martes, 28 de enero de 2014

#87 CONVERSACIONES



¿Nos vamos? titubeé.

¿A dónde coño te quieres ir?

A la mierda, no te jode, pues a vivir por ahí ―. Intenté sonar creíble.

Ya vivimos aquí.

No lo tengo claro. ¿Vivimos o sobrevivimos?  dudé.

―¿Y qué más da? No tienes huevos de hacer nada más allá de tu continua complacencia.

No me toques los cojones. Vámonos tú y yo, lejos.

Si me tiras un beso lo bordas del todo.

No sé por qué te cuento nada. Te estoy hablando en serio joder. Estoy harto de esto, harto de todo. Puede que no sea hartazgo, tal vez es simplemente las ganas de vivir algo diferente. No quiero estar toda la vida meciéndome inseguro dentro de mi estable vida segura ―. Lo había dicho todo de corrido, sin tener muy claro si me había dejado algo o si me había recreado en exceso en algún punto.

El que me tienes harto eres tú. He escuchado este discurso más veces, no muchas tampoco, porque te conformas con pensarlo y ahí no llego, pero alguna más sí. ¿Alguna razón para creerte ahora?

Siempre hay motivos. Siempre los he tenido, y de golpe me llega una ola y me arrastra. Y puede que siempre haya habido olas, pero no es lo mismo la marea que la marejada, y cuando observo el mar durante mucho tiempo me doy cuenta de que no lo miro, de que se me están mojando los pies, de que se me viene el agua encima. Entonces saco la cabeza del agua y te lo cuento.

Tú no te ahogas nunca, acabas flotando y llegando a algún risco, y jodido y con mucho esfuerzo lo subes y no sé muy bien por qué te vuelves a colocar en el mismo sitio.

Porque lo conozco, y es cómodo ―. Ahora sí que ni de coña sonaba creíble.

Venga, va, que me descojono.

No, en serio. ¿Qué tiene de malo un revolcón de vez en cuando, por mucha angustia que provoque? me justificaba.

Te juro que si no te conociera tan bien pensaría que eres imbécil. E incluso sabiendo tanto de ti a veces lo dudo. Pero en el fondo mantengo la esperanza, al menos por la cuenta que me trae. Estoy agotado de estas chapas que me das cuando la ola esa te moja. Tanto símil marino me aburre. Cuéntame algo nuevo.

Lo mismo un día te llevas una sorpresa ―. Ahora sonaba retador.

En ascuas me dejas.

No me vaciles dije molesto―. ¿Hasta cuándo seré capaz de tragar tanta complacencia? En algún momento daré un golpe en mi propia partida de ajedrez. Y entonces todas las fichas se van a ir a tomar por culo.

Ahí estaba esperando que llegaras. Ahora saltarás con lo de que tú no quieres ser príncipe, rey en este caso, que tú quieres ser princesa...

¿Tan raro te parece? seguía molesto.

En las partidas de ajedrez no hay dragones de los que protegerte.

Siempre hay amenazas dije justificándome.

Tú serías más la torre. Enrocándote para no morir. Pero siempre al fondo, siempre rígido.

Vete a la mierda. Ahora sí.


Me levanté dando un último trago a la cerveza y quedándome atrapado en aquel reflejo.

miércoles, 22 de enero de 2014

#86 AL ESCONDITE



Casi desde niños se dedicaban a jugar al escondite y al pilla-pilla. Caminaban a veces cogidos de la mano hasta que llegaban al parque y allí ella se soltaba y salía corriendo. Él se lanzaba en pos de ella y la mayoría de las veces la alcanzaba y entonces era ella la que le perseguía a él con menos éxito. Él se escondía entre los árboles y espiaba cómo ella trataba de encontrarle. No se lo ponía imposible, pero tampoco fácil. Hasta que ella se cansaba de perseguirle y se sentaba en un banco o en el césped y esperaba a que él se uniera a ella y jugaban a otra cosa, como a arrancar hojas de yerba y árbol y tirárselas uno a otro por la cabeza. Y se reían y se peleaban y se perdonaban y se volvían a reír. Y así cada día. Eran felices.

Con los años las cosas apenas habían cambiado porque, aunque menos niños, seguían escondiéndose entre los árboles y tirándose yerba por el pelo. El día que se besaron en los labios por primera vez estuvieron nerviosos un rato, pero una vez liberada esa tensión el juego continuó. El césped seguía estando ahí y los arbustos también. La fuente continuaba siendo necesaria para salpicarse cuando se sorprendían despistados y el juego estaba otra vez en marcha. Él empezaba a seguirla, la alcanzaba, la mordía y abrazaba, y corría para que ella fuera tras él. Y ella le perseguía.


Hasta que pasaron más años. Ya no se veían tanto. Ya no se hablaban tanto. Las cosas habían cambiado un poco más. En ocasiones era él el que la perseguía, pero ya no por el parque. Ella se lo ponía difícil, no imposible. Se escondía, se distanciaba. Igual que los besos, igual que los abrazos. Y cuando él se cansaba de correr detrás de ella y se sentaba a descansar, ella se dejaba ver detrás de un árbol, de un email, de un whatsapp, y así le demostraba que no había desaparecido del todo, que el juego aún estaba en marcha aunque con otras reglas. 

martes, 14 de enero de 2014

#85 EL LIMÓN



“¿Tú vas hoy?”

“¡Hostias, tío! ¡Claro que sí! Yo ya no me pierdo un solo día.”

“Yo me he enganchado a ése. O no sé si me ha enganchado él a mí. Pero no puedo pasar sin oírle.”

Éstas y otras cosillas se oían desde primera hora de la mañana de cada jueves en los corrillos de la Universidad. Y como si de una clase magistral se tratara, la facultad de Filosofía y Letras se llenaba el día entero, a pesar de que el señor Limón no salía a la palestra hasta las cinco de la tarde.

Todo empezó hacía exactamente un año en la cafetería. Un grupo de afanados jugadores de mus que hacíanse llamar estudiantes en sus ratos libres, increpó al camarero que trataba de retirarles los restos de la consumición que estiraban durante las horas que durara la partida. Burdos improperios salieron de las bocas de los agrupados atacando la nacionalidad del educado barman que les escuchó atentamente hasta que uno preguntó:

―¿Has entendido algo de lo que te hemos dicho, chino?

Se hizo silencio alrededor, creció la tensión y nació el señor Limón:

“Auque entiendo bien tu idioma,
los rebuznos no comprendo
porque al asno yo no entiendo
por mucha sopa que coma.

Pero tú en este caso
no es sopa, sino boba
y la poca fuerza y coba
que le das a un solo vaso.

Que si más libros leyeras
y más lecciones tomaras,
ni cara de pito adoptaras,
ni pito de cerdo tuvieras.

Abona pues tu alcohol
antes de que mi chino pie
responda sólo de él
en tu culo español.”


Así fue como cada jueves como aquél, el señor Limón se sube en una mesa del local a las cinco de la tarde, recita uno de sus poemas, saluda y se vuelve al trabajo.

“¿Por qué señor Limón? ¿Por el amarillo?”


“Por eso y por las rimas.”

martes, 7 de enero de 2014

#84 ALREDEDOR



Según se puso el sol sobre los edificios destartalados de aquel barrio de las afueras de Sevilla, Macarena supo que había vivido el mejor día de su vida. Estaba sentada con las rodillas entre los brazos, y los labios apoyados en las piernas. Esa postura que mezcla ternura y meditación. Más que meditación divagación amable. Y la mirada perdida en el horizonte.

Se había levantado temprano, como siempre, para preparar el desayuno a sus hermanos pequeños, dar la pastilla a la abuela, organizar el almuerzo de los niños, meter a la abuela en la cama de nuevo, llevar a los niños al colegio entre palabras de desánimo de si el mundo es injusto, de que por qué tenemos que ir a clase, y ese tipo de discursos manidos entre los pequeños… Y cuando ya por fin soltó a la manada en el centro escolar ―aquella reja era como el infierno para sus hermanos, pero cuando echaban el cierre suponía un bálsamo de relajación para Macarena― volvió a casa, preparó la comida, le cambió los pañales a la abuela, puso una lavadora, tendió otra, hizo las camas y al meter la sábana y desdoblar el espinazo que parecía diseñado para andar en los noventa grados, se dio en la cabeza con un estante. Herida en la cabeza y sangre. Lloro. Pero no era un lloro de dolor, no. Era el hastío, el cansancio, el agotamiento físico y mental de no poder hacer la vida que hace una chica de diecinueve años. Desde que murió su padre hacía ocho meses no había tenido tiempo de nada. De nada para ella, claro. De todo para el resto. Sus dos hermanos eran muy pequeños y la abuela sufría el paso de los años, con una visible demencia y una incontinencia urinaria que intentaba disimular con mucho esfuerzo.

Los dedos manchados de sangre pusieron a prueba su frustración, y no pudo más que coger el abrigo y marcharse a la calle. Entonces, para poner la guinda a aquella mañana, vino el resbalón y la caída. Luego llegó él. Por debajo de los exabruptos de Macarena una voz pausada y tranquila intercedió entre ella y su dolor:

―¿Estás bien?

―¡Me cago en la puta, joder, cómo coño voy a estar bien! ―contestó ella con la amabilidad que pudo―. Me he abierto la cabeza y me acabo de endiñar un hostiazo al salir de casa. Eso por no hablar de la mierda de vida que llevo y en particular la mañana asquerosa que me acabo de zampar. Pero gracias, me apaño ―concluyó.

―Dame la mano ―dijo el chico amable―. Me llamo Pepe.

Macarena miró a aquel extraño con desconfianza, pero visto el día que llevaba se arriesgó a seguirle la corriente al muchacho. Sus pantalones anchos, sudadera roída por el tiempo y una cara que despejaba cualquier atisbo de maldad la terminaron de convencer. Extendió su mano y al tocar la del chico sintió como un latigazo, lo cual era lo que le faltaba, pero el dolor pasó de inmediato y, sin saber cómo, empezó un paseo por la ciudad de la mano de un desconocido que, sin embargo, era como si la hubiera acompañado toda la vida.

