miércoles, 30 de octubre de 2013

#75 UN PESO DE LOS DE ANTES



Lo tenía todo anotado. Como un grueso fajo de billetes que ostentara el poder, entre sus páginas estaban todas las direcciones y teléfonos que podía amasar. Sus páginas frecuentemente arrancadas con el fin de servir de guía hacia alguna parte. Hacia algún punto. Y sin embargo era habitual obviarla al pasar a su lado, ni siquiera su color llamaba ya la atención. Un tal Google la había relegado a un destierro forzado. Los destierros siempre son forzados. Pero llegaría su hora, como había llegado la recuperación de aquellos objetos valiosos que por antiguos se dejaron aparcados en cajones, armarios, o en el peor de los casos habían sido pasto del vertedero.

El grueso lomo mantenía recta toda la información que atesoraba. Con letra pequeña, cuidadosamente impresa y salpicado con recuadros que para despertar el interés del lector, del buscador más bien, destacaba por sus grandes caracteres. Pero daba igual. Maldito Google y maldito Internet. ¿Acaso el borde de la pantalla servía para hacer anotaciones? Pero anotaciones de verdad, con ese boli que te dejaba el lateral de la mano con una traza de azul… Ni siquiera el genio de la manzana había llegado a tanto. ¿Acaso alguna vez las modernidades que nos nublaban la perspectiva habían gozado de tan diversidad de funciones?


Ella no sólo orientaba y daba información. Había servido para calzar muebles antiguos, para sujetar puertas, a modo de escalón para llegar a los sitios altos, incluso algún depravado la había usado para atizar en la cabeza a los detenidos. Y sí. Era pesada, pero es que el valor tiene su peso, y cuando la cubierta y el interior relucen oro no es sólo una señal. Nada se había inventado aún que estuviera a la altura de sus páginas amarillas.

miércoles, 23 de octubre de 2013

#74 FUEGOS ARTIFICIALES



Como cada 4 de julio, los fastos comenzaban a primera hora de la mañana. Tenían lugar concursos de lo más variopinto, pruebas atléticas y deportivas, el desfile por la calle principal y el partido de béisbol. Continuaba una barbacoa que se alargaba hasta el comienzo del concierto de bandas locales y, como colofón, los fuegos artificiales.

En el pueblo se celebraba el Día de la Independencia más que cualquier otra festividad del año. Todas las familias se echaban a la calle. El tiempo siempre lo permitía. Ricks deambulaba con el rostro serio entre la gente que se apelotonaba para ver pasar las carrozas por la avenida Jefferson. Las autoridades abrían el desfile con unas breves y manidas palabras que todos ya conocían y que, a pesar de todo, aplaudían. Pero él no se había parado a escucharlas esta vez. No recordaba cuánto tiempo llevaba deambulando por las calles aparentemente ajeno a todo aquel festejo. Nadie reparaba en él.

Sí pasaron por su mente los años en que su madre les metía prisa a él y a su hermano mayor para que terminaran rápido de desayunar. Su padre ya les esperaba con sendas gorras conmemorativas que les calaba con una sonrisa y un beso, para luego cogerles de la mano y llevarles con él a ver la carrera de galgos, o el concurso de lanzamiento de calabaza, o el tiro al plato. Cuando éste terminaba, a ellos, como a muchos otros niños, les gustaba salir corriendo por el campo de tiro para ver quién recogía el pedazo más grande que había quedado. El que era capaz de encontrar un plato entero era la envidia del resto. Thomas, un niño algo mayor que ellos, siempre conseguía alguno. Más tarde acudían a comer a la plaza donde su madre les aguardaba sentada ya en una mesa con refrescos y bocadillos para ellos y unas cervezas para ella y papá. Él, antes de beber el primer trago, le daba un largo beso a su mujer. Se sonreían y brindaban los cuatro alegremente. Ricks y su hermano trataban atropelladamente de contarle a su madre todo lo que habían visto, y peleaban con las distintas versiones del mismo hecho. Sus padres mediaban tranquilos y sonrientes, orgullosos de sus hijos.

Algunos años después, Ricks y su hermano salían ya sin desayunar a pesar de las quejas de su madre y acudían a ver las carreras de natación en el río. Con un poco de suerte, escondidos entre los matorrales, conseguían ver a alguna de las muchachas desnudarse. Si les sorprendían, salían corriendo para evitar llevarse una pedrada o un palo en el culo.

