jueves, 25 de diciembre de 2014

#134 NAVIDAD




Luis vivía en el primero B. Rodrigo en el primero A. Ambos habían crecido juntos. Habían crecido los escasos años que acumulaban, doce para ser exactos. Luis había nacido tres meses antes que Rodrigo. El padre de Luis era repartidor de bollería. El de Rodrigo se había quedado en paro hacía un año, y justo hacía tres días que les habían retirado la prestación por desempleo. Un quince de diciembre para ser exactos. Ni la madre de Luis ni la madre de Rodrigo trabajaban fuera de casa. Eso sí, en lo referente a organizar las tareas domésticas y familiares eran expertas. Ni Luis ni Rodrigo tenían hermanos. Las familias eran muy amigas desde que ambas coincidieron en su primera reunión de comunidad.

Quince de diciembre. No por esperado dejaba de ser doloroso. El padre y la madre de Rodrigo les habían confiado a los padres de Luis la angustia por la falta de ingresos una vez la fatídica fecha pasase. Habían estado cenando un sábado en casa a principios de diciembre. Luis y Rodrigo, como siempre, jugaban en la habitación mientras los mayores se enfrascaban en conversaciones de eso mismo, de mayores.

Luis estaba un día comiendo cuando su padre le dijo a su madre que al día siguiente llevaría al padre de Rodrigo a las afueras, a un polígono. Allí iba a trabajar sin contrato cargando cajas en un almacén. Tres horas. Treinta euros. Una vergüenza, decía el padre de Luis, pero había que estar al lado de los amigos. El veinte de diciembre la madre de Luis le dijo a su marido que se iba a la compra con la madre de Rodrigo. Había que comprar para la cena de Nochebuena. Luis vio cómo se guiñaban un ojo. Cuando su madre y la de Rodrigo volvieron pasaron a la cocina y se repartieron las cosas entre los dos carritos. La madre de Rodrigo abrazó a la madre de Luis, y le susurró un “gracias”, mientras éste último contemplaba la escena desde la puerta.

Luis escuchó a sus padres por la noche comentar que este año no habría regalos en casa de nuestros vecinos y amigos. Tampoco lo consideraban muy grave, tendrían cena y estarían juntos. Les habían ayudado hasta donde habían podido. Pero los ingresos en casa de Luis tampoco eran para grandes dispendios. Luis se fue a la cama. Triste.

El día de Navidad Luis se despertó temprano, saltó en la cama de sus padres, les retiró el edredón y les empujó hacia el salón. La ceremonia de siempre. El padre de Luis miraba por una rendija a ver si había algo en el salón. Entonces Luis empujaba la puerta con ansia y se ponía a abrir paquetes con un ritmo frenético. Pero esta vez no. Esta vez Luis escudriñó la rendija y miró a sus padres que le observaban extrañados. Abrieron la puerta y cruzó el salón. Salió al rellano y llamó al timbre del primero A. Nada. Volvió a llamar. Rodrigo abrió la puerta acompañado de sus padres y una mueca triste. Entonces Luis le cogió de la mano y le gritó:

―¡Ha venido Papá Noel! ―Y con ésas lo arrastró de la mano al primero B.

Cuando los padres y madres de uno y otro entraron en el salón de casa de Luis, se encontraron a los dos amigos abriendo paquetes entre risas. Entre sonrisas. Porque era Navidad. Porque eran amigos.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

#133 LUISA Y MARÍA



Se lo tengo que decir a María. Son muchos años de amistad. Se lo debo. A Luisa no le gustaría. Mejor no decírselo. Me caso con Luisa. ¿Qué cara pondrá María? Muchas veces he hablado con María de casarnos. María y yo, no Luisa. Va a abrir la boca hasta el suelo. Se va a enfadar, o no. O me va a dar la enhorabuena. Por fin has madurado, dice ella. Me alegro. Pero es mentira. No se alegra. Pondrá ojos tristes, brillantes. Va a llorar, mierda. No, así no. ¡Mira ése! ¿Será gilipollas? Si tuviera un coche como ése no necesitaría hacer el capullo para fardar. El coche basta. Peor, si no se lo digo es peor. Se enterará y me querrá cortar los huevos. Yo también querría. María, Luisa y yo nos casamos. No, demasiado formal. María, sabes que quiero mucho a Luisa. Bueno, por ahí puede colar. Llevamos una temporada muy buena. También lo sabe. Hemos pensado mucho en cómo sería nuestra vida juntos y… María no es tonta. Su cara es de… boca torcida, cejas arriba, mirada al suelo… ¿A quién intentas engañar? ¿A quién intento engañar? ¡Joder, qué tráfico! 1347 BDK. Como la de María, BDK. Pero su Corolla es mucho mejor. La besé aquella vez, la primera, en su Corolla. Mejor, ella me besó a mí. Me sentí utilizado por ella. Me encantó. Follar en su coche es genial. No sé cuántas veces lo hemos hecho ya. Ella se ríe de lo torpes que somos. Siempre me doy con el retrovisor en la cabeza. Ella prefiere debajo. ¡Coño, que esto avanza! Luisa mola también. Tiene piso. Está buenísima. Es más fría que María. Gana una pasta. La quiero, eso también. A ella le gusta arriba, como para controlar. Mejor. Su cama es comodísima. ¿Estoy enamorado de Luisa? No, pero no importa. Nos queremos mucho. María se troncha de risa. Ella lo sabe bien. María piensa que la quiero más a ella que a Luisa. Respeta lo de Luisa. De hecho respeta todo lo mío, me deja vivir. Luisa es más controladora. Luisa sospecha lo de María. Discutimos una vez. ¿Quién es esa guarra? ¡Es amiga mía y punto! ¡Y si no puedes respetar mis amistades, a tomar por culo! Ahí estuve bien. ¿Bien…? ¡Y una mierda! Nunca le he dicho a Luisa que me tiro a María, me dejaría. María no me ha dejado, ni me va a dejar aunque me case. Pues eso es lo que debería hacer. Me caso con Luisa y me quedo con las dos. A este locutor deberían despedirlo, no se le entiende una mierda cuando habla. ¿Qué estoy diciendo? Estoy haciendo lo posible por quedarme con María a toda costa. Perder a Luisa no me dolería tanto. No puedo prescindir de María. Tengo que hablar con ella. Necesito su lucidez. Que me ayude a pensar cómo decirle a Luisa que no. Cómo dejarla. No puedo estar con Luisa pensando en María. Eso es malo. Soy un cabrón, pero eso ya lo sabía. Ahora se trata de no serlo más aún. Ya lo soy suficiente. María, voy. María ayúdame. María me apoya y me dice lo que tengo que hacer para dejar a Luisa. Con María puedo ser sincero del todo. Ella sí me quiere como soy. Luisa me quiere como ella quiere que sea. Hija de puta… 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

#132 DILE A MAMÁ



Hola

Cuando murió mamá hace tres años me sentí el niño más desgraciado del mundo. Casi toda mi vida giraba a su alrededor, y lo que no lo hacía ya me encargaba yo de hacérselo saber para que también formara parte de la suya. Así había sido siempre y así tenía que seguir siendo. Pero, como todos me dijisteis, “el cáncer le ha ganado la batalla” y, de un día para otro, me quedé sin madre, sin confidente y sin consuelo. Así es como lo sentí yo. Por suerte para los dos, eso no me duró demasiado. No es que no eche de menos a mamá - ¡claro que la echo de menos! -, pero lo superé. “Con papá vais a estar fenomenal, ya lo verás”, me dijeron otros entonces. Y no se han equivocado. La vida juntos estos tres años se nos ha dado de maravilla. Por supuesto que hemos tenido nuestros altibajos, pero supongo que la muerte de mamá nos hizo madurar un poco a todos.

Huérfano es una palabra que siempre he asociado con documentales trágicos de televisión. Jamás pasó por mi cabeza el pensar que yo me convertiría en uno. Y, si se me hubiera ocurrido hacerlo, seguramente no habría imaginado que me sucediera tan pronto. Superar la muerte de una madre fue muy doloroso. Pero superar la muerte de un padre algún tiempo después… ¡Sólo tengo trece años! Bueno, sé que tú también tuviste que pasar por eso hace tiempo. Te recuerdo cuando llamaste por teléfono y se lo contaste a mamá, y luego ella a mí. La verdad es que yo sabía que se trataba de algo triste, y de hecho esa tristeza anduvo volando por el aire de casa una temporada. Apenas se notaba en el día a día, pero era una presencia constante que termino desapareciendo. Me imagino ahora que esa presencia que habrá en casa también terminará por desaparecer. Supongo que Marta y Fran también la notarán, pero te prometo que entre los tres haremos un esfuerzo para que dure poco. No he hablado con ellos sobre esto aún. Tampoco lo hice cuando lo de mamá, pero somos hermanos y creo que sentimos parecido.

