miércoles, 27 de noviembre de 2013

#79 SOÑAMOS



Laura se escondía tras unas telas mientras con el rabillo del ojo se aseguraba de que Rodrigo no la siguiera. Las callejuelas del bazar de Marraquech eran estrechas y con tal gentío que la tarea no era fácil. Además los comerciantes estaban listos para echar el cierre y aquel lugar era un constante ir y venir de hombres con enormes bolsas azules cargadas de género.

Habían coincidido a primera hora de la mañana en el aeropuerto. Rodrigo llegaba de Madrid y ella de Barcelona. Ambos decidieron hacer el cambio de moneda en la terminal antes de coger un taxi que les llevara a la ciudad. Las miradas que se cruzaron en el mostrador cuajaron finalmente cuando ambos cogieron el tirador de la misma puerta del mismo taxi.

―Por favor, cógelo tú ―dijo educado Rodrigo.

―¿Y si lo compartimos? ―le retó ella.

No hizo falta más. Compartieron taxi y charla hasta la ciudad. Para cuando llegaron ya se habían contado lo necesario. Ella publicista en Barcelona, él profesor de lengua en un instituto en Madrid. Ambos habían aprovechado el fin de semana para escapar solos a Marraquech y desconectar del bullicio de la gran ciudad. Y, sin embargo, eligieron una urbe igual de ajetreada o más que las suyas de origen. Y la segunda paradoja es que tampoco habían de visitarla solos. Cuando le dieron la dirección del Riad al taxista, ya una vez llegados a Marraquech, resultó que ambos se alojaban en el mismo. Una coqueta casa regentada por una pareja de franceses tan dispuestos al buen servicio como a los comentarios desafortunados. Fue abrir la puerta del establecimiento y dirigirse a ellos como pareja.

―No, no, venimos cada uno por nuestra cuenta ―dijo Rodrigo a modo de disculpa mientras el color rosado hacía presencia en sus mejillas.

La sonrisa de Eric, uno de los dueños del Riad, era un presagio de lo que vendría después. Que no fue sino un paseo matutino por la Medina. Juntos. Un té moruno en la plaza de Jemaa El Fna. Juntos. Y un ya casi romántico paseo por el bazar al atardecer. Fue en un puesto de abalorios de plata donde sus miradas se juntaron casi tanto como sus rostros. Y ella, desde el principio más decidida que él, le posó un delicado beso en sus labios. La cara de sorpresa de Rodrigo hizo que Laura estallara en una sonora carcajada y echara a correr por las callejuelas del bazar.

Rodrigo apareció por detrás de Laura cogiéndola por la cintura lo que hizo que ésta se agarrara a las telas con un respingo que a punto estuvo de tirar el puesto entero. Se besaron. Ahora Rodrigo se le adelantó. Y siguieron besándose hasta llegar al Riad. Y continuaron dentro, y en la habitación de ella, y les siguieron unas horas de pasión que finalizaron con un sonoro gemido de placer. Los dos, sudados en la cama, se miraban. Ella le tocaba el pelo y sin decir nada se fueron quedando dormidos, entre caricias y calor.


Riiiiiinggggg. Laura se despertó con el cuerpo empapado. Aquel verano en Barcelona el bochorno hacía mella. El ruido de Las Ramblas llegaba hasta su ventana. Miró a su lado buscando a Rodrigo, pero a esas horas éste aún dormía en su casa de Madrid, disfrutando de las vacaciones que le ofrecía su trabajo, soñando que dormía al lado de una chica a la que acababa de conocer en un Riad de Marraquech.