La Segunda Gran Guerra les llamó a filas. Ricks fue alcanzado por una bala y le amputaron una pierna. Su hermano tuvo menos suerte y murió en el primer enfrentamiento. Durante los siguientes años, Ricks formó parte del desfile vestido de uniforme de gala con enseña de honor, ayudado de sus ya inseparables muletas. Muchos otros jóvenes participaban de igual manera: algunos sin brazos, otros en silla de ruedas, otros ciegos. Al terminar el desfile se cantaba el himno nacional en honor a los que no habían podido siquiera acudir. Ricks brindaba solemnemente en la comida con su padre mientras que su madre soltaba unas lágrimas pensando en su otro hijo. Cuando sus padres murieron en accidente de tráfico, Ricks dejó de acudir al desfile.

Nadie hablaba ya con él. Nadie nunca le dio el pésame por la muerte de sus padres. Parecía ser invisible para todos. Acudió al partido y al concierto de bandas. Y más tarde fue a sentarse a la orilla de la laguna donde se hallaba el roble plantado por los caídos, solitario una vez terminada la ofrenda de flores anual.

Apareció un niño a su lado. En cuanto vio que en su mano izquierda sujetaba cuatro platillos de barro, reconoció a Thomas. El chico había recibido un disparo accidental un 4 de julio cuando salió a recoger trofeos al campo antes de que terminara la sesión de tiro.

―Se te ve mucho mejor sin muletas y con dos piernas.

Ricks sintió un pequeño mareo cuando agachó la mirada y vio sus extremidades. Miró a su alrededor y, a lo lejos vio a su hermano abrazado a su novia del instituto, que había fallecido a causa de unas fiebres altísimas. Algo más atrás sus padres le miraban sonriendo como siempre lo habían hecho mientras su madre le tiraba un beso.

Thomas le agarró una mano cuando los fuegos comenzaron.

―Siento lo de vuestro accidente de coche ―dijo Thomas―. ¿Te importa si te cojo la mano? Aún me asustan un poco las explosiones.



miércoles, 16 de octubre de 2013

#73 TOSCA



Esa mañana mientras desayunaba en la casa de Tosca se me cayó el salero encima de la mesa, derramando una ínfima cantidad de sal. Tosca era una anciana, de esas que nunca ha puesto un pie más allá de los confines de su pueblo. Vestida de negro y de permanente murmuración para sus adentros, vivía en una casa a la que hacía llamar fonda, que disponía de una sola habitación para huéspedes. Solo un cliente cada vez. Solía acoger a jóvenes obreros que venían a trabajar a las construcciones cercanas. Proporcionaba cama y desayuno. Por no ofrecer más, no daba ni conversación. Solo sus murmuraciones permanentes. El salón parecía un expositor de saleros, cada uno con su cartel. Cada cartel con un nombre. Salvo esa excentricidad nada de particular tenía la fonda.

Fue caer el salero y escuchar por primera vez la voz de la vieja maldiciendo y arrojando sobre mí negros augurios. Pese al susto inicial, resté importancia a tan incómoda situación con un recurrente cumplido que hizo volver a la anciana a sus murmuraciones entre dientes.

Me despedí y salí de la fonda despreocupado. No fue hasta que en mi paso se interpuso una escalera que volví sobre la sal, los augurios de la vieja y la posibilidad de que me ocurriera algo. Tonterías. Supersticiones de pueblos. Llegando a la obra me pasó un camión rozando la espalda y volví sobre la sal, otra vez las supersticiones, y de nuevo despejé mi mente con la faena del día.

A la hora del almuerzo mi mente estaba permanentemente ya varada en una especie de ralentí de preocupación con la idea de que algo malo me fuera a ocurrir. Cuando uno está subido a un andamio no es complicado visualizar una desgracia. Y así pasé el día. Lo cierto es que ningún sobresalto alteró la rutina. Al salir del tajo me fui con los compañeros a tomar unos chatos a la plaza. Un cacahuete, un maldito cacahuete fue el último detonante de mi preocupación del día. Se me quedó atravesado en el gaznate y solo los golpes en la espalda de mis acompañantes hicieron salir al fruto seco entre mis lágrimas de esfuerzo y las risas de los que me rodeaban. Que ganas tenía de llegar a casa y acostarme.

Aliviado entré en el comedor y dejé mi mochila encima de la mesa mientras repasaba con la vista los saleros dispuestos en la pared. Había uno nuevo. Fue en ese instante en el que sentí como la hoja atravesaba mi pecho y la sangre empezó a manar a borbotones. Antes de desplomarme pude leer mi nombre en el cartel que acompañaba al salero.


Detrás de mí la vieja murmuraba entre dientes.

martes, 8 de octubre de 2013

#72 BABIECA Y YO



Conjeturas aparte, Rodrigo era un hombre normal. Tenía su casa, su corral, su tractor, una pequeña furgonetilla que le traía y le llevaba, y un burro. Poco aprecio tenía por todas aquellas cosas a excepción del pollino, bastante vulgar por otra parte: pardo como sucio, viejo y ocioso. Y sin embargo Babieca, que así le puso Rodrigo, