentido. En mi boca las palabras que Gabriel recitaba cuando tocábamos a muerto, pero esta vez para él:

¿Por quién doblan las campanas?
Justo final madurado
trae consigo el finado.
Triste vida tarambana.

¡Dong! ¡Donnnnnnnng!



martes, 9 de septiembre de 2014

#119 UNA NUEVA VIDA



Fue palparse el pecho y sentir la sangre empapando la camisa, cuando se dio cuenta que efectivamente el día no había ido bien. Le costaba respirar y decidió hacer memoria de lo que había transcurrido desde por la mañana. Total, estaba visto que la vida entera no iba a pasar por delante de sus ojos. Llevaba un rato en esa posición cada vez más encharcado en sangre y nada. Así que hizo el esfuerzo.

Se había despertado a las siete y en vez de desayunar esos cereales multivitamínicos que a uno le entran ganas de fumárselos en vez de ingerirlos con tanta cosa que llevan, se hizo unos huevos fritos con chistorra. Vale, el doctor ése de la tele no estaría orgulloso de él, pero a cada trozo de pan mojado en la yema, con esos churretones amarillos que le quedaban en la perilla se decía a sí mismo que aquel día empezaba una nueva vida. Irónico dadas las circunstancias. A la postre la nueva vida iba a ser breve.

Había salido a la calle con un refresco de cola en la mano, lo que atrajo las miradas de los soñolientos compañeros de parada de autobús. Pero a él le daba igual, con sus vaqueros y su camiseta de los Rolling. Habían sido muchos años de traje y corbata, de zapatos lustrosos y de viaje a la oficina en su Mercedes SLK. Y ya había reventado. Más o menos como reventarían sus arterias si desde ese día desayunaba lo que serviría de almuerzo a una cuadrilla de albañiles. Dejó el trabajo en la oficina, dejó a su mujer –aparentemente podía no tener relación, pero ella había sido fagocitada por ese mundo de lujos, brunches, partidas de bridge y meriendas con señoras idiotas que no sabían de nada más que hacerse pedazos las unas a las otras en cuanto se percataban de su ausencia- y se dijo que iba a vivir como un tipo normal. Así, a lo loco. Se alquiló un apartamento cutre en el extrarradio dejando a la tonta del bote de su pijísima esposa el ático dúplex del barrio de Salamanca.

Ese día empezaba su primer día de nueva vida. Breve, cierto, pero no dejaba de ser el primero. En pocos días había conseguido un trabajo en una nave de una empresa cárnica. Todo el día metido en cámaras gigantes despiezando y envasando trozos de carne para el consumidor final, que siempre tenía que quedar satisfecho. O eso dijo el señor raro que le hizo la entrevista. Pero se ve que la indumentaria, exageradamente poco favorecedora que se había puesto, ayudaron a que consiguiera el trabajo.

Y sí, vale. El barrio era violento, ya se lo habían advertido. Él, acostumbrado a su casa videovigilada, a su garaje al que sólo le faltaba una alambrada de espino en la entrada y una gorra de las SS al de seguridad, se estremeció un poco cuando le dijeron que el piso era así de barato porque los dos inquilinos anteriores habían muerto en sendos asaltos a la casa. Pero tampoco era para tanto. O eso creía. Dadas las circunstancias en las que se encontraba en ese preciso instante era posible, y sólo posible, que hubiera calibrado mal el peligro real.

Se había montado en el autobús y había encontrado espacio entre dos tipos de camisa sin mangas. ¡Qué asco le daba el roce de la piel ajena en el transporte público! Pero ¿era posible sudar tanto a esas horas? Igual conservaban el sudor de días anteriores. Tentado estuvo de preguntárselo, pero por la cara que gastaban ambos y esos tatuajes indescriptibles sobre la muerte y demás versos poéticos, descartó esa opción. El trayecto hasta la nave había durado apenas hora y media. No era para tanto, un mal atasco en su Mercedes SLK le habría llevado lo mismo. Con su tapicería de piel, el aire acondicionado y el CD puesto, cierto. Pero en el autobús podía escuchar simultáneamente la música de todo el pasaje  y pese al sudor de sus vecinos de viaje, el aire estaba puesto. Y con chófer que iban.

Fue entrar por la puerta de la nave y ser recibido por un compañero, que le tildó de “¡eh, tú, el nuevo!”. No le dejó ni presentarse. Le lanzó una bata blanca y una redecilla para la cabeza. La última que vio una así la usaba su abuela para no despeinarse por la noche. Si le hubieran visto sus ex compañeros de trabajo hubiera sido el hazmerreír de todo el bufete. Sin embargo, ese primer compañero era el que, con una cara entre la pena y la lástima, incluso más allá de la lástima creyó deducir, le observaba mientras su recién estrenada bata blanca se teñía de sangre. Y murmuraba “pues sí que nos ha durao poco el nuevo”.

