martes, 25 de febrero de 2014

#91 SABÍA LO QUE QUERÍA DECIR



Sabía lo que quería decir. Quería acercarse y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos, cogerle la mano y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos, cogerle la mano, decírselo y esperar su respuesta.

No estaba seguro. No tanto de sus intenciones que, por vivir permanentemente improvisando, sabía que hay cosas que se hacen, se dicen y se espera. Tenía dudas sobre la reacción que ella tuviera. La paleta de colores con las que ella pintaba la vida le arrastraban a un collage en el que nunca sabía si una pieza sobraba o dada sentido al resto. Y, sin embargo, esa marejada cromática le hacía estar alerta, al igual que le sumía en largos insomnios y le bandeaba a los dos polos del ánimo. Una línea entre dos extremos para el que no encontraba el trazo. Un trazo que rara vez discurría por la pauta y que, cuando lo había hecho durante un tiempo, dejaba de tener sentido en la historia de su vida. Que a final de cuentas era la que él quería contar. Su vida.

Quería acercarse a ella pese a verla tan lejos. Y a veces tan cerca.  No obstante, estaba ahí. Y se dijo a sí mismo tantas veces lo que quería decir… Se lo dijo en una suerte de representación, sin acercarse, sin mirada, sin manos cogidas. Y nunca se inclinaba la balanza hacia ninguno de los extremos, como si el discurrir por un listón de madera sobre el vacío tuviera un final feliz saliéndose por uno de los dos lados. Pero siempre estaba el vacío. Y entonces se repetía una y otra vez que quería hacerlo, saltar. O no. Y lo escribía, leía y tachaba. Y volvía a empezar.

Un día, pasados los años, lo tuvo claro. Daba igual la caída, daba igual los bandeos, las marejadas y las paletas de colores. La vida se pinta con los colores que uno tiene en su mano, y es la ilusión con la que uno traza lo que produce los destellos. Lo sabía, lo había ensayado tantas veces, lo había intentado olvidar tantas otras, que el vacío que le podía esperar era menor que el hueco que le habían dejado los recuerdos de algo que nunca había ocurrido.

Sabía lo que quería decir. Quería acercarse y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos, cogerle la mano y decírselo. Quería acercarse, mirarla a los ojos, cogerle la mano, decírselo y esperar su respuesta.

Pero cuando fue, ella ya no estaba.


martes, 18 de febrero de 2014

#90 LA CUMBRE DE LOS RECUERDOS



Sábado, diez de la mañana. Con las gafas de sol puestas, Toño hacía esfuerzos por acertar a meter la llave en la cerradura del portal. Aquellas cerraduras estaban hechas para gente muy capaz y hábil, pensaba. Y no era el caso. Cuando tras varios intentos consiguió entrar, una bocanada de aire fresco le dio en la cara, a la vez que la oscuridad se le antojaba más por el efecto de las gafas. Se acercó a la escalera y miró hacia arriba por el hueco entre tramos. Un cuarto piso sin ascensor tampoco estaba pensado para gente como él en semejantes circunstancias.

Comenzó a ascender pesadamente mientras trataba con gran esfuerzo de recordar detalles de la noche. Al llegar al primer piso, le vino un olor a tostadas, probablemente el desayuno de una la pareja con dos hijos de la puerta B. Su estómago dio un par de vueltas: una para desear ese desayuno y otra para volcarse y admitir que era bastante lógico pensar que acto seguido lo vomitaría. Lo que no llegó a entender es cómo la cena en el Asador Madrileño se mantuvo toda la noche en su estómago a pesar de la cantidad de vinos que sobre ella cayeron. Celebraban el cuadragésimo cumpleaños de César, el marido de Olga, la mejor amiga de Isa. Tratando de hacer memoria, calculó que fueron unas treinta personas. Sí, todos conocidos. Buen ambiente, buena comida. Y buen vino. Abundante. Isa le previno: “Cuidado, Toño, que no estás acostumbrado”. Pero, ¡qué coño! ¿Eso era una fiesta o una cena de compromiso?

Casi en el segundo piso creyó recordar que fue idea del propio César lo de ir a tomar unas copas al pub de un amigo suyo que estaba a un par de calles de allí. Era la primera vez que entraba en aquel lugar. No estaba mal. Mesas y taburetes altos desperdigados por el local y una zona de sofás al final rodeando una mesa de billar, al lado de los servicios. Ambiente agradable con gente de su misma edad, y música… No sabría decir ni una sola canción de las que sonaron allí. Pero sí recordaba que estuvo bastante tiempo con César en la barra dando coba a unos gintonics. Por lo menos dos. No, por lo menos tres o cuatro. De vez en cuando desviaba la mirada para localizar a Isa que estaba en una mesa charlando con Olga. Cuando cruzaban la mirada él la sonreía y le lanzaba guiños, pero ella no respondía a sus gestos. Al contrario, mantenía una postura sobria, casi indiferente. “Vamos, tío, que te he pedido otro”, le decía César. Y siguieron arreglando el mundo.

