miércoles, 23 de octubre de 2013

#74 FUEGOS ARTIFICIALES



Como cada 4 de julio, los fastos comenzaban a primera hora de la mañana. Tenían lugar concursos de lo más variopinto, pruebas atléticas y deportivas, el desfile por la calle principal y el partido de béisbol. Continuaba una barbacoa que se alargaba hasta el comienzo del concierto de bandas locales y, como colofón, los fuegos artificiales.

En el pueblo se celebraba el Día de la Independencia más que cualquier otra festividad del año. Todas las familias se echaban a la calle. El tiempo siempre lo permitía. Ricks deambulaba con el rostro serio entre la gente que se apelotonaba para ver pasar las carrozas por la avenida Jefferson. Las autoridades abrían el desfile con unas breves y manidas palabras que todos ya conocían y que, a pesar de todo, aplaudían. Pero él no se había parado a escucharlas esta vez. No recordaba cuánto tiempo llevaba deambulando por las calles aparentemente ajeno a todo aquel festejo. Nadie reparaba en él.

Sí pasaron por su mente los años en que su madre les metía prisa a él y a su hermano mayor para que terminaran rápido de desayunar. Su padre ya les esperaba con sendas gorras conmemorativas que les calaba con una sonrisa y un beso, para luego cogerles de la mano y llevarles con él a ver la carrera de galgos, o el concurso de lanzamiento de calabaza, o el tiro al plato. Cuando éste terminaba, a ellos, como a muchos otros niños, les gustaba salir corriendo por el campo de tiro para ver quién recogía el pedazo más grande que había quedado. El que era capaz de encontrar un plato entero era la envidia del resto. Thomas, un niño algo mayor que ellos, siempre conseguía alguno. Más tarde acudían a comer a la plaza donde su madre les aguardaba sentada ya en una mesa con refrescos y bocadillos para ellos y unas cervezas para ella y papá. Él, antes de beber el primer trago, le daba un largo beso a su mujer. Se sonreían y brindaban los cuatro alegremente. Ricks y su hermano trataban atropelladamente de contarle a su madre todo lo que habían visto, y peleaban con las distintas versiones del mismo hecho. Sus padres mediaban tranquilos y sonrientes, orgullosos de sus hijos.

Algunos años después, Ricks y su hermano salían ya sin desayunar a pesar de las quejas de su madre y acudían a ver las carreras de natación en el río. Con un poco de suerte, escondidos entre los matorrales, conseguían ver a alguna de las muchachas desnudarse. Si les sorprendían, salían corriendo para evitar llevarse una pedrada o un palo en el culo.

La Segunda Gran Guerra les llamó a filas. Ricks fue alcanzado por una bala y le amputaron una pierna. Su hermano tuvo menos suerte y murió en el primer enfrentamiento. Durante los siguientes años, Ricks formó parte del desfile vestido de uniforme de gala con enseña de honor, ayudado de sus ya inseparables muletas. Muchos otros jóvenes participaban de igual manera: algunos sin brazos, otros en silla de ruedas, otros ciegos. Al terminar el desfile se cantaba el himno nacional en honor a los que no habían podido siquiera acudir. Ricks brindaba solemnemente en la comida con su padre mientras que su madre soltaba unas lágrimas pensando en su otro hijo. Cuando sus padres murieron en accidente de tráfico, Ricks dejó de acudir al desfile.

Nadie hablaba ya con él. Nadie nunca le dio el pésame por la muerte de sus padres. Parecía ser invisible para todos. Acudió al partido y al concierto de bandas. Y más tarde fue a sentarse a la orilla de la laguna donde se hallaba el roble plantado por los caídos, solitario una vez terminada la ofrenda de flores anual.

Apareció un niño a su lado. En cuanto vio que en su mano izquierda sujetaba cuatro platillos de barro, reconoció a Thomas. El chico había recibido un disparo accidental un 4 de julio cuando salió a recoger trofeos al campo antes de que terminara la sesión de tiro.

―Se te ve mucho mejor sin muletas y con dos piernas.

Ricks sintió un pequeño mareo cuando agachó la mirada y vio sus extremidades. Miró a su alrededor y, a lo lejos vio a su hermano abrazado a su novia del instituto, que había fallecido a causa de unas fiebres altísimas. Algo más atrás sus padres le miraban sonriendo como siempre lo habían hecho mientras su madre le tiraba un beso.

Thomas le agarró una mano cuando los fuegos comenzaron.

―Siento lo de vuestro accidente de coche ―dijo Thomas―. ¿Te importa si te cojo la mano? Aún me asustan un poco las explosiones.



No hay comentarios:

Publicar un comentario