Y sí. Duré poco. No fue una bala perdida caminando por el barrio de noche. Ni una caída en el baño asqueroso que tenía el habitáculo en el que vivía. No, ahí estaba yo, tendido en el suelo con el metálico olor a sangre. Me habían advertido que las sierras de despiece eran muy peligrosas, que había que usar guantes de red metálica, y gafas de ésas como de laboratorio. Y yo, fiel cumplidor de las normas, me había calzado toda aquella parafernalia antes de empezar a trocear un carnero. No se me dio mal lo de la sierra. Quizás fueron las botas de goma, no sé. Pero ahora que yacía tendido en el suelo, con ochenta y cinco kilos de magro de cerdo sangrándome encima reconozco que sí que eché de menos mi vida anterior. O una nueva vida, diferente a la caduca nueva vida que había vivido fulgurantemente aquella jornada. Sobre todo cuando adiviné entre la apnea, la sangre y la vergüenza, que se acercaba el señor que me había hecho la entrevista mientras espetaba un “¡a ver qué coño ha hecho el nuevo!”. Entonces llegaron las risas de mis compañeros. Anda que me ayudaron los cabrones. Se ve que no era lástima lo que sentían.

Mi nueva vida ya si eso empezaría mañana.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

#118 OTRO MOMENTO



La relación de Carlos y Ana siempre se había basado en la pasión desenfrenada y el sexo desatado a veces, incluso, irrespetuoso. Aquella relación no duró mucho, aunque a ambos les quedó la sensación de que ese tiempo fue demasiado. Demasiado intenso, demasiado dependiente y demasiado doloroso. Cuando al fin rompieron y tuvieron tiempo para ellos mismos, los dos prácticamente llegaron a la misma conclusión: le habían dedicado tanta energía a la conservación de aquella relación, que no prestaron atención ni al otro ni a sí mismos. En aquel periodo llegaron a conocer la manera de satisfacer y satisfacerse, pero no sabían la comida preferida del otro. Supieron llegar a un clímax como nunca lo habían hecho, pero nunca supieron realmente en qué trabajaba el otro. Habrían sabido describir con los ojos cerrados el cuerpo desnudo del otro, pero no habrían acertado con el número de hermanos de cada uno. Y hasta que no pasaron por el dolor de la propia relación y luego el de la ruptura, no supieron hasta qué punto se habían perdido el respeto el uno al otro y a sí mismos. Y no fue inmediatamente, sino con el paso de los meses, incluso los años. Ninguno de los dos se habría imaginado que, al volver a verse cara a cara de nuevo por casualidad, lo primero que surgiría de ambos fue lo que jamás hicieron cuando estuvieron antes tan cerca: un largo, tierno y sentido abrazo.

Carlos iba caminando por el paseo de la playa con un grupo de amigos en dirección al puerto, y Ana volvía del puerto camino de la arena con su respectivo grupo de amigas. Un paseo agradable, pues aquella noche de verano no era especialmente calurosa. Habían pasado nueve años desde que se vieran por última vez, momento en el que habían tenido su última discusión, momento de la separación. A Carlos le dio un vuelco el corazón al ver a Ana. Ana levantó la vista como si hubiera sentido la llamada de Carlos y se quedó parada en el paseo. Sonrieron con sinceridad, se acercaron el uno al otro, se miraron a los ojos unos segundos y, finalmente, se abrazaron. Y así permanecieron unos minutos, obviando a sus amigos y obviando el pasado.

―¿Tomamos tú y yo algo? ―propuso Carlos.

―Sí ―contestó Ana casi sin dejarle terminar la pregunta.

Durante unas cuántas horas se fueron poniendo al día. Se contaron cosas que habían pasado durante aquellos nueve años, pero también se contaron cosas anteriores, cosas que eran de cuando estuvieron juntos, e incluso anteriores aún. Pero ninguno hizo hincapié en eso ni fue rencoroso, sino todo lo contrario. Ambos condescendieron y se mostraron mucho más maduros. Ambos pusieron real interés por conocer cómo le habían ido las cosas al otro. Ana le contó que después de varios intentos fue aceptada en la facultad de Bellas Artes. Carlos había montado un taller y una tienda de motos y le iba bien. Ana estuvo saliendo con un chico más joven que ella que también estudiaba Bellas Artes, pero lo dejaron pronto porque él se emborrachaba demasiado y hacía y decía demasiadas estupideces. Tenía la cabeza vacía y el corazón frío, matizó Ana. Carlos no había tenido ninguna novia. Sí, ligues de una noche, pero nada importante. Nunca nada como tú, dijo. Y Ana se ruborizó y desvió la mirada. Se acercó a él y le puso la cabeza en el hombro. Quiero hacer el amor contigo. Confieso que es algo que he echado de menos. Carlos le acarició el pelo. Ambos se levantaron y se fueron a casa de Carlos. El mismo lugar, pero distintas sensaciones.


Hicieron el amor despacio, como si fueran figuras de cristal que temieran romper. Cuando Carlos acompañó a Ana a casa, se despidieron sin palabras. Mejor así, pensaron ambos. Así podremos retomar tranquilamente nuestro verdadero momento, pensó Ana. Así no nos haremos más daño cuando no nos volvamos a ver, pensó Carlos caminando de vuelta.