La música de la discoteca a la que fueron unos cuantos después le retumbaba en la cabeza al llegar al tercero. No solía ir a ese tipo de sitios, pero un día era un día. Y estaba por entonces bastante animado a pasarlo bien donde fuese. Antes de salir del pub Isa le pidió las llaves del coche. Yo conduzco, va a ser mejor, le dijo. Él no puso objeción y la besó en los labios, beso que se perdió en el eco del vació de ganas de ella. La música de aquel lugar era un espanto. Recordaba aquello porque no le sorprendió. Tampoco le sorprendió que Isa le dijera al poco rato de estar allí: “Estoy cansada. Termínate eso y nos vamos, ¿vale?” Y él asintió. Mucho menos le sorprendió la cara que puso Isa cuando a las dos horas él la vio desde la pista de baile castigándolo con la mirada y una cara hasta los pies mientras él inauguraba una enésima copa. Pero su cuerpo siguió moviéndose al ritmo de aquel infernal ruido y de otros muchos cuerpos que hacían lo propio, con los que sintonizó enseguida. El último recuerdo de aquel lugar fue el de ver a Isa y a Olga yendo hacia la salida del local sin avisar. Buscó a César con la mirada, y lo descubrió en el centro de la pista de baile dándolo todo junto a una jovencita con minifalda, top ajustado y plataformas. Muy parecida a la que en aquel momento le cogía de la mano a él para continuar con el baile.


En el cuarto piso, con la llave ya en la cerradura de la puerta y todos aquellos recuerdos apelotonados en su cabeza, se detuvo. Se quitó las gafas de sol y la luz que entraba con energía por la ventana del descansillo le dio una sonora bofetada. Así que lentamente retiró la llave, procurando hacer el menor ruido posible, y emprendió el descenso de escaleras confiando en que unas horas de margen le darían el tiempo necesario para colocar todos aquellos recuerdos en su sitio y pergeñar una historia. No para que evitara la bronca que le iba a caer de boca de Isa, pero sí para suavizar los daños colaterales lo máximo posible. El primer paso eran un café bien cargado y un ibuprofeno.

martes, 11 de febrero de 2014

#89 IMPERFECCIONES



Siempre estaban descuadrados. Los carteles en las marquesinas. La gente no se fijaba porque el borde difuminaba esa irregularidad y normalizaba la imperfección. Pero ella sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. No sólo con la cartelería, que distaba mucho de cumplir con la estética geométrica, sino en general. Tenía un pequeño cuaderno moleskine de tapa dura, con una goma negra que hacía las veces de cierre, y en él iba anotando los desfases entre la realidad y lo óptimo. Un breve paseo por el centro de la ciudad le daba a Laura motivos suficientes para entrar en una de esas cafeterías de toda la vida a redactar sus notas. Elegía esas cafeterías y no las nuevas con wifi, camareros multilingües, y vasos con tu nombre, porque en las clásicas el caos era tal, que Laura se sumía en una introspección ajena al mundo que le rodeaba. Se refugiaba en sí misma con su moleskine y su café con leche, en una taza de las de antes, como debía ser. Anotaba las deficiencias observadas, las enlazaba con flechas rojas a pequeños recuadros donde sugería las correcciones a realizar y los plazos en los que éstas podían hacerse. En alguna ocasión las presupuestaba incluso.

Cuando se había recorrido todo el centro de la ciudad acudía a los barrios de la periferia, y ahí entraba en un bucle sin fin, porque muchas veces no llegaba a su destino, puesto que el transporte público era un foco constante de irregularidades a las que la gente no prestaba atención. Y entonces no se bajaba del bus o del metro, y el ansia le hacía ponerse a redactar en su cuaderno todo lo que le chirriaba y que los viandantes, vecinos y conciudadanos inexplicablemente asumían como normal. Guardaba los billetes del transporte público, anotaba en su reverso la línea, la hora y el día, y tras hacer la pertinente comunicación a la consejería de transportes esperaba el plazo marcado por la ley de procedimiento administrativo. Recibiera respuesta o no, volvía a hacer la misma ruta a la misma hora, para cerciorarse de que su labor como garante de lo óptimo tenía resultados. El caso es que rara vez podía tachar de su impoluto cuaderno una anotación. Su tarea parecía baldía pero esto no desanimaba a Laura, ya que sabía que los grandes cambios requerían de tiempo de educación, de moldear a las personas para que supieran lo felices que podrían llegar a ser en su camino a la perfección.