Ese es un asunto que sí pasó por mi cabeza el día que nos dijeron que… bueno, eso…, que habías tenido un accidente y que… habías muerto. ¿Qué va a pasar con nosotros? Pronto, antes de que tuviera ocasión de preguntárselo a nadie, Marta y Fran me dijeron: “Tú no te preocupes por nada, no nos van a separar ni a llevar a ningún sitio. Los dos tenemos más de dieciocho años y trabajamos. Los tres juntos forever, ¿está claro?” No hice más que asentir. He tenido que ver cómo ellos dos han tenido que reunirse y hablar con mucha gente a la que yo también he tenido que contestar a preguntas, pero menos mal que ese tema ya ha pasado. Creo que el que los tíos sean vecinos también ayuda bastante. Están mucho con nosotros y nos traen comida y vamos a sitios con ellos. Fran me lleva al cole en tu moto, pero te prometo que nos ponemos el casco los dos y él no corre. Marta me ayuda con los deberes las tardes que no tiene que ir al hospital. Es más dura que tú, pero sé que lo hace por mí, aunque me enfade con ella. Ella sabe que lo sé.

Por favor, dile a mamá cuando la veas que no me he olvidado de ella, que todavía pienso en ella y que sé que ahora estará mejor porque tú estás con ella. Te escribiré pronto.

Un beso a los dos.


Nico.

martes, 2 de diciembre de 2014

#131 LINEAS



La línea del horizonte siempre había sido recta y sin embargo Basile, a sus diez años, sabía de sobra que los caminos que llegaban a ella estaban plagados de recodos. Lo supo cuando apenas empezaba a tener uso de razón. Debía caminar durante horas para recoger tinajas con agua, las cuales debía portar sobre su cabeza de nuevo de vuelta a casa. Lo supo también cuando sólo sentía en sueños la presencia de su padre, enrolado en aquel viejo barco de carga, que le permitía estar junto a los suyos diez semanas al año. Lo tuvo claro cuando a los ocho años tuvo que vivir una encarnizada batalla entre etnias en su maltrecho barrio, y vio cómo los que hasta entonces habían sido vecinos bien avenidos se convertían en furibundos enemigos.

La vida estaba llena de vericuetos pedregosos en los que tropezar y caer, y sus diez años le habían enseñado a levantarse y continuar caminando. Al principio lloraba, frustrado, enrabietado ante lo que él consideraba injusto. Hasta que un día, el viejo sabio de la aldea le contó la mitad de un secreto.

La línea recta que visualizamos en el horizonte representa la forma en la que queremos resolver nuestra existencia cuando llegamos al final del camino, decía el viejo sabio. Antes de exhalar el último aliento los hombres y mujeres queremos dejar detrás de nosotros una línea que representa el haber enderezado todos esos quiebros que hemos vivido. Es un ajuste de cuentas de cada cual con su propia realidad.  El viejo le miraba fijamente cuando le dijo que es tarea de cada cual empezar desde pequeños a ordenar e intentar llevar con rectitud nuestras vivencias, ya que de lo contrario, si nos sobreviniera el momento de marcharnos, no tendríamos tiempo de llegar a ese punto, a nuestro horizonte, con las tareas hechas y una maraña de experiencias enrevesadas y plagadas de nudos nos perseguirían en el más allá.

Cuando el viejo hubo acabado, Basile le preguntó que por qué le había dicho que le contaba la mitad de un secreto, si en realidad le había contado lo que representaba la línea del horizonte que hasta entonces para él sólo era el final del día por el que el sol daba paso a la oscuridad. El sabio se sonrió y le dijo que, efectivamente, lo que le acaba de contar era lo mismo que el muchacho pensaba, de luz y oscuridad, de principio y fin, pero puesto en palabras de un viejo al que llamaban inmerecidamente sabio. Y era la mitad de un secreto, le dijo, porque le había explicado lo que representaba aquella línea difusa, pero el cómo llegar a ella y enderezarla al final de sus días era la otra mitad del secreto, y esa parte debía descubrirla cada uno en su caminar. Al llegar al final entonces, concluyó, el secreto se habrá desvelado.


Llegaba el ocaso cuando Basile salió de la casa del viejo y empezó a caminar por la calle cubierta de arena fina. Bajó una maltrecha farola se paró y giró la cabeza. Sus pies habían dejado las huellas sobre la arena. Formaban un camino, formaban una línea. Una línea recta.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

#130 NUEVO ORDEN



El orden mundial hasta entonces conocido acabó con el nombramiento de un único presidente global. Muchos se disputaron este puesto, aunque la mayoría estaba convencida de que el ganador, el presidente Grant, conocido antes como Presidente de los Estados Unidos de América, saldría victorioso. Tenía sentido que el que fue presidente del país más poderoso del mundo se alzara con la corona, la llave o la batuta. Como se acordó, el resto de gobernantes reportarían directamente al poseedor del despacho oval. Y así sería durante los siguientes cuatro años hasta unas nuevas elecciones. La ley obligaba a los demás dirigentes a apoyar todas las iniciativas de las que el nuevo presidente global también tenía por ley obligación de informar a nivel mundial. Una de aquéllas fue la eliminación del concepto de telefonía móvil que hasta entonces se conocía. Todas las operadoras telefónicas debían de cambiar el concepto que reinaba hasta entonces por algo novedoso que se presentaría a concurso para decidir cuál era el que mejor se adaptaba a la intención de esta ley. La ley no pretendía un mero avance tecnológico, sino una mejora en la salud a nivel global. Si bien no todos los ciudadanos mundiales disponían de dispositivos móviles, sí se consideró que el concepto que se erradicaba perjudicaba en varios aspectos al usuario. Superado el mito de que las ondas producían cáncer, estudios de diversos equipos de diversos países habían llegado a la conclusión de que la fisionomía humana estaba evolucionando, y el homo erectus et sapiens-sapiens encorvaba su espalda y doblaba su cuello por el simple hecho de prestar atención a su dispositivo, lo que aparte de crear humanos más pequeños, en origen llevó a cuantioso expendio en tratamientos para dolores musculares y articulares. Muchos años costó llegar a un acuerdo global respecto a una tecnología que evitara esta descompensación y antilógica evolución. Pero se consiguió. El Presidente Grant ya hacía mucho que había dejado el poder global. Sus sucesores elegidos en las urnas prosiguieron esta labor, desde el Presidente Hong, de la antigua China, pasando por el Canciller Dinkelaker, de la antigua Alemania, hasta el dirigente al mando entonces Presidente  Manchado, de la antigua Argentina. Manchado comenzó una no pretendida guerra civil al decretar la prohibición total de los antiguos terminales.

En la antigua ciudad de Nashik, a pocas horas al noreste de Mumbai, existía la última fábrica ilegal de terminales antiguos y uno de los bastiones más fuertes de la guerrilla. Desde Nashik se fabricaba y distribuía a gran escala a nivel global. A pesar de que el Presidente Manchado se había deshecho de los principales líderes tecnológicos antagónicos a su mandato, nuevos sucesores se alzaban en las profundidades del submundo para dar continuidad al mercado de terminales y aplicaciones móviles de contrabando. Aunque Manchado creía haber acabado con la cúpula y los negocios de Apple, Samsung, Google, Facebook y Whatsapp, éstos resurgieron en la oscuridad para librar esa batalla y seguir dando a la humanidad lo que la humanidad demandaba. La nueva tecnología impuesta por los presidentes globales era buena, muy buena. Tal vez solucionara esos problemas que sirvieron de excusa para comenzar una nueva era de telecomunicaciones. Pero era muy cara, casi inaccesible a la mayoría de las personas. Por lo tanto, ni siquiera las ayudas económicas que el gobierno global dio sirvieron para cubrir la una sustitución total de tecnología. Imposible.

Ronald Atkinson, supervisor de la fábrica, estaba a punto de apretar el botón de final cambio de turno cuando escuchó un silbido constante que llegaba por encima del ruido de la maquinaria. Se asomó por la puerta, pero no le dio tiempo a mirar hacia el cielo. La pesada bomba impactó directamente sobre donde él se hallaba. Acabó con su vida y la de todos los trabajadores de la fábrica clandestina, la cual ardió durante días.

El presidente Manchado fue felicitado directamente en su despacho por el resto de dirigentes regionales. La guerrilla había sido sofocada y no tenía ya sentido que siguiera existiendo otra en cualquier otro lugar. Cuando dejaron al Presidente a solas, se sentó detrás de su mesa y se relajó. Abrió el cajón de abajo cerrado con llave, sacó su iPhone y, agachado y a escondidas, le envió un Whatsapp a su esposa: “Cariño, lo he conseguido. Te veo en unas horas.”





martes, 18 de noviembre de 2014

#129 EDIFICANDO



Crecían esplendorosos con el mar de fondo. Su desarrollo fue simultáneo, el uno al lado del otro desde que empezaron a venirse arriba. La brisa del mar les ofrecía un particular olor y les cubría con esa costra que hace el salitre en la capa exterior. Una rugosidad que no camuflaba sus texturas, su aspecto. El camino se hace al andar y el crecimiento particular con esmero y dedicación. Y ahí estaban, el uno al lado del otro. Compartían las caricias de quien quería verles llegar a lo más alto, de quien entregados les dedicaban su tiempo.

A veces venían las pausas. Por descanso o por planificación. Cualquiera de los dos era el preludio de un siguiente asalto, de un continuar creciendo. No se puede crecer cansado, hay que prestar los cinco sentidos a los impulsos que se dan en cualquier montaje. Y cómo no, tener en cuenta los diferentes vértices, los pesos, las aristas con las que nos encontraremos. Hay que planificar, aunque siempre paso a paso, nunca precipitarse pensando en un nivel al que todavía no hemos llegado.