martes, 19 de noviembre de 2013

#78 FISTERRA




Liam Kindelan llegó caminando hasta la punta del final de la tierra. Había recorrido ese camino en numerosas ocasiones, pero se le antojaba pensar que aquélla sería una de las últimas. Se sentó en las negras rocas con los ojos cerrados para escuchar cómo las olas traían los ruidos del mar cercano y lejano. Era gracioso, o por lo menos así lo pensó Liam, cómo otros hombres de otras épocas podían haber puesto sus culos en la misma roca donde él tenía puesto el suyo ahora mismo. Los mismos seres humanos que pensaban que el mundo se acababa en aquel lugar y que más allá no existía nada. Los mismos que estaban totalmente convencidos, por lo tanto, de que la tierra era totalmente plana. Y mucho tiempo antes estarían sentados en esa roca aquellos que tan siquiera se lo cuestionaban. Con poder encontrar una presa para dar de comer al clan tenían bastante. Adoraban aquel puñado de rocas y las mitificaban para darles un sentido místico, sobrenatural. Aquellas parejas que quisieran tener descendencia habrían de acudir allí mismo donde estaba él a copular, pues el poder de un ser superior así lo estipulaba y así se lo había transmitido a los elegidos. Y muy convincentes debieron de ser a través de los tiempos los distintos iluminados, porque Liam mismo había acudido años atrás con su mujer a la ermita de San Guillermo, el cual concedería tal favor a la pareja por el simple hecho de llevar a cabo el ritual de la coyunda a sus pies. No había duda de que el santo se había puesto las botas desde que le dieron tal honor. Lo que sí ponía Liam en duda era el efecto de su virtud, pues jamás él y su difunta esposa tuvieron vástago alguno que probara el poder que se le confería. Es posible que fuera cuestión de fe. En ese aspecto la duda era en vano. Karen fue atea y Liam lo seguía siendo. Habría resultado más práctico creer. Como a aquéllos que creían a pies juntillas que la tierra era plana. Como Liam creía que la tierra era redonda. Pero, ¿y si estaba equivocado? ¿Y si no era cierta la redondez del planeta? ¿Y si un iluminado Copérnico venía con una nueva teoría de una desconocida forma geométrica aplicable con miles de argumentaciones, todas perfectamente planteadas? ¿Otra cuarta, quinta, sexta dimensión? ¿Por qué no? ¡Estaríamos todos los demás equivocados! Pero no desde ese momento. Peor, de siempre. ¡Todos los anteriores los estuvieron!  Y sin embargo aquí estamos, pensaba Liam. ¿Qué nos diferencia? Después de eso otras parejas seguirán viniendo aquí a ver si San Guillermo les concede un hijo.



martes, 12 de noviembre de 2013

#77 PAQUITO



Apareció doblando la esquina, errante, con unos vaqueros enormes, una camiseta a rayas azul clarito. Hasta en eso pasaba desapercibido Paquito, se mimetizaba con el cielo que rozaba con su enorme cuerpo. Salía del comedor el primer día de clase. A sus siete años su estatura tenía que haberle hecho visible a metros de distancia. Y sin embargo era como si el mundo no reparara en él.

Por la mañana las primeras miradas sin disimulo le habían advertido sobre lo que sería la tónica del día. Era nuevo en el colegio y los demás niños, lejos de sentir alguna inquietud por el nuevo, le rehuían como si de un monstruo se tratara. Algunos entraron en el aula agachando la cabeza a su lado y pronto se juntaron los amigos por grupos. Se contaban las vacaciones a toda prisa como si no tuvieran por delante nueve meses de curso, con ese ansia infantil que quiere todo ahora. Ya. Paquito buscó hueco al final de la clase, sabía que su sitio era allí porque su enorme estatura no le permitía acercarse a la pizarra. Su espalda, larga como el cuello de una jirafa, taparía la vista de los que se sentaran detrás. Ya lo había vivido en el otro colegio.

Entró en el aula el conserje del colegio antes que la profesora y todos callaron. Llevaba una mesa de adulto, con una gran silla para el nuevo. Para Paquito. Sin decir nada y sin preguntar la puso en la ultima fila, miró de reojo al inquilino de aquel pupitre y se marchó arrastrando la atención del resto de los alumnos hacia la puerta. Se volvió a romper el silencio y las conversaciones retomaron las vacaciones, la playa, la montaña,  esa nueva mascota que Diego había adoptado y que le convertía en la envidia de toda la clase.
Por fin entro la profesora. Diana, se llamaba, y tras su presentación pasó a pedir a todos los alumnos que escribieran su nombre en un papel y lo colocaran en forma de triángulo encima de las mesas. Uno por uno fueron diciendo su nombre. El ultimo en presentarse fue Paquito, y su voz ronca, de hombre mayor estremeció a sus compañeros.

―Me llamo Paquito ―dijo― y tengo siete años ―remató.

Paquito siempre decía su edad a modo de explicación, como si tuviera que insistir en que su voz y su cuerpo, aun no reflejando la realidad, albergaba a un niño pequeño, tan  pequeño como los que le rodeaban y sin embargo forzado a dar unas explicaciones que el resto no daba.

La primera parte de la mañana transcurrió con tensa normalidad para Paquito, que estaba más pendiente de lo que estaba por llegar y que, aun conociendo la dinámica de lo que ya le había ocurrido en el otro colegio, siempre tenía su mayor temor en un momento concreto de la jornada: el recreo. Y aquel colegio no iba a ser menos y aquellos compañeros tampoco. Tal y como se imaginaba se pasó los veinte minutos sentado en el patio, con sus enormes y largas piernas cruzadas la una sobre la otra, esquivando con sus ojos tristes las miradas desconfiadas del resto de los alumnos. Si temía las clases, peor se sentía en el recreo donde las miradas se multiplicaban y la desconfianza se disparaba.

Después de la segunda parte de la mañana quedaba la comida. Otro de los retos para la desafortunada autoestima de Paquito, que a su edad se había acostumbrado a comer bajo la mirada escrutadora de todos en un comedor repleto de niños y niñas. Sentía esa desagradable sensación que se tiene cuando vamos en el metro y nos leen por encima del hombro. Sólo que a él nadie le llegaba al hombro. Sólo era el primer día de clase y ya salía abatido del comedor.

