martes, 27 de agosto de 2013

#66 BAILAR SIN LOS PIES



Las parejas acudieron al baile con su invitación y todas fueron bienvenidas. Sin apenas tiempo para presentaciones la música comenzó y el animador dirigía los compases que se sucedían unos tras otros. Los primeros ritmos fueron lentos, pero con tal cantidad de asistentes el sudor comenzó a hacerse patente en la humedad del aire de la estancia. Era complicado para las parejas mantenerse unidas y a ratos se separaban para volverse a encontrar. Sin embargo, el animador no estaba dispuesto a que el ritmo descendiera y la velocidad del baile aumentaba constantemente. Los cuerpos inertes se dejaban llevar al ritmo impuesto por la orquesta y, si bien al comienzo sí se preocupaban por reencontrar a sus parejas, ya no ponían tanto empeño y bailaban con otra pareja o incluso en grupos de los de su misma condición. La invitación no decía exactamente la duración del baile. Los que ya habían concurrido en otras ocasiones sabían lo que pasaba y no estaban preocupados.

A los diez minutos, la estancia estaba llena de participantes empapados que iban y venían. Se alegraban cuando recuperaban a su pareja y se despedían con un “hasta luego” cuando inevitablemente se habían de separar.

Casi a la conclusión del evento, el animador decidió dar un empuje diferente, y consiguió agrupar a todos los asistentes contra las paredes del local para bailar en círculo, dejando vacío todo el centro. Estéticamente un éxito.

El baile finalizó y los asistentes estaban agotados y se felicitaban en el sitio. Las puertas del local se abrieron y personal de ayuda les guiaba hacia la salida para transportarles junto con sus parejas hacia su lugar de reposo. Sin embargo, no todos hallaron a sus parejas tan fácilmente y tuvieron que permanecer a solas o con otros individuos desparejados cierto tiempo. No había más remedio.


Algunos jamás volvieron a ver a sus parejas. Otros tuvieron que conformarse con parejas que, a pesar de tener ciertas características comunes, no eran totalmente afines. Y los más afortunados volvieron al cajón de los calcetines a relatar la experiencia a los que en un futuro no tan lejano estarían invitados al gran baile.

miércoles, 21 de agosto de 2013

#65 MATAR DRAGONES POR MI



No había cuento sin fin ni final feliz. Agachado, apoyado sobre su escudo sentía aún el aliento del dragón jadeando en su marcha. No tenía claro cuál había sido la motivación, pues salvar a la princesa hacía tiempo que dejó de ser un fin, para convertirse en rutina. Había nacido para eso, le decían, y sin plantearse divergencias se dedicó día y noche a blandir su espada y acabar con los dragones que acechaban a las doncellas.

Sin embargo el ardor que sentía por dentro no venía de su escudo aún caliente por las llamas del dragón. Ni siquiera por el aliento sulfúreo que manaba de las fauces de la bestia moribunda. El calor que le pesaba le decía que aunque él hubiera nacido para caballero, quería ser doncella por un día. Abandonar los lances, las batallas, las lenguas de fuego, caminos pedregosos alertado por un grito de socorro. Siempre la misma historia con el mismo final. El caballero mata al dragón y rescata a la princesa. Si acaso un beso, un título que colgar de su ya pesada armadura. Un rey agradecido. Recompensas que en ningún caso apagaban la quemadura que se extendía en su interior.

El cuento le había fagocitado, desde las tapas, recorriendo los lomos hasta la última página, y sin embargo no había final. Su caballerosa vida se había convertido en una suerte de distopía al servicio de los demás. Las páginas le pesaban como el escudo bajo el chorro ardiente de la ira del dragón. Pero siempre había una princesa que rescatar, una misión que cumplir, un rey que contentar. Los torreones se le hacían más altos y los dragones más fieros, la armadura más pesada y la espada cada vez más difícil de alzar.

Me recosté sobre la silla, yo no tenía escudo, cuestión de tiempos modernos. Hacía un calor abrasador en la habitación y el ruido del ventilador del ordenador no ayudaba ni a la concentración ni a la comodidad. Sin tener muy claro lo que había escrito intenté recorrer las líneas entre gotas de sudor. Me acerqué el vaso a la boca pero el último poso de agua recalentada no tenía ganas de bajar hasta mí. No me levantaría a por más. Estaba agotado, quería que el vaso viniera a mí. Pero no ocurriría, como no discurriría la vida según mis deseos, aun sin ser caballero, sin armadura ni escudo, me pasaba la vida enfrentándome a los miedos ajenos, atento.

Borré el relato después de leerlo. No quería escribir ni pensar. Sólo quería que mataran dragones por mí.

miércoles, 14 de agosto de 2013

#64 EL ABRAZO



―Te estaba esperando ―le dije.
―Lo siento, pero no estoy sola.

Aquél fue nuestro primer encuentro. Cada vez que mi enfermedad me llevaba al hospital, recorría todas las habitaciones en su busca sin hallarla. Seguí buscándola por aquellos lugares que yo sabía solía frecuentar. Mi debilidad me llevó al mundo de las drogas y el alcohol. A menudo me parecía ver su cara de nuevo, pero era mi ansia por encontrarla lo que me llevaba a imaginarme su rostro en el rostro de otras a las que usé y tiré por ser imitaciones. Mi actitud me enzarzó en peleas de las que salía mal parado. Tal vez lo que quería era acabar en el hospital para que ella volviera a entrar en mi habitación y me dijera "hoy he venido a verte". Sabía que era amante de las carreras ilegales y durante un tiempo me dediqué a correr contra otros por polígonos abandonados y carreteras secundarias a oscuras. Siempre con la intención de encontrarme con ella. Pero no la vi por allí.