Y ahí seguían, acompasados, próximos, desarrollándose en diferentes niveles, expandiéndose sobre una tierra firme, al menos por el momento. Y abarcando espacio en una suerte de colonización horizontal. La base era importante, tanto como la altura. Esta última te ofrece la belleza de las vistas, el impulso de los sentidos, la capacidad de disfrutar de lo que hay más allá. Pero la base te ofrece la estabilidad necesaria para gozar de aquello que tu vista podrá alcanzar, te ofrece los cimientos necesarios para que no se resquebrajen los pisos superiores.


Y entonces cuando ambos se enorgullecían de su aspecto, de su porte, de donde habían llegado, y antes de que la fina capa de agua empezara a erosionarles, llegó aquel balón, lanzado con precisión por un niño enfurecido, y redujo a escombros aquellos dos castillos de arena que tanto esfuerzo había costado levantar.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

#128 HORCHATERO



El comisario Galipienzo consideraba que había aguantado ya demasiado aquello. Eran muchos años en la unidad criminal de la comisaría del Distrito  de Comillas. Veinticinco sólo de comisario. Lo dicho, demasiados. Pero uno de los últimos había sido el detonante. Algo que nunca en su carrera le había afectado de aquella manera, minó aquel año. El caso del que se había responsabilizado entonces llegó a dar con su propia persona cara a cara, pistola en mano apuntando contra el criminal denominado por la prensa como El Horchatero, un tipo que, según se había dicho a los medios, helaba la sangre a cualquier interlocutor que tuviera una charla con él. Por lo que se comentó, y por lo que más aún en su detención y declaración el propio Galipienzo pudo comprobar, aquel hombre erizaba la nuca de cualquiera solamente con su pausado tono de voz. Jamás nadie le había visto elevar el volumen, ni siquiera cuando se le trató de poner al límite haciéndole autor de asuntos con los que se sabía que nunca había tenido nada que ver, solamente para comprobar sus reacciones y extrapolarlas a su caso. Además, el criminal resultó ser bastante particular por la imagen que daba con sus ropas blancas, nada elegantes, sino más bien estilo pintor con indumentaria nueva, y piel casi tan blanca como su atuendo, y fría, casi al borde de la congelación. Y su cara. En su cara redonda pero delgada resaltaban sus labios que sí aparentaban un rojo por el contraste con el resto, y sus ojos, cuando los mostraba, también inyectados en sangre, con los que no dudaba en mantener la mirada sin un parpadeo si era provocado a ello.

Aquel hombre, cuando el mismo inspector Galipienzo lo detuvo, acababa de actuar sobre su víctima número treinta y dos, y aún llevaba el cuchillo jamonero goteando sangre de la víctima en la mano. Jamás mató a ninguna. Tampoco las violó. A partir del gran número de atestados, declaraciones de víctimas y detenido, el comisario se hizo la imagen del sufrimiento que aquellas mujeres atacadas por El Horchatero habían sufrido y seguirían sufriendo el resto de sus vidas. Las amenazas de mutilaciones que a continuación se cumplían, cortes con el cuchillo jamonero al tiempo que acaricias con la otra mano, plasmaron en el cerebro de Galipienzo imágenes que ya estaban impresas en los ojos reales y vivos de aquellas que las padecieron. Algunas llegaron a suplicar su propia muerte tras verse delante de aquel frío manipulador en circunstancias humillantes, suplicando que el dolor acabara. Otras relataron que El Horchatero les había hecho saber que sus almas ya no descansarían ni vivas, ni muertas. Vivas, porque el destrozo físico de sus cuerpos estaría presente por siembre, ni una oreja, ni un dedo, ni una lengua volverían a crecer. Muertas, porque él mismo se suicidaría en cuanto tuviera oportunidad de hacerlo tras su detención y estaría esperándolas en el infierno para torturarlas durante toda la eternidad. Pero siempre mirándolas a los ojos y hablándolas al oído.


El comisario sabía que las víctimas que habían decidido mantenerse con vida seguían  años más tarde con pesadillas, orinándose encima al menor ruido, incluso algunas no habían vuelto aún a salir a la calle. La agorafobia era su día a día.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

#127 HISTORIA INACABADA



La mesa cojeaba. Me altera la facilidad que tienen las mesas de las cafeterías para que no te sientas del todo cómodo. Siempre he pensado que está hecho a posta para que no estés mucho tiempo sentado y dejes sitio para otros clientes. Soy muy fan de las teorías de la conspiración. Lo apunto en la servilleta que tengo al lado del platito sobre el que descansa mi café con leche a temperatura de magma volcánico. Llevo cuatro frases escritas y no consigo hilarlas para escribir mi pequeño relato.

Fijo la mirada en el charco de café que se ha formado en el plato, consecuencia del cojeo de la mesa. Si tienen mesas que cojean deberían llenar menos los vasos. No sé si es dejadez. Lo apunto. Cinco frases. Aún no tengo hilo conductor.

Debería haberme puesto en la barra. Pero la barra la habitan unos señores con camisa blanca, bien entrados en edad, de esos que no sienten ninguna necesidad de ser amables con los clientes. Saben que volveremos a entrar a escuchar sus secos buenos días, a beber de sus vasos desbordantes en una mesa que cojea. Somos muy de costumbres fijas. Da igual que nos traten mal que repetimos. Es una especie de vena mártir que nos atenaza. Vena mártir que nos atenaza. Me gusta. Lo apunto. Siete frases.

Prefiero la mesa. Así no se me sienta nadie al lado. Además, el ser simpático de la barra no hace más que pasar una bayeta para limpiar y hace que los clientes levanten los platos del café. Así que el charco termina por formarse igualmente. Ningún pulso consigue que el negruzco café deje de desbordarse. Ya lo he dicho. Llenan mucho los vasos. Además me da mucho asco volverme a apoyar en la barra tras el paso de la bayeta. Deberían prohibir el uso de esos trapos. Son un cúmulo de bacterias que deja unas marcas mates en la barra. Son un nido de gérmenes. Los gérmenes no gustan. A veces los humanos tampoco. Lo apunto. Ocho frases y la servilleta llegando a su fin. Si no consigo hilvanar cada una de ellas me las llevaré a casa y les daré una vuelta. Estoy contento con las frases de hoy. Pero les faltan las muescas que hacen que todo encaje. Y sin muescas son frases inconexas. Bien podría servir para una canción de Sabina. Pero no para un relato.

Definitivamente tendré que seguir en casa. No soporto más el balanceo de la mesa. Si me apoyo se va para un lado, si me incorporo para el otro. El magma volcánico empieza a dejarse beber. Lo hago sin levantar el vaso, apoyando los labios sobre el cristal con todo el cuerpo echado para adelante. Toco el vaso. Creo que puedo levantarlo sin acudir después a urgencias con quemaduras de tercer grado en las yemas de los dedos.
El charco de café del plato ha dejado restos en el fondo del vaso. Por fuera. Según lo levanto un chorro de líquido pardo se desparrama sobre la servilleta haciendo correr toda la tinta de la pluma que dio forma a las frases. Mis frases que tanto me gustaban. Ya no están. Ni para Sabina ni para relatos.


Blasfemo, pago y me voy. No sin antes tirar la servilleta a la papelera y rumiar un desagradable hasta luego al ser de la barra.

miércoles, 29 de octubre de 2014

#126 QUERIDA LAURA

Querida Laura



No dormía todavía. ¿Y tú? Para ser honesto te diré que no podía permitirme dejar la mano metida entre las sábanas y ver rodar mi cabeza por la almohada mientras pensaba en ti. Me he levantado y, tras dudarlo un rato, he encendido la triste bombilla que hay sobre mi mesa y he cogido un lápiz. Ya me conoces, no puedo dejarlo para otro momento si me atormenta ahora lo que sea que me atormente. La profundidad amarilla de los cuarenta vatios sobre el papel me ha transportado rápidamente hasta ti. Sé que tenemos cinco horas de diferencia y siete de viaje en avión, quince en coche (si no hay mucho tráfico) e infinitas en barco porque no hay mar ni aquí ni allí, pero te prometo que cogeré uno en cuanto lo pongan. Lo de las horas de viaje lo he leído en una revista. Bueno, casi todo, porque lo del barco no lo dice, eso lo he inventado yo. En otro artículo habla de cómo han cambiado los tiempos. Dice (esto te gustará) que ahora las mujeres sois capaces de hacer cualquier trabajo, y que sí que valen las mujeres para la mecánica y para el ejército y esas cosas que hacíamos sólo los hombres. Yo me he reído mucho, sin parar. Mis compañeros me miraban mientras se preguntaban qué estaría leyendo tan divertido, pero no saben que era por las fotos. En ellas salían mujeres con uniformes de distintas profesiones y quedaba muy divertido. Yasid, mi compañero árabe, se ha acercado a leer el artículo conmigo, pero a él no le ha parecido tan divertido. He tenido la oportunidad de hablar con un par de árabes y a veces pienso que el cómo ellos ven en general las cosas es más profundo que a cómo las vemos nosotros. Sin embargo, hoy no estoy de acuerdo con él. Sostiene que tenemos una relación del todo inconsciente con la vida y la religión. No termino de verlo igual que él. Creo que es bastante machista. Siempre me habla de su familia, pero omite a cualquier mujer, como si ellas no tuvieran importancia, y de su compañero de trabajo, socio masculino, por supuesto. Para mí, le digo, es mucho mas interesante pensar que las mujeres tienen la misma importancia que los hombres, más enriquecedor. Le hablo de La Célebre Granjera sin decirle que se trata de nuestra madre, y que todo el mundo en el estado de Kentucky la conoce por ese nombre, incluso el grupo ése de coristas mantenidas envidiosas de Alabama, que no saben más que aullar creyendo que cantan, y que todo el mundo sabe cómo se gastan tanta cantidad del dinero que ahorran las sucias de ellas.