Recorrieron callejones en los que jamás había reparado, vieron llover, nevar y un sol radiante en un instante. Vieron camiones de basura vaciando armónicamente los contenedores, jinetes a caballo camino de Triana, olas enormes en el Guadalquivir, gigantes y cabezudos haciendo malabares en la Plaza de España, puertas giratorias, pajaritas de papel, globos lanzando al cielo miles de cartas. Vieron sonrisas y abrazos entre desconocidos, trapecios gigantes sobre la ciudad, peonzas girando… y cuando la respiración de Macarena no daba para más emoción se encontró sentada en lo alto de una colina verde, con un césped suave que acariciaba con la palma de la mano, acompañada del tacto de un desconocido que la había regalado una jornada que, sin ser la suya, existía, y si la buscaba la encontraría.

―Las cosas pasan a nuestro alrededor, sólo tenemos que mirar ―dijo el chico antes de desaparecer de su lado.

Entonces Macarena se agarró las rodillas y miró el sol ponerse detrás de aquellos edificios destartalados. Y lo vio.

miércoles, 1 de enero de 2014

#83 EL CONCIERTO



Había cumplido su sueño de infancia. Ante él se alzaba el público rompiendo en aplausos cuando el último acorde dejó en suspense un final que había que interpretar. Cada uno de los que presenciaba aquel concierto debía poner música al final, componer su propia partitura y finalizar con una triste retirada o una alegre función.

Llevaba mucho tiempo preparándose, desde que hacía dos años el terapeuta al que asistía le recomendó una ocupación. Siempre había querido tocar el violín, pero su padre primero y el paso del tiempo con sus responsabilidades y falta de tiempo después, le habían impedido desarrollar esa faceta creativa que escondía desde pequeño. En una casa de empeños compró un viejo violín, lo llevó a arreglar a un luthier y a cambio de pequeños recados éste se lo puso a punto y le regaló un arco de madera de Brasil emocionado por la ilusión que ponía ese tan particular cliente.

Llegaron los ensayos sin ostentosos locales, bajo algún techo en plena calle, resguardado en templetes de los que no faltaban en las plazas de los pueblos. Un atril construido con unas varas recogidas de un contenedor. Y cuando estaba en posición, pasaba sus dedos por las crines del arco, fijaba el violín al cuello y en una suerte de viaje a cualquier parte empezaba a tocar. Al principio aquello distaba mucho de una melodía, sacando a relucir la desigual distribución de entusiasmo y destreza. Pero sus particulares sesiones de ensayo daban sus frutos, los terapéuticos al menos. Aunque seguía acompañado de su perenne brik de vino tinto y no le abandonaba su ropa sucia y sus manos castigadas por la intemperie, su ánimo escapaba del despido, del posterior divorcio y de la lejanía de esa hija que condicionada por el deterioro de su padre se refugió lejos de él, y así hasta hoy. A estas alturas sería una joven de más de veinte. Y ése era su gran pesar, lo que más espesaba sus movimientos mientras acariciaba las cuatro cuerdas de aquel violín convertido en tratamiento, en medicina para olvidar.

Así continuó, tocando y olvidando. Bebiendo para compensar las penas que no se diluían con la música. Y tocaba para sí, para nadie, para el terapeuta, sin público y a su vez para todos. Lanzaba al airé partituras que cada vez eran más reflejo de aquellas corcheas, de aquellas melodías que un día crearon otros, y que él transitó desde el maltrato inconsciente a una obra maestra a la interpretación soberbia de una idea original.

La noche anterior a su particular estreno tiró el brik de vino a una papelera, aun quedando más de la mitad de su dosis de olvido, y se acomodó como siempre hacía encima de una rejilla de ventilación del metro. Durmió del tirón con el violín bajo el brazo. A la mañana siguiente se regaló un desayuno de ésos que hacía tiempo no probaba. Un café con leche con una tostada en el café de la Ópera.

Con la satisfacción y los nervios que se sienten cuando uno está a punto de culminar un gran proyecto acarició las crines del arco como tantas veces y se colocó el violín al cuello cuando aún el público no había hecho acto de presencia. Fue el primer acorde el que llamo la atención del respetable.

Y siguieron unos momentos que no será capaz de recordar pues sus ojos cerrados viajaron por una vida de tormentos, salpicados de alegrías, de caricias de su hija, de las risas de la que fue su mujer, del acomodo de la que un día fue su casa. Repasó los viajes que hicieron cuando aún eran una familia, cómo disfrutaba de las tardes de los sábados de los amigos, de las miradas fugaces, de la puesta de sol, de la nieve en Madrid.


En todo eso pensaba cuando el último acorde se perdió por la calle Preciados en ese escenario improvisado, y el público allí congregado arranco en una ovación que le trajo de vuelta a la realidad. Y ya no sonaba tan mal.