Mi enfermedad mejoraba y eso me alejaba del hospital. Casi había empezado a olvidarla, pero mi subconsciente enfocó mi carrera periodística para llevarme a conflictos bélicos como reportero. Yo sabía que ella viajaba con bastante frecuencia a esos lugares y, con poca esperanza y desgana, la buscaba también. Nada.

Visité otros sitios más tranquilos donde sabía que ella se retiraba a meditar y estar sola, y durante un tiempo dormí al raso en cementerios esperando verla aparecer. Aullaban los lobos y los cipreses se alzaban firmes. Ni rastro de ella.

Decidí darme por vencido. Me centré en la cura de mi enfermedad sin buscarla ya más. Durante mi sorprendente recuperación conocí a una enfermera que se enamoró de mí y la correspondí. Salimos un tiempo y nos casamos. Ella era firme defensora de los derechos humanos y yo la acompañaba a los eventos que ella me proponía.

Una tarde acudimos juntos a una concentración en contra del hambre en el mundo. Aparentemente un grupo de radicales aprovecharon para mostrar sus pancartas políticamente tendenciosas y el ambiente se puso feo. La policía no hizo diferencias y comenzó a cargar. Corrimos para evitar los golpes. Ella tiraba de mi brazo guiándome hacia un lugar seguro cuando la reconocí. Allí estaba. De pie. Sola. Parada en mitad de la muchedumbre que corría a su alrededor. Mirándome con sus profundos ojos. Iba vestida igual que la vez que la conocí: vaqueros y sudadera con capucha negros. Solté la mano de mi chica y la perdí entre el gentío alborotado. Me paré delante de la que me miraba fijamente con una sonrisa cálida.

―Te busqué tanto tiempo…
―Lo sé ―dijo―, pero no estaba preparada. Y tú tampoco.


Lentamente se acercó y me abrazó. Sentí su fuerza alrededor de mi cuello y el sorprendente calor de su cuerpo en contacto con el mío, como si no lleváramos ninguna ropa. En ese momento supe que jamás me separaría de ella. Ella ya no me dejaría, no desaparecería. Sería suyo eternamente. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

#63 MERCENARIO DE LA PALABRA



Era un mercenario y no tenía ningún reparo en anunciarse como tal. Cada letra que manaba de su estilográfica se pagaba a cuatro centavos. A él habían recurrido amantes despistados, comerciantes endeudados, y hasta en una ocasión el propio alcalde, queriendo redactar un bando en ausencia de su responsable de escritos y dimediretes.

En el precio se debía incluir la “tasa sentida”, que no era sino una muy particular fiscalidad que el Pocho de la pluma (así era como le llamaban) aplicaba a lo que le pedían poner por escrito. Si se trataba de un despido, y el jefe era un perro chingón de los que disfruta con semejantes desgracias, le aplicaba un suplemento de cincuenta por ciento. Si no lo quería pagar que aprendiera a escribir. Ese impuesto discrecional se lo entregaba el Pocho al despedido. Cada uno hacía la revolución a su manera, pensaba mientras mojaba la estilográfica en el bote de tinta.

Sin embargo, cuando era una misiva emocionada, una carta de amor, un aviso de reencuentro o cualquier otro feliz acontecimiento, la letra estaba de saldo. El Pocho movía con armonía la pluma, como un pintor tintando el mundo al son de una sinfonía atronadora. A veces incluso cerraba los ojos, tocaba la cara del cliente, se movía a su alrededor recitando alguna frase a modo de mantra. Más parecía un rito vudú que un ejercicio literario. Al final siempre llegaba el pedido, ya fuera en verso o en prosa, pero la esperanza del solicitante se plasmaba en aquellos trozos de papel reciclado que el Pocho empleaba para sus escritos. Aprovechaba el reverso del papel usado, no por una cuestión de ecología y reciclaje, sino porque el Pocho insistía que la historia que aportan los textos no estaba sólo en las palabras, sino en el bagaje de quien las transporta, y éste no era otro que el papel donde se dejaban caer las palabras y se ordenaban para dar forma a lo que el corazón, el amor o la ira, la inquietud o la alegría, la esperanza, la desazón o la envidia desperdigaban sin patrón.


Por eso el día que el Pocho enfermó y dejó libre su esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, los vecinos enmudecían al pasar por su humilde letrero que rezaba “Mercenario de la palabra. Usted señale, que yo disparo”. Y más tarde su corazón dejó de bombear vida, y con ella se marcharon sus letras, su cañón y su recámara. El mercenario dejó un hueco en la esquina, en la calle y en las almas de aquellos que querían decir por tener que contar, pero no sabían cómo hacerlo. Y en una especie de procesión improvisada, por primera vez el Pocho se hizo letra en boca y en manos de otros, cuando cada vecino se acercó para dejar al lado de su cartel, en aquella esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, un trozo de papel ya usado, con letras dibujadas sin orden ni concierto, un baile de signos que sabían que allá donde anduviera el Pocho, sacaría un rato para darles orden y regalarles un último verso. Y éste estaría de saldo. Por liquidación.