Háblame de ti, Laura, por favor. Hace mucho que no me cuentas cómo estás ni en qué inviertes el tiempo. Dime cómo está La Granjera y por qué ya no viene a visitarme al hospital. ¿Sigue enfadada conmigo? La última vez, aprovechando la presencia de uno de los enfermeros, se libró de que le pegara un puñetazo. Pero dile, aunque yo ya lo he hecho por carta, que a veces siento rabia por estar aquí recluido y rodeado de toxicómanos. Yo no soy como ellos, yo ya estoy limpio. Pero nos tratan a todos igual, como peones en un juego de ajedrez viejo. Ya nadie quiere jugar con nosotros. Cuéntame cómo van tus estudios –no los dejes, te harán libre. Espero noticias tuyas. Pronto.

Con cariño,


Charly.

miércoles, 22 de octubre de 2014

#125 PEDAGOGÍA



De siempre había visto esos libros en casa de mis padres. Cuando era pequeño los ojeaba sentado en el suelo del salón, y con ellos aprendí casi todo lo que necesitaba saber de la vida. Estaban entre los libros de filosofía de mi padre. Y pequeñas lengüetas de colores señalaban las páginas que mi progenitor había considerado más importantes.

Los he marcado para que los leyeras cuando tuvieras edad me decía.

Pero antes de que tuviera esa edad que mi padre había presagiado, me sabía las frases de memoria, y mi concepto de la vida y la justicia distaban mucho de las inquietudes que almacenaban los pequeños cuerpos de mis congéneres. Había desarrollado una conciencia crítica propia de los adultos, pero en la mente de un niño. Y de alguna manera ya había comprendido que era precisamente eso lo que aquellas viñetas querían transmitir. Que había que mirar la vida desde los ojos infantiles. Al leerlos tan joven me convertí en precavido, escéptico y crítico. Y a medida que iba cumpliendo años me generó compromiso y conciencia social. Pero nunca deje de leer aquellas frases, aquellas reflexiones que mis padres con mucho acierto guardaban entre los clásicos de la filosofía universal.


Cuando ya fui mayor y tuve mi casa y mi propio hijo no seguí el ejemplo que me habían dado mis padres. También tenía aquellos volúmenes y también los tenía en un lugar privilegiado en el salón, con sus postits marcando las páginas que no quería que mi hijo dejara de leer. Pero yo no los guardaba con los Sócrates, Platones y demás eruditos. Yo tenía los libros de Mafalda con mis cuadernos de pedagogía de la facultad. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

#124 HASTA QUE LA MUERTE OS SEPARE



Faltaba una semana para la boda y los amigos de Juan estaban ya todos juntos en la puerta de su casa. En la calle hacía frío y parecía que iba a llover.

―¿Está todo listo? ―preguntaba Pepe en voz baja.

―Sí, llama ya a la puerta.

Juan abrió y de inmediato fue empujado para dentro por todo el grupo. En media hora, entre cerveza y risas, disfrazaron a Juan de vampiro y salieron a la calle. No había empezado a llover, pero una ligera niebla comenzaba a caer. Juan no sabía que sus amigos le iban a preparar una despedida de soltero. De hecho, él se lo había prohibido. Pero claro, una vez que toda la pandilla se había plantado en casa con evidentes planes de juerga, no había podido negarse y cortarles el rollo. Pararon en un par de bares a calentar el ambiente y el cuerpo con unas copas. Pedro se puso de pie en una silla, hizo callar al grupo y comenzó una perorata de las suyas en las que hacía alusión al matrimonio y la pérdida de libertad.

―… y así hasta que la muerte os separe ―concluyó.

―Y ya veremos si la muerte me libera o no de verdad ―bromeó Juan.

Pedro se puso serio y añadió:

―Pues eso yo sé a quién hay que preguntárselo ―el grupo le miraba esperando que terminara―. A los propios muertos.

Animados por el que comenzaba a ser exceso de alcohol y por las palabras de Pedro, el grupo se dirigió entre bromas hacia el cementerio del pueblo. La niebla comenzaba a ser ya espesa y les empapaba la cara y la ropa. Por el camino, cada uno fue contando historias de miedo siempre relacionadas con muertos y cuerpos que habían vuelto a la vida para vengarse de sus enemigos. Era famosa en el pueblo la leyenda de Don Lorenzo, alcalde que había acabado con la vida de su esposa en 1818 para quedarse con las riquezas de aquélla, y al que más tarde habían hallado muerto en su casa aplastado por sacos llenos del dinero que había heredado. Contaba la leyenda que, cuando le fueron a enterrar junto a su esposa, encontraron la tumba de ella abierta. De ahí, los cuentistas e imaginarios llegaron a la conclusión de que la difunta se había levantado para hacer una visita a su marido y entregarle personalmente toda la herencia… de golpe. Todo el grupo comentó ésta y otras historias similares. Cuando llegaron a la puerta del cementerio, la encontraron cerrada con candado. La mayoría se desanimó y empezó a mostrar cansancio y frío para volver. Pero Pedro no escuchó las palabras de sus compañeros y hábilmente saltó por la pared hasta llegar al otro lado y fue animando a los demás a hacer lo mismo. Cuando ya estaban todos dentro, Pedro les condujo hasta el histórico panteón donde descansaban Don Lorenzo y su mujer.

―No hay mejor sitio para hablar con los muertos, ¿verdad? Tengo una idea: juguemos un escondite.

Todos aceptaron la idea de buen grado. El marco era sin duda incomparable, y por ser la noche de la despedida de Juan, a éste le tocó contar hasta cien y buscar al resto del grupo. Juan se apoyó en una de las columnas del panteón de Don Lorenzo para comenzar la cuenta atrás. Los demás se dispersaron por todo el cementerio para buscar sitio donde esconderse. Cuando Juan terminó de contar, se dio la vuelta. La niebla se había hecho con el cementerio y no era posible ver más allá de diez metros a pesar de la pobre iluminación consistente en farolas dispuestas a lo largo de los distintos caminos entre las tumbas. A Juan le dio un escalofrío al verse completamente solo. Todo estaba en silencio y su respiración se hacía más fuerte. Era consciente de que los ojos de sus amigos le observaban desde distintos escondrijos, y no le gustó la sensación. Quién sabe, pensaba, si algún par de ojos son de algún inquilino de por aquí. Comenzó a caminar y era incapaz de concentrarse en el juego cada vez que tropezaba con una piedra, un árbol o una losa. Al cabo de lo que calculó serían unos quince minutos de búsqueda sin éxito, el corazón empezó a latirle más rápido pensando en que sus amigos, tal vez por gastarle una broma el día de su despedida, le habían dejado solo en el cementerio y se habían largado a esperarle en el bar tomando unos tragos y mientras se reían de él. Intentó afinar el oído, pero no había manera. Sólo se oían los latidos. De pronto notó como le agarraban fuerte del hombro. Su reacción fue instantánea: comenzó a gritar de pánico y cayó al suelo temblando con cara de haber visto un fantasma. Se giró instintivamente e identificó los rostros de Don Lorenzo y su esposa mirándole a los ojos.


Años después, sus amigos narraban los hechos aún con intriga, lo único que sabían era que cuando Pedro tocó el hombro a Juan en el cementerio, éste cayó gritando. Desde entonces Juan deliraba pese a la medicación. 

miércoles, 8 de octubre de 2014

#123 EXPIACIÓN



El otoño se estaba abriendo paso en la ciudad. Durante unos minutos José Miguel Álvarez Chapín se había olvidado del puñado de monedas que llevaba sujetas en la mano derecha. Miró hacia arriba para darse cuenta de que el subconsciente le había llevado hasta el parque de las Palomas. Se sentó en un banco y miró los árboles a su alrededor. El abanico de colores del momento le inundó los ojos. Aún quedaban bastantes hojas verdes, algunas ramas se habían poblado completamente de amarillo. La estación no iba a detener su proceso. Y aunque pronto, algunos ejemplares mostraban sus adornos todos ya marrones. El suelo aún no estaba poblado como lo estaría, pero era agradable ver cómo aquí y allá habían caído los días de insoportable calor. No hacía frío. Al contrario, le sobraban grados aún a la época. Las lluvias de los días anteriores no habían refrescado demasiado. Ya cambiaría. Ya llegaría el momento de los rojos, pardos, marrones oscuros. Ya llegaría el momento en el que todas aquellas hojas no aguantaran más en sus ramas y partieran para no volver a colgarse en ellas. La Plaza de España se llenaría de ellas y los niños jugarían a amontonarlas, pisarlas y esparcirlas. Y vendría el viento, el frío. Claro, que en Sevilla tampoco es que fuera a nevar. Algún año lo hizo, pero no lo suficiente como para refrescar y renovar el aire del todo. Eso nunca pasaría. Eso pensaba José Miguel.

