martes, 11 de febrero de 2014

#89 IMPERFECCIONES



Siempre estaban descuadrados. Los carteles en las marquesinas. La gente no se fijaba porque el borde difuminaba esa irregularidad y normalizaba la imperfección. Pero ella sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. No sólo con la cartelería, que distaba mucho de cumplir con la estética geométrica, sino en general. Tenía un pequeño cuaderno moleskine de tapa dura, con una goma negra que hacía las veces de cierre, y en él iba anotando los desfases entre la realidad y lo óptimo. Un breve paseo por el centro de la ciudad le daba a Laura motivos suficientes para entrar en una de esas cafeterías de toda la vida a redactar sus notas. Elegía esas cafeterías y no las nuevas con wifi, camareros multilingües, y vasos con tu nombre, porque en las clásicas el caos era tal, que Laura se sumía en una introspección ajena al mundo que le rodeaba. Se refugiaba en sí misma con su moleskine y su café con leche, en una taza de las de antes, como debía ser. Anotaba las deficiencias observadas, las enlazaba con flechas rojas a pequeños recuadros donde sugería las correcciones a realizar y los plazos en los que éstas podían hacerse. En alguna ocasión las presupuestaba incluso.

Cuando se había recorrido todo el centro de la ciudad acudía a los barrios de la periferia, y ahí entraba en un bucle sin fin, porque muchas veces no llegaba a su destino, puesto que el transporte público era un foco constante de irregularidades a las que la gente no prestaba atención. Y entonces no se bajaba del bus o del metro, y el ansia le hacía ponerse a redactar en su cuaderno todo lo que le chirriaba y que los viandantes, vecinos y conciudadanos inexplicablemente asumían como normal. Guardaba los billetes del transporte público, anotaba en su reverso la línea, la hora y el día, y tras hacer la pertinente comunicación a la consejería de transportes esperaba el plazo marcado por la ley de procedimiento administrativo. Recibiera respuesta o no, volvía a hacer la misma ruta a la misma hora, para cerciorarse de que su labor como garante de lo óptimo tenía resultados. El caso es que rara vez podía tachar de su impoluto cuaderno una anotación. Su tarea parecía baldía pero esto no desanimaba a Laura, ya que sabía que los grandes cambios requerían de tiempo de educación, de moldear a las personas para que supieran lo felices que podrían llegar a ser en su camino a la perfección.

Ella lo había logrado. Su peso reflejaba un índice de masa corporal que se situaba exactamente en la media, ni muy flaca ni muy  gorda. Su alimentación era el perfecto equilibrio, su ejercicio diario medido, su estética estudiada, jamás combinaba dos prendas si el corte y el color no armonizaban entre sí. Nunca se excedía ni pecaba por defecto. El tono de voz neutro, permitiéndose ciertos altibajos cuando la ocasión lo justificaba, pero sin palabras mal sonantes, ni expresiones groseras. Laura era la viva imagen del equilibrio y la perfección. Un cartel perfectamente alineado.

Por eso aquella mañana de viernes cuando llegó a casa y se encontró a Manuel, su pareja, en la cama con Mónica, su mejor amiga, sólo pudo darse la vuelta, sacar la moleskine y antes de cerrar la puerta de la calle, anotar la imperfección y enlazarla mediante una flecha roja con el recuadro de corrección,  para romper la punta del lápiz antes de dictar sentencia.



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