Y allí estaba, apoyado en la pared con sus vaqueros de adulto y su camiseta de rayas azul clarita. Miraba hacia fuera del colegio, a través de una valla que para él significaba mucho más que el límite de los dominios del centro escolar. En eso escuchó un ruido. Miró hacia el lado opuesto de la valla y vio cómo un niño arrastraba una pesada silla en su dirección. Todos en el patio pararon al escuchar el chirriar de las patas de la silla contra el suelo. El niño era de la clase de Paquito, y no sin esfuerzo continuaba tirando de la silla que debía de haber sacado del comedor. Paró al lado del nuevo de la clase, aun bajo la mirada del resto de alumnos y del gesto atónito de Paquito. Se subió a la silla y, consiguiendo colocar su mirada casi a la altura de su interlocutor, dijo:

―Me llamo Daniel. ¿Y tú?

Paquito dudó.

―Paquito...

―¿Jugamos? ―le dijo Daniel con confianza.

―Vale. ―La respuesta de Paquito fue breve, como hacen los niños.
Daniel bajó de la silla y empezó a arrastrarla de nuevo mientras caminaba al lado de Paquito.

―¿Te llevo la silla? ―le dijo Paquito ahora más cómodo.

―Vale ―respondió Daniel a tono con la cadencia de la conversación.


Ambos se alejaron por el patio, ante la congelada mirada del resto de compañeros, dos figuras dispares juntas, dos nuevos compañeros. Y una silla.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

#76 LA PAELLA DE LOS DOMINGOS



―¡Paco!

―¡Voooy! ―La voz de Paco sonó desde la cocina―. ¿Ya te has despertado?

―No he dormido en toda la noche. Ayúdame, anda.

La ayudó a sentarse en la silla de ruedas mientras pensaba que sí que había dormido bastante, pero la dejó quejarse.

―Ya he hecho café.

―¿Lo has colado?

―Claro, lo tienes como a ti te gusta.

Empujó la silla hasta la salita donde ya había dejado preparado el desayuno para ella. Él hacía dos horas que había tomado su vaso de agua con sus dos galletas. El café lo dejó hacía muchos años. Ya no se acordaba de cuántos. El médico le aconsejó que no tomara cafeína a partir de mediodía, pero él había decidido no volver a probar un sorbo. Ni café, ni alcohol, ni los malditos cigarrillos que le tuvieron ingresado hacía ya diez años.

―Hoy vienen los niños a comer, ¿te acuerdas?

―¡Ay, qué alegría!

Los domingos Lola y su marido, con los dos niños, solían ir a comer paella. Habitualmente la hacía Paco, pero de unos años atrás a esta parte Lola y su marido se afanaban en la cocina mientras ellos hablaban con los niños, les leían cuentos y les preguntaban qué tal el colegio. Comían la paella mientras conversaban y reían, y después Lola recogía el comedor y la cocina con ayuda de su padre.

―Papá, ¿cómo ves a mamá?

―Está bien, hija. Gruñe mañana, tarde y noche. El día que deje de hacerlo me empezaré a preocupar yo.

―Papá, por favor, llamadme para cualquier cosa. Ya sabes que no se tarda nada de casa a aquí.

Y Paco asentía. Pero evitaba al máximo molestar a su hija y su yerno.

Mientras su mujer tomaba el café colado con tostadas, él salió a comprar pan y el periódico. Ya casi no lo leía, pero le gustaba tenerlo y ojear las páginas de deportes y las esquelas sin que su mujer se diera cuenta. Tal vez aparecía el nombre de algún conocido. Ya en la calle le sonó el móvil.

Abrió la puerta de casa.

―¡Paco, ayúdame a lavarme! Se van a presentar aquí los niños y aún no me he arreglado.

Paco caminó con los pies cansados hasta el aseo.

―No van a venir. Lola me ha llamado. Una tía de Luis que estaba ingresada en El Piramidón ha fallecido esta madrugada. La entierran esta tarde.

Ella se encogió en la silla con la mirada perdida en algún punto de la pared.

―No te preocupes. Ahora preparo yo algo rápidamente para los dos y comemos como si fuésemos novios.

―Como todos los días ―añadió ella.


Como todos los días, Paco y su mujer se apostaron en la salita delante de la tele a comer en silencio una tortilla francesa mientras veían las noticias. El presentador daba las cifras del paro y comentaba la reunión que tendría lugar al día siguiente en el Palacio de La Moncloa para abordar temas de urgencia. Pero Paco y su mujer tenían otras urgencias a aquellas alturas. Él cogió el periódico y miró las esquelas. Ella no le dijo nada, pero le puso cara.