Y volvió la vista a su mano que permanecía cerrada en un puño. Y se imaginó los puños de aquellos que no podían cerrarlos por la cantidad de billetes amontonados que tendrían. Puños, bolsillos y carteras. Y cuentas en paraísos fiscales. Puños de manos de aquellos a los que no les temblaba el pulso a la hora de pedir. ¡Qué pedir! ¡Exigir! Exigir que se les diera lo que les correspondía. Lo que les correspondía por hacer su trabajo. Vio a su izquierda un empleado de la empresa privada que gestionaba el mantenimiento del parque, empresa de la que, casualmente el director era cuñado del alcalde. Y eso era lo de menos. Las noticias en la televisión y en los periódicos estaban cada día plagadas de ejemplos en los que Menganito le había pagado a Cetanito nosecuantísimos miles de euros para poder disponer de unos privilegios con los que se beneficiaría econonómicamente él y el resto de su familia por los siglos de los siglos. Sueldos vitalicios de políticos que habían acabado ellos mismos con sus carreras que ascendían a sumas obscenas y que eran publicadas sin ningún pudor, lo cual hacía pensar en cuál sería la cantidad real de lo público más lo privado. Automóviles de lujo para cargos de personalidades empleados del estado, con sueldos pagados por el estado, por los ciudadanos, que utilizaban sus esposas para llevar a los niños al colegio privado bilingüe de más prestigio del lugar. Directivos de banca que admitían cobrar sobresueldos, argumentando que sus jefes cobraban sobresueldos mayores. Empresarios encarcelados que exigían a los jueces que desbloquearan las cuentas de los bancos donde tenían el dinero robado para pagar las multas y las fianzas que los habían metido en procesos por haber robado ese mismo dinero. Escandaloso. Cientos, miles de individuos que diariamente se lo estaban llevando crudo. Robando con total impunidad el dinero de sus acreedores y de sus empleados a los que luego pondrían de patitas en la calle por falta de liquidez en las empresas. Esposas que bajo la pancarta “yo no sé nada de lo que hace mi marido” lucían vestidos, coches, joyas y viviendas impagables.


José Miguel Álvarez Chapín se dijo que no sería jamás uno de aquellos. Firme en su decisión, hizo pedazos la barra de pan que había comprado y la arrojó al suelo con la intención de que las palomas que daban nombre al parque, junto con el resto de pájaros y demás seres vivos se alimentaran. Y sabiendo que eso no expiaría su pecado, se encaminó a la panadería de la calle Las Cruzadas a devolver a la panadera los cinco céntimos de más que le había dado de cambio.

miércoles, 1 de octubre de 2014

#122 FUGA



No la cogerían fácilmente. Consiguió escurrirse entre los dedos de ese ser amenazante que hasta babeaba pensando en su presa. Qué poco disimulo, qué forma de abusar de las que eran más pequeñas. Al zafarse de su perseguidor cayó en la mesa por donde rodó hasta detenerse. Era sólo un lance, la batalla continuaba. Esas enormes manos volvían a cernirse sobre ella y ésta, aturdida, no sabía hacia donde escapar. Todo eran obstáculos y por otro lado le sabía mal irse sin las demás.

Parecía mentira. Una vez alcanzaba una edad, siempre vivían amenazadas con ser devoradas por aquellos seres. Las valoraban. Cierto. ¿Pero de qué servía esa valoración si el final era inevitablemente tan cruel? Y en el caso de la fugitiva que nos ocupa, aquel horrible olor a pescado. Ella que nació tan lejos del mar, en los campos de Andalucía, ahora se veía condenada a vivir impregnada en olor a lonja.

Una leve inclinación en la mesa la permitió posicionarse bajo un techado que la ocultaba de su perseguidor. Y esperó. Triste espera mientras observaba cómo sus compañeras caían una tras otra en ese festín improvisado en el que aquellos seres inmundos, ajenos a sus sentimientos, festejaban, celebraban y se saciaban a su costa.


Y pasó. Fue de manera imprevista, pero unos dedos la cogieron, apretando su costado, haciendo casi rebosar su relleno maloliente. Para terminar como terminaban sus vidas, esas vidas pausadas y tranquilas de pequeñas, respirando airé puro. Vareadas al llegar a la madurez. Unas exprimidas hasta morir y otras haciendo las veces de aperitivo. Qué dura era la vida de una aceituna.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

#121 UN BOTELLÍN



Me senté en la mesa del fondo con mi vaso de vermut. Hoy no quería una cerveza, necesitaba sentirme mayor. Por eso leía el periódico en papel, el de toda la vida. El que me dejaba las yemas de los dedos negras por el roce con la tinta. Me gustaba verme los dedos oscurecidos por el periódico, como tiñen los recuerdos de algo que pasó, y quieras o no leerlo, está ahí. Y después se almacena en nuestra particular hemeroteca, con las marcas que le hicimos al escribirlo.

En la barra un grupo de adolescentes daba cuenta de unos botellines. Reían, hablaban, se empujaban. Estaban a gusto, y sin embargo no les envidiaba. “Los golpes que os va a dar la vida y vosotros ahí de cachondeo” pensaba. Pasaba el dedo por las imágenes del diario, en una suerte de atajo hacia el tiznado de mis yemas. Hacía trampa para acelerar el recuerdo de mis propios fotogramas. Y los chicos seguían con sus cosas. Realmente se les veía disfrutar todos a una. Todos no. Un chico y una chica se mantenían ligeramente apartados del grupo. Hablaban con más distancia y sus miradas se esquivaban cuando confluían en lo que se querían decir y no terminaban de decirse. Cada poco tiempo se veían obligados a intervenir en la conversación del grupo, de manera fugaz, con el propósito de volver a situarse en aquellos dos balcones imaginarios desde los que mirarse.

Cerré el periódico y apuré el vermut. Empezaba a amainar en mi particular hábitat. Estaban los dos con ganas de hacer algo que no sé si llegarían a hacer jamás. Estaban diciéndose más cosas con aquella conversación frágil que sus amigos a voces y risotadas. Y sin embargo eran capaces los dos de mantener unos breves silencios que retumbaban en mi pecho. Empezaron todos a pagar sus cuentas. Se ve que tendría que volver a mi lectura y mis recuerdos, emborronados por la distopía amarga de querer sentirme mayor para cruzar una meta que no sabía situar.


Y ocurrió. El chico le acercó a ella su botellín para que apurara el último sorbo. La adolescencia era eso, ser capaz de agotar hasta el último aliento en una batalla, aunque estuviera perdida de antemano.  A mi edad ya más que aliento eran jadeos, respiraciones estudiadas para llegar a un fin. Ella extendió su mano para coger el botellín y pude observar, privilegiado yo, el gesto, cómo situó deliberadamente su mano sobre la del chico y prolongó el momento de hacerse con el botellín en una suave caricia mientras se miraban para finalmente llevarse ese último aliento a la boca. Y salieron ambos con una fina sonrisa, sin tocarse, sin mirarse, pero sabiendo ambos que si querían darle a la vida en toda la cara, si querían gritarle al destino que le fueran dando con sus augurios, golpes y peligros, si querían pintar de todos los colores las nubes que les arreciarían, debían lanzarse a ese vacío tan inhóspito como maravilloso y jugársela a una carta. Quise pensar que lo harían. Y me pedí un botellín.

martes, 16 de septiembre de 2014

#120 CAMPANAS



¡Donnnnnnnnng!

Durante muchos años Gabriel y él habían subido juntos al campanario varias veces al día. Gabriel le contaba que su padre lo había hecho antes que él. Y su abuelo antes que su padre. Y ambos le habían enseñado la profesión. Y como Gabriel nunca tuvo descendencia le eligió a él para ser su ayudante y alumno en aquella importante misión. Así se lo hacía saber cada día.

―Las campanas son la comunicación en el pueblo ―le decía―. Aunque ya no es lo mismo.

¡Donnnnnnnnng!

―Hace muchos años, cuando sólo había dos relojes de sol, dábamos también las horas. ¿Tú sabes lo importante que era para los hombres que salían del pueblo a faenar en el campo o con el ganado? Y cuando anochecía o había niebla espesa éramos el faro que guiaba a los que andaban perdidos. Pero con los avances tecnológicos perdimos importancia. Un día instalaron ese mecanismo que dio las horas por nosotros. Para facilitarnos la labor, dijeron. Nos hemos echado perder, hijo.

¡Donnnnnnnnng!

El rápido repicar de mi primer día que tocamos a rebato me puso muy nervioso. Gabriel entró corriendo a mi casa y, sin mediar palabra con mis padres, me agarró del brazo y salimos a toda velocidad a la iglesia. Hacía mucho aire y en el campanario parecía que manteníamos una pelea real contra él. Gabriel señaló un punto en el horizonte. Una columna de humo se alzaba hacia el cielo.