Ella lo había logrado. Su peso reflejaba un índice de masa corporal que se situaba exactamente en la media, ni muy flaca ni muy  gorda. Su alimentación era el perfecto equilibrio, su ejercicio diario medido, su estética estudiada, jamás combinaba dos prendas si el corte y el color no armonizaban entre sí. Nunca se excedía ni pecaba por defecto. El tono de voz neutro, permitiéndose ciertos altibajos cuando la ocasión lo justificaba, pero sin palabras mal sonantes, ni expresiones groseras. Laura era la viva imagen del equilibrio y la perfección. Un cartel perfectamente alineado.

Por eso aquella mañana de viernes cuando llegó a casa y se encontró a Manuel, su pareja, en la cama con Mónica, su mejor amiga, sólo pudo darse la vuelta, sacar la moleskine y antes de cerrar la puerta de la calle, anotar la imperfección y enlazarla mediante una flecha roja con el recuadro de corrección,  para romper la punta del lápiz antes de dictar sentencia.



martes, 4 de febrero de 2014

#88 PIEDRAS EN EL CAMINO



Fijó la mirada en el suelo buscando. Cuando halló la que se ajustaba mejor a su estado de ánimo, le dio el puntapié con la fuerza necesaria para que llegara por lo menos hasta la esquina. Siguió con la mirada el recorrido y, satisfecho, continuó el camino hacia el bar.

―¡Qué pasa, chaval! Hoy tienes mala cara. ¿No has dormido bien?

Todo el pueblo sabía que padecía insomnio crónico. No había dormido cuatro horas seguidas desde los catorce años. Pero hasta los veinte no le diagnosticaron. Incontables pruebas médicas, innumerables sesiones de relajación e hipnotismo, inútiles conferencias sobre su caso y el de muchas más personas. Nada funcionó jamás con él. ¡Qué le importaba! A fin de cuentas dormir estaba sobrevalorado y así se consolaba.

―No me digas más: los niños no han parado de llorar.

Todo el pueblo sabía que la Mari y él no habían podido tener hijos. Dos quería él. Un chico y una chica. Tres, decía ella. Dos chicos y una chica. Ella cuidaría de ellos cuando fueran ancianos. Dios había decido por ellos, decía ella. El demonio, puntualizaba él. Fuera lo que fuera o quien fuera que hubiese tomado la decisión, el final del partido los dejó a cero.

―¿O es que la Mari se ha puesto cariñosa?

Todo el pueblo sabía que la Mari había fallecido hacía unos años. Nada tranquilo, nada pacífico. Para cuando quisieron darse cuenta, el cáncer se había extendido tanto que no era operable. La morfina parecía no hacerle el efecto esperado, y cuando no estaba durmiendo, los gritos de dolor y las súplicas a la de la guadaña para que la llevara cuanto antes eran lo único que se oía en su casa y en las calles cercanas. Mari habría saltado por la ventana si así hubiera hallado su objetivo. Habría sajádose las venas si hubiera tendido fuerzas para levantar un cuchillo. Y al fin la muerte se apiadó de ella y la arrastró consigo un brillante amanecer como premio a una oscura noche de vómitos y estertores.

―Muy graciosos chicos. ¡Qué sería de vosotros sin mí y mi triste vida! ―Y se echaba al gaznate un chupito de aguardiente antes de pedir la primera cerveza.


Pasaba la mañana entre conversaciones sin fondo, amenas carcajadas, sonoras partidas de dominó y caras amigas. Y cuando consideraba que se le hacía tarde, se despedía de los parroquianos que aún quedaban y se encontraban en determinadas condiciones. Salía a la calle y pensaba en la piedra que cada día de su vida desde hacía ya demasiados años viajaba desde su bota hasta el cruce con la calle Mayor. Pensaba en cómo le reconciliaba con el mundo, le sosegaba, le permitía reconvertirse en él mismo. Pensaba en la piedra que pateaba con rabia al acordarse de su insomnio, de los hijos que nunca tuvo y del estado decadente de su difunta esposa. Todo aquello lo enviaba lejos de sí con ese gesto. Aquel día un golpe en la pierna le sacó de su ensimismamiento, un golpe que no identificó hasta unos segundos después cuando miró al suelo y aún vio moverse la piedra que hasta él había llegado. A su izquierda, algo retirada, escuchó la voz de un chaval de unos quince años que se acercaba deprisa hasta él disculpándose por la pedrada.