martes, 18 de febrero de 2014

#90 LA CUMBRE DE LOS RECUERDOS



Sábado, diez de la mañana. Con las gafas de sol puestas, Toño hacía esfuerzos por acertar a meter la llave en la cerradura del portal. Aquellas cerraduras estaban hechas para gente muy capaz y hábil, pensaba. Y no era el caso. Cuando tras varios intentos consiguió entrar, una bocanada de aire fresco le dio en la cara, a la vez que la oscuridad se le antojaba más por el efecto de las gafas. Se acercó a la escalera y miró hacia arriba por el hueco entre tramos. Un cuarto piso sin ascensor tampoco estaba pensado para gente como él en semejantes circunstancias.

Comenzó a ascender pesadamente mientras trataba con gran esfuerzo de recordar detalles de la noche. Al llegar al primer piso, le vino un olor a tostadas, probablemente el desayuno de una la pareja con dos hijos de la puerta B. Su estómago dio un par de vueltas: una para desear ese desayuno y otra para volcarse y admitir que era bastante lógico pensar que acto seguido lo vomitaría. Lo que no llegó a entender es cómo la cena en el Asador Madrileño se mantuvo toda la noche en su estómago a pesar de la cantidad de vinos que sobre ella cayeron. Celebraban el cuadragésimo cumpleaños de César, el marido de Olga, la mejor amiga de Isa. Tratando de hacer memoria, calculó que fueron unas treinta personas. Sí, todos conocidos. Buen ambiente, buena comida. Y buen vino. Abundante. Isa le previno: “Cuidado, Toño, que no estás acostumbrado”. Pero, ¡qué coño! ¿Eso era una fiesta o una cena de compromiso?

Casi en el segundo piso creyó recordar que fue idea del propio César lo de ir a tomar unas copas al pub de un amigo suyo que estaba a un par de calles de allí. Era la primera vez que entraba en aquel lugar. No estaba mal. Mesas y taburetes altos desperdigados por el local y una zona de sofás al final rodeando una mesa de billar, al lado de los servicios. Ambiente agradable con gente de su misma edad, y música… No sabría decir ni una sola canción de las que sonaron allí. Pero sí recordaba que estuvo bastante tiempo con César en la barra dando coba a unos gintonics. Por lo menos dos. No, por lo menos tres o cuatro. De vez en cuando desviaba la mirada para localizar a Isa que estaba en una mesa charlando con Olga. Cuando cruzaban la mirada él la sonreía y le lanzaba guiños, pero ella no respondía a sus gestos. Al contrario, mantenía una postura sobria, casi indiferente. “Vamos, tío, que te he pedido otro”, le decía César. Y siguieron arreglando el mundo.

La música de la discoteca a la que fueron unos cuantos después le retumbaba en la cabeza al llegar al tercero. No solía ir a ese tipo de sitios, pero un día era un día. Y estaba por entonces bastante animado a pasarlo bien donde fuese. Antes de salir del pub Isa le pidió las llaves del coche. Yo conduzco, va a ser mejor, le dijo. Él no puso objeción y la besó en los labios, beso que se perdió en el eco del vació de ganas de ella. La música de aquel lugar era un espanto. Recordaba aquello porque no le sorprendió. Tampoco le sorprendió que Isa le dijera al poco rato de estar allí: “Estoy cansada. Termínate eso y nos vamos, ¿vale?” Y él asintió. Mucho menos le sorprendió la cara que puso Isa cuando a las dos horas él la vio desde la pista de baile castigándolo con la mirada y una cara hasta los pies mientras él inauguraba una enésima copa. Pero su cuerpo siguió moviéndose al ritmo de aquel infernal ruido y de otros muchos cuerpos que hacían lo propio, con los que sintonizó enseguida. El último recuerdo de aquel lugar fue el de ver a Isa y a Olga yendo hacia la salida del local sin avisar. Buscó a César con la mirada, y lo descubrió en el centro de la pista de baile dándolo todo junto a una jovencita con minifalda, top ajustado y plataformas. Muy parecida a la que en aquel momento le cogía de la mano a él para continuar con el baile.


En el cuarto piso, con la llave ya en la cerradura de la puerta y todos aquellos recuerdos apelotonados en su cabeza, se detuvo. Se quitó las gafas de sol y la luz que entraba con energía por la ventana del descansillo le dio una sonora bofetada. Así que lentamente retiró la llave, procurando hacer el menor ruido posible, y emprendió el descenso de escaleras confiando en que unas horas de margen le darían el tiempo necesario para colocar todos aquellos recuerdos en su sitio y pergeñar una historia. No para que evitara la bronca que le iba a caer de boca de Isa, pero sí para suavizar los daños colaterales lo máximo posible. El primer paso eran un café bien cargado y un ibuprofeno.

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