―¿Lo ves? ¡Fuego! Tenemos que avisar a todo el mundo.

No fue la única vez. Pero cada alarma que enviamos nos subía la adrenalina y el corazón se nos salía por la boca por la urgencia del momento. ¿Sabría localizar la gente dónde estaba el origen? ¿Llegarían a tiempo?

¡Donnnnnnnnng!

―Chico: a concejo.

Los dos sabíamos que, a pesar de que debía ser un toque rápido y corto, el alcalde nos lo haría repetir dos o tres veces. Todos identificaban perfectamente la llamada. Pero la gente se demoraba. El alcalde tenía por costumbre hacer concejo los sábados después de la comida y pocos acudían a la primera. Bien podía pasar casi una hora desde la primera llamada hasta que el alcalde daba por buena la escasa presencia de vecinos reunidos el pórtico de la iglesia. La mayoría de las veces, los vecinos ya sabían qué se iba a tratar y por eso decidían si acudían o se quedaban echando la siesta, según les tocara el asunto.

¡Donnnnnnnnng!

―Aquí no ha pasado nunca ―me contaba Gabriel―. Sólo en Semana Santa y eso. Pero en los pueblos que tienen muchas iglesias y conventos de monjas, eso debe de ser una fiesta diaria. Que si maitines, el Angelus… Me han contando que en aquellos sitios hacen lo que llaman dormir las campanas. Y bailarlas. O algo así. Unos mozos se cuelgan de ellas mientras las voltean haciendo piruetas. Mucho modernismo. Creo que más de uno ha acabado cayendo en centro de la plaza al perder el equilibrio y ser golpeado por el yugo o, peor, por los quinientos kilos en pleno giro.

¡Donnnnnnnnng!

Ése día subí yo solo. Gabriel no me acompañó. El cura y mi madre dieron el consentimiento para que con mis nueve años me encargara por mi cuenta de aquel mensaje al pueblo. Gabriel me había contado que en las iglesias que tenían dos o más campanas se alternaban en ese caso una macho y otra hembra. Nosotros nos conformábamos con la nuestra y no alternábamos, lógicamente.

―Por ti, maestro.

Agarré el cabo que teníamos atado al badajo y comencé a clamor. Lento. Sentido. En mi boca las palabras que Gabriel recitaba cuando tocábamos a muerto, pero esta vez para él:

¿Por quién doblan las campanas?
Justo final madurado
trae consigo el finado.
Triste vida tarambana.

¡Dong! ¡Donnnnnnnng!



martes, 9 de septiembre de 2014

#119 UNA NUEVA VIDA



Fue palparse el pecho y sentir la sangre empapando la camisa, cuando se dio cuenta que efectivamente el día no había ido bien. Le costaba respirar y decidió hacer memoria de lo que había transcurrido desde por la mañana. Total, estaba visto que la vida entera no iba a pasar por delante de sus ojos. Llevaba un rato en esa posición cada vez más encharcado en sangre y nada. Así que hizo el esfuerzo.

Se había despertado a las siete y en vez de desayunar esos cereales multivitamínicos que a uno le entran ganas de fumárselos en vez de ingerirlos con tanta cosa que llevan, se hizo unos huevos fritos con chistorra. Vale, el doctor ése de la tele no estaría orgulloso de él, pero a cada trozo de pan mojado en la yema, con esos churretones amarillos que le quedaban en la perilla se decía a sí mismo que aquel día empezaba una nueva vida. Irónico dadas las circunstancias. A la postre la nueva vida iba a ser breve.

Había salido a la calle con un refresco de cola en la mano, lo que atrajo las miradas de los soñolientos compañeros de parada de autobús. Pero a él le daba igual, con sus vaqueros y su camiseta de los Rolling. Habían sido muchos años de traje y corbata, de zapatos lustrosos y de viaje a la oficina en su Mercedes SLK. Y ya había reventado. Más o menos como reventarían sus arterias si desde ese día desayunaba lo que serviría de almuerzo a una cuadrilla de albañiles. Dejó el trabajo en la oficina, dejó a su mujer –aparentemente podía no tener relación, pero ella había sido fagocitada por ese mundo de lujos, brunches, partidas de bridge y meriendas con señoras idiotas que no sabían de nada más que hacerse pedazos las unas a las otras en cuanto se percataban de su ausencia- y se dijo que iba a vivir como un tipo normal. Así, a lo loco. Se alquiló un apartamento cutre en el extrarradio dejando a la tonta del bote de su pijísima esposa el ático dúplex del barrio de Salamanca.

Ese día empezaba su primer día de nueva vida. Breve, cierto, pero no dejaba de ser el primero. En pocos días había conseguido un trabajo en una nave de una empresa cárnica. Todo el día metido en cámaras gigantes despiezando y envasando trozos de carne para el consumidor final, que siempre tenía que quedar satisfecho. O eso dijo el señor raro que le hizo la entrevista. Pero se ve que la indumentaria, exageradamente poco favorecedora que se había puesto, ayudaron a que consiguiera el trabajo.

Y sí, vale. El barrio era violento, ya se lo habían advertido. Él, acostumbrado a su casa videovigilada, a su garaje al que sólo le faltaba una alambrada de espino en la entrada y una gorra de las SS al de seguridad, se estremeció un poco cuando le dijeron que el piso era así de barato porque los dos inquilinos anteriores habían muerto en sendos asaltos a la casa. Pero tampoco era para tanto. O eso creía. Dadas las circunstancias en las que se encontraba en ese preciso instante era posible, y sólo posible, que hubiera calibrado mal el peligro real.

Se había montado en el autobús y había encontrado espacio entre dos tipos de camisa sin mangas. ¡Qué asco le daba el roce de la piel ajena en el transporte público! Pero ¿era posible sudar tanto a esas horas? Igual conservaban el sudor de días anteriores. Tentado estuvo de preguntárselo, pero por la cara que gastaban ambos y esos tatuajes indescriptibles sobre la muerte y demás versos poéticos, descartó esa opción. El trayecto hasta la nave había durado apenas hora y media. No era para tanto, un mal atasco en su Mercedes SLK le habría llevado lo mismo. Con su tapicería de piel, el aire acondicionado y el CD puesto, cierto. Pero en el autobús podía escuchar simultáneamente la música de todo el pasaje  y pese al sudor de sus vecinos de viaje, el aire estaba puesto. Y con chófer que iban.

Fue entrar por la puerta de la nave y ser recibido por un compañero, que le tildó de “¡eh, tú, el nuevo!”. No le dejó ni presentarse. Le lanzó una bata blanca y una redecilla para la cabeza. La última que vio una así la usaba su abuela para no despeinarse por la noche. Si le hubieran visto sus ex compañeros de trabajo hubiera sido el hazmerreír de todo el bufete. Sin embargo, ese primer compañero era el que, con una cara entre la pena y la lástima, incluso más allá de la lástima creyó deducir, le observaba mientras su recién estrenada bata blanca se teñía de sangre. Y murmuraba “pues sí que nos ha durao poco el nuevo”.

Y sí. Duré poco. No fue una bala perdida caminando por el barrio de noche. Ni una caída en el baño asqueroso que tenía el habitáculo en el que vivía. No, ahí estaba yo, tendido en el suelo con el metálico olor a sangre. Me habían advertido que las sierras de despiece eran muy peligrosas, que había que usar guantes de red metálica, y gafas de ésas como de laboratorio. Y yo, fiel cumplidor de las normas, me había calzado toda aquella parafernalia antes de empezar a trocear un carnero. No se me dio mal lo de la sierra. Quizás fueron las botas de goma, no sé. Pero ahora que yacía tendido en el suelo, con ochenta y cinco kilos de magro de cerdo sangrándome encima reconozco que sí que eché de menos mi vida anterior. O una nueva vida, diferente a la caduca nueva vida que había vivido fulgurantemente aquella jornada. Sobre todo cuando adiviné entre la apnea, la sangre y la vergüenza, que se acercaba el señor que me había hecho la entrevista mientras espetaba un “¡a ver qué coño ha hecho el nuevo!”. Entonces llegaron las risas de mis compañeros. Anda que me ayudaron los cabrones. Se ve que no era lástima lo que sentían.

Mi nueva vida ya si eso empezaría mañana.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

#118 OTRO MOMENTO



La relación de Carlos y Ana siempre se había basado en la pasión desenfrenada y el sexo desatado a veces, incluso, irrespetuoso. Aquella relación no duró mucho, aunque a ambos les quedó la sensación de que ese tiempo fue demasiado. Demasiado intenso, demasiado dependiente y demasiado doloroso. Cuando al fin rompieron y tuvieron tiempo para ellos mismos, los dos prácticamente llegaron a la misma conclusión: le habían dedicado tanta energía a la conservación de aquella relación, que no prestaron atención ni al otro ni a sí mismos. En aquel periodo llegaron a conocer la manera de satisfacer y satisfacerse, pero no sabían la comida preferida del otro. Supieron llegar a un clímax como nunca lo habían hecho, pero nunca supieron realmente en qué trabajaba el otro. Habrían sabido describir con los ojos cerrados el cuerpo desnudo del otro, pero no habrían acertado con el número de hermanos de cada uno. Y hasta que no pasaron por el dolor de la propia relación y luego el de la ruptura, no supieron hasta qué punto se habían perdido el respeto el uno al otro y a sí mismos. Y no fue inmediatamente, sino con el paso de los meses, incluso los años. Ninguno de los dos se habría imaginado que, al volver a verse cara a cara de nuevo por casualidad, lo primero que surgiría de ambos fue lo que jamás hicieron cuando estuvieron antes tan cerca: un largo, tierno y sentido abrazo.

Carlos iba caminando por el paseo de la playa con un grupo de amigos en dirección al puerto, y Ana volvía del puerto camino de la arena con su respectivo grupo de amigas. Un paseo agradable, pues aquella noche de verano no era especialmente calurosa. Habían pasado nueve años desde que se vieran por última vez, momento en el que habían tenido su última discusión, momento de la separación. A Carlos le dio un vuelco el corazón al ver a Ana. Ana levantó la vista como si hubiera sentido la llamada de Carlos y se quedó parada en el paseo. Sonrieron con sinceridad, se acercaron el uno al otro, se miraron a los ojos unos segundos y, finalmente, se abrazaron. Y así permanecieron unos minutos, obviando a sus amigos y obviando el pasado.

―¿Tomamos tú y yo algo? ―propuso Carlos.

―Sí ―contestó Ana casi sin dejarle terminar la pregunta.

Durante unas cuántas horas se fueron poniendo al día. Se contaron cosas que habían pasado durante aquellos nueve años, pero también se contaron cosas anteriores, cosas que eran de cuando estuvieron juntos, e incluso anteriores aún. Pero ninguno hizo hincapié en eso ni fue rencoroso, sino todo lo contrario. Ambos condescendieron y se mostraron mucho más maduros. Ambos pusieron real interés por conocer cómo le habían ido las cosas al otro. Ana le contó que después de varios intentos fue aceptada en la facultad de Bellas Artes. Carlos había montado un taller y una tienda de motos y le iba bien. Ana estuvo saliendo con un chico más joven que ella que también estudiaba Bellas Artes, pero lo dejaron pronto porque él se emborrachaba demasiado y hacía y decía demasiadas estupideces. Tenía la cabeza vacía y el corazón frío, matizó Ana. Carlos no había tenido ninguna novia. Sí, ligues de una noche, pero nada importante. Nunca nada como tú, dijo. Y Ana se ruborizó y desvió la mirada. Se acercó a él y le puso la cabeza en el hombro. Quiero hacer el amor contigo. Confieso que es algo que he echado de menos. Carlos le acarició el pelo. Ambos se levantaron y se fueron a casa de Carlos. El mismo lugar, pero distintas sensaciones.


Hicieron el amor despacio, como si fueran figuras de cristal que temieran romper. Cuando Carlos acompañó a Ana a casa, se despidieron sin palabras. Mejor así, pensaron ambos. Así podremos retomar tranquilamente nuestro verdadero momento, pensó Ana. Así no nos haremos más daño cuando no nos volvamos a ver, pensó Carlos caminando de vuelta.

miércoles, 27 de agosto de 2014

#117 ES LO QUE YO CREO. O LOS DOS



No sabía si lo era. Toda la vida creyendo serlo y al final iba a resultar que era lo que creía ser. Si seguía en esta línea me iba a reventar la cabeza. Siempre fui más de conversación liviana. Lo cierto es que ahora no conversaba con nadie. O quizás sí. Conmigo mismo, que al final resultaba ser otro. Osea dos. ¿O uno con un ser particionado como los discos duros? Vaya gilipollez. Decido ser dos. Muy parecidos por cierto, no por ser iguales sino por ser uno la aspiración del otro.

Y ahí me encuentro, conversando. No sé si pedirme una caña o dos. O a pares, porque menudo filón que ha encontrado mi cabeza para hacer cabriolas. Lo que me faltaba. Por si no centrifugaba a unas revoluciones superiores a las que un ser humano sano podía tolerar, ahora añado una perla. O dos.

¿Me bastaba aspirar a ser lo que deseaba ser sólo para sentirme a gusto conmigo mismo? Sonaba un poco a tener más cara que espalda. Los contratos se cumplen, si no no se firman. Pero en fin, que las contradicciones de uno siempre hacen que la realidad sea un poco más llevadera. Lo cierto es que si ahora tenía que asumir las dos realidades, no sé cómo iban a encajar ahí las contradicciones. Igual podía generar unas nuevas o duplicar las antiguas. Pero es que ya tenía unas cuantas, creo que la mejor opción sería compartirlas.

Cuando descubrí que no era lo que creía ser sino sólo una aspiración de serlo, lo llevé en secreto. Sí. Me daba como no sé qué. Algunos podían pensar que no era sino una justificación de mi fracaso vital, y otros simplemente pensar que estaba como una regadera. Me gusta regar. Pero no tengo regadera. Soy más de utilizar el vaso en el que me sirvo la cerveza en casa. Así mi ficus y yo compartimos menaje. Pero bueno, que me voy del asunto. Y tengo a mi otro recién estrenado yo esperando una solución.

Porque él es el bueno. Es el que yo debiera ser y sin embargo no soy. Es el íntegro de moral intachable, el padre amoroso y el amigo leal. Él es todo lo que yo deseaba ser. No, peor que eso. Él es todo lo que yo pensaba que estaba siendo a lo largo de mi vida. Y ahora descubro que no. Que es una especie de holograma que habita en mí. Que digo yo que si habita en mí es porqué yo le habré invitado. No sé, es todo muy confuso aún. Es como meter a un desconocido en casa, pero tener la sensación de conocerle de antes, y encima que te dé una envidia que te cagas su forma de ser.

Dicen que pienso demasiado. Que no hay que dar tantas vueltas a las cosas. Que las cosas son lo que son y que hay que aceptarlas como vienen. Yo no sé si me convence. Y el otro aún no sabe lo que piensa, porque claro, si lo pienso yo, igual lo piensa él. O no. Porque él seguro que piensa algo mejor. Yo no creo que piense tanto las cosas. Yo creo que exageran.

―¡El 83!

―Sí, es mi turno, quiero ciento cincuenta gramos de jamón serrano por favor.


Yo no pienso demasiado. Yo aprovecho los tiempos muertos.

miércoles, 20 de agosto de 2014

#116 BEBOP EN EL GILLESPIE



Gillespie es la discoteca de moda y más éxito de la zona. Está situada en la Avenida Principal, arriba del todo y ocupa toda una manzana. La gente se aglomera en la entrada desde antes de las diez de la noche, que es cuando abre. Aunque sólo hay una entrada, ésta es muy grande y está dividida en tres para poder controlar mejor el acceso de la gente y evitar largas esperas. En cada una de las tres subentradas hay dos porteros. Son tipos grandes y están ahí para que no se cuelen especímenes no-adecuados. Primero hacen un estudio íntegro visual de cada individuo que se dispone a entrar en el local. Aquí entra en marcha el primer filtro. Ellos son los encargados de saber discriminar y diferenciar quiénes a simple vista son individuos que se encuentran entre los límites de lo normal-especial hasta lo exclusivo. Todo lo que esté por debajo de normal-especial es despreciado y no se le permite la entrada, ni a él ni a sus acompañantes, para evitar posible contagio de normalidad-común y/o anormalidad. El segundo filtro es a voluntad del portero. Se trata de un cacheo en busca de objetos que puedan considerarse armas en un momento dado. El portero decide a quién cacheará en cada momento y hasta dónde, alegando seguridad. Si el cliente no desea someterse al registro, puede voluntariamente despreciarse a sí mismo y alejarse para que los porteros continúen su trabajo. Podría parecer un acto de prepotencia justificada, pero hasta el momento lo cierto es que el Gillespie no ha recibido ninguna queja en cuanto al trato recibido por los porteros, cosa que distingue a su vez el negocio de otros cercanos con conocidos abusos de supuesta autoridad por parte de los puertas, que se creen los dueños de los locales y de las calles en las que están situados. En el caso del Gillespie, las noticias y los programas del corazón han llegado a hacer entrevistas a los porteros para mostrar auténticos ejemplos de profesionalidad. El público ya conoce tanto el local, como el estilo, como al personal y siguen fieles a su tendencia.

Uno de los trabajadores es Ramón Luque, Mon para los conocidos y amigos. Mon es el DJ. Mon es un tipo, como no podría ser de otra manera, especial y particular. Mon hace viajes mensuales a Londres y Nueva York para estar al día de las tendencias en cuanto a moda y siempre trae algo nuevo de sus viajes que luce con un estilo espectacular, y también en cuanto a música, para tener al público a la última de lo que fuera de España se mueve y hace mover el cuerpo. Mon se toma su trabajo muy en serio, le gusta y además lo hace bien. Es muy reconocido a nivel nacional y también internacional cuando se dan concentraciones de DJs en distintos países. Y además, Mon está buenísimo. Todas las camareras del Gillespie lo pensamos. A todas nos tiene locas a pesar de tener el ego demasiado subido y no considerarnos de su mismo nivel. Cuando nos mira, que lo hace bastante poco a pesar de nuestra evidente pérdida de juicio por sus huesos, no dice básicamente nada y su mirada emite un veredicto de culpabilidad en cuanto a estilo. Su ceja izquierda levantada por encima de lo que cubren sus gafas de sol y su boca torcida están pensando “chicas, cambiad ya, que os estáis echando a perder”. Aún así no me he rendido y esta noche voy a llevármelo a la cama. Esta noche lo conseguiré.

