miércoles, 13 de agosto de 2014

#115 MAREAS



Me estaba mojando los pies. No fue igual la noche anterior en la que las botas de montaña me protegieron de la incierta marea. Ahora miraba entre las piedras de la cala rebuscando lo que me había dejado atrás. Esperaba irme antes de que apareciera flotando. El sol empezaba a asomar por la ría y la lengua de tierra que tenía enfrente se desperezaba a medida que los campistas buscaban el calor del alba. Las piedras disimulaban el relieve como un acertijo. Y no era precisamente tiempo de lo que disponía antes de marchar. Tampoco es que el final fuera a variar, pero no quería que fuera en aquel momento. Esperaba más bien una llamada, un golpe de timbre en la puerta y unos entregados funcionarios cumpliendo con rigor su función. Por eso mi mirada estaba inquieta. Por lo que buscaba y por qué no debía estar allí.
Miré de reojo a la terraza de la casa. Las persianas estaban bajadas. Y seguí buscando por la orilla de aquella cala de cantos deformes que me dañaban la planta de los pies. Fue un impulso. O quizás no. No puedo negar que lo pensé varias veces antes de hacerlo, aunque este extremo lo omitiría en cuanto me preguntaran por ello. Iba a ser difícil alegar inmediatez, o lo que hubiera que decir para hacer pensar a la concurrencia que fue cosa de un pronto. Nadie va pertrechado a una cala, de noche, con el inventario que llevaba yo encima la víspera. Lo cierto es que poco me importaba.
Miré a la Ría. El mar estaba tranquilo, sin viento que desplazara mar adentro ni a la costa. Nunca entendí lo de las mareas, y menos situarlas para saber si estábamos en proceso de subida o de bajada. Sabía que la luna tenía que ver con todo aquello, y de hecho así lo hilé la noche anterior para buscar la excusa perfecta y llevarle hasta allí. Después de mirar las estrellas y ver sus pies mojados por la cortina de espuma blanca, no tuve más remedio que dar explicaciones de por qué había llevado una mochila y mis botas de montaña impedían el placer de sentir el agua fría entre mis pies. Fueron explicaciones más bien prácticas, rápidas y resolutivas. Actué y me marché.
Entre los cantos rodados por fin encontré lo que andaba buscando. Un cilindro con un extremo de plástico pardo y el otro metálico. Saqué de la camisa un bolígrafo y lo cogí como hacen en las películas para no dejar huellas. La poca televisión que veía me tenía que servir de algo. Lo sostuve en el aire frente a mis ojos, ya ajeno al mundo que despertaba a mi alrededor. Y volví a repasar la noche anterior, cómo le pedí cariñosamente que buscara a Casiopea, cómo le dije que disfrutara del roce del mar en los pies, y cómo mientras se entregaba a ambas recomendaciones saqué la escopeta de la mochila para descerrajarle un tiro en la espalda. Cómo le até las manos con la cinta americana y posteriormente cómo le dejé mecerse en el agua de Playa América, sabiendo por su singularidad geográfica que no tardaría en aparecer el cuerpo.

Miré fijamente el cartucho y con la mano derecha lo cogí a conciencia con el pulgar y el índice. Después hice lo propio con el anular y el dedo corazón, para que no hubiera lugar a equívocos. Y lo volví a dejar donde lo encontré, esperando que los entregados funcionarios llegaran antes que la próxima marea, y entonces, sólo entonces, todo habría terminado.

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