A las diez, como cada noche, las chicas comenzamos a servir copas. Yo estoy detrás de una de las cuatro barras interiores junto a Lola. Llevamos trabando juntas ya tres años y nos compenetramos muy bien. Cuando hay aglomeración de trabajo sabemos lo que necesitamos la una de la otra sin abrir la boca. Cuando necesito hielos porque se me han acabado, me giro y ahí está Lola estirando el brazo hacia mí con un cubo lleno sin mirarme. Cuando a Lola se le ha caído el abrechapas, antes de decir nada ya le he hecho llegar uno resbalando por la barra hasta sus manos. No somos grandes amigas porque no queremos romper nuestro buen rollo detrás de nuestra barra. En cada una de las otras barras hay también dos chicas y en la grande de la terraza, tres. El encargado, Javier, y sus dos acólitos se pasean constantemente por todas las barras por si necesitamos algo: reponer bebidas, cambio en la caja o un beso en la boca. Se creen bastante dueños del Gillespie. Y lo son, ciertamente. Las dos primeras horas de trabajo son mortales. La gente se agolpa como si hubiera estado en huelga de sed durante días. Un rato antes de medianoche las barras se quedan más vacías. La gente cambia de local o ya han bebido frenéticamente y se lo están tomando con más calma. Esto me da algo de holgura para poder fijarme habitualmente en Mon cuando entra por la puerta a las doce en punto. Saluda antipáticamente siguiendo su propio estilo a la gente que conoce y se dirige directamente a su puesto. Cruza unas palabras con Marcos, el pincha que le precede las dos primeras horas, y comienza su espectáculo que durará cinco horas seguidas, sin descanso.

Hay algo que me mata durante esas cinco horas: las empañalunas. Las empañalunas son las chicas que han perdido toda su dignidad y están toda la noche acercándose a la pecera de Mon a pedir tal o cual tema. El cristal les suele quedar como media a la altura del cuello, con lo cual, puesto que la música está muy alta y quieren acercarse mucho a Mon para incluso tocarle el pelo, aplastan sus escotes y sus pechos contra el cristal. Al final de la noche ese cristal que se limpia cada día, deja de ser transparente para cubrirse de huellas de manos, huellas de pechos, maquillaje y sudor. Y Mon levanta media sonrisa porque sabe que una de ellas acabará sumisamente desnuda en su catre. No soporto a las empañalunas, y mucho menos esta noche.

Termino de servir una copa, miro el reloj y son precisamente las cinco. La noche se me ha pasado volando hoy. En ese instante, como cada noche, Mon baja mucho el ritmo y el volumen de la música y enciende  las luces para ir dispersando a los clientes, que lo habitual es que se queden casi una hora más. En las barras ya no ponemos más copas a los clientes. Yo preparo dos gintónics y me voy directa a la pecera.

―Has estado muy bien esta noche ―sé que a Mon le encanta que le alaben su trabajo. Le extiendo la copa―. ¿Sed?

―Gracias, Lola.

Le rompería el vaso en la cabeza por llamarme Lola, si no es porque me lo quiero tirar hoy mismo. Y lo de gracias no estoy segura si es por la copa o por el halago. Más bien creo que por lo segundo, porque sigue sin mirarme y recogiendo sus cosas.

―Mon… ―me he quedado un poco muda. Esto lo tenía que haber preparado antes. Estoy gilipollas.

―Qué.

―¿Qué tal te ha ido en Berlín estos días? ―Volvió ayer.

―Bien, como siempre.

―Mon.

―Qué.

―¿Y si nos vamos tú y yo ahora mismo a mi casa?

Mon me mira ahora directamente a la cara y en ese momento entra Javier por la puerta.

―¡Mon, cojonudo, tío! ―Y le guiña un ojo. Me mira ahora a mí―. ¡Tú, a mi despacho ahora! ¡Sal ya, que tengo que comentarle una cosilla al rey de los DJs!

No me puedo creer que tuviera valor para decirle a Mon que nos fuéramos él y yo. Pero, ¡zas!, lo hago. Y en ese momento, cuando se va a resolver la situación… ¡entra el jefe y me echa de allí! ¡No me lo puedo creer! Javier en general es un tío muy agradable. Es divorciado, cuarentón, con indicios de algunas canillas que se empiezan a multiplicar, lo cual le hace bastante atractivo. Es muy trabajador, activo y paga muy bien. Además es divertido, suele estar de buen humor. Es coquero. Así que es posible que una cosa sea consecuencia de la otra. Ahora mismo no caigo en ninguna de nosotras, las camareras, a la que no se haya beneficiado. Y en más de una ocasión. Es un seductor, sabe lo que cada una quiere. Ninguna estamos pilladas por él, pero en un momento dado es un desahogo. Él lo sabe y también se aprovecha. ¿Un cerdo? Realmente no. No nos ha obligado a nada, ni nos ha amenazado con despedirnos, ni nada. A mí por lo menos no. En cuanto entre en su despacho pienso decirle que me deje en paz, que pensaba irme con Mon. Pero antes quiero ir al baño, han sido muchas horas de pie y sin parar. Cuando salgo me dirijo al despachito que tiene Javier en el piso de arriba. Desde fuera no se ve el interior, pero desde dentro tienes una visión panorámica de todo el local, incluida la terraza. Lo tiene decorado con muy buen gusto. Algo clásico para mí, pero no antiguo. Muchas líneas rectas, lo que se puede considerar moderno, aunque no trendy. Javier no está a la última, pero eso no hace que el negocio vaya mal. El local para el público es otra cosa. Ahí, en su momento, se dejó asesorar. La puerta del despacho está medio abierta.

―¿Javier? ―Me asomo con respeto antes de entrar. Un brazo sale de detrás de la puerta, me sujeta con fuerza la cintura y Javier me aprieta contra su cuerpo―. ¡No, Javier! Escucha: hoy no, hoy tengo otros planes.

―¿Sííí? ¿No te refieres a eso, verdad? ―Y me acerca al ventanal desde donde veo cómo Mon está arrastrando por el brazo a una puta empañalunas hacia la salida.

―Mierda. ¡Joder, Javier, es culpa tuya! ―le reprocho.

―No, corazón. Ha habido mucho trabajo esta noche y no te has dado cuenta, pero esa cerda lleva enseñándole algo más que el escote a vuestro amado Mon desde que llegó. Él ya tenía sus planes. Te lo juro.

―He quedado fatal ―me avergüenzo.

―No demasiado. ¿Por qué crees que he entrado en la pecera como un elefante en una cacharrería? Iba a rescatarte de la humillación a la que inconscientemente te habías arrojado ―dice Javier mientras me mira y me acaricia el pelo con ternura. A veces pienso que es como el padre enrollado que nunca he tenido. Me aparta del ventanal―. Escucha: tengo un regalo.

Sobre la mesa del despacho Javier tenía preparadas unas rayas de coca encima de un espejo. Hace tiempo que Javier conoce mi afición ocasional al sniff. Por entonces tuve una charla seria con él en la que me advirtió que, al menor síntoma de verme colocada en el trabajo o con ademanes de yonki, me ponía de patitas en la calle sin el menor resquemor. Él se droga con frecuencia, pero nunca ha dado la más mínima sensación de estar colgadísimo. Como buen ejecutivo modernito que se considera, se mete sus lonchitas de vez en cuando. Y parece que esta noche es una de esas veces. Y además me invita. Javier y yo hacemos uso de esas rayitas preparadas, yo por desengaño, él, no lo sé. Muchas risas, muchos besos, mucha música, coche descapotable, piso de Javier –lo sé porque ya he estado antes-, y mucho y muy divertido sexo. Es lo malo que tiene el tren de la bruja, que cuando subes ya es imposible bajar.


Cuando quiero ser consciente de mi cuerpo, estoy saliendo de casa de Javier mientras él se ha quedado dormido. Cojo un taxi e intento hacer un poco de balance desde que Javier me saca de la pecera hasta que salgo de su casa. ¿Cómo es posible que me haya dejado abandonar de esa manera? Vale que Mon sea un gilipollas aunque esté muy bueno. Vale que Javier se porte muy bien conmigo a pesar de sacarme casi veinte años. Pero, ¿y yo? ¿Qué pienso yo de mí misma? No es la primera vez que la coca me lleva a hacer lo que ella quiere sin consultarme. Es muy probable que todas las veces me lo haya pasado de fábula, pero no recuerdo con exactitud ninguna de ellas como para poder redisfrutarla cuando a mí me dé la gana. Así no puedo. No estoy enganchada y es la forma de cortar con ello. Quiero que me dé asco. Le pediré a Javier que no me vuelva a ofrecer en la vida. Eso y que me devuelva las bragas que me he olvidado en su casa. ¿Con qué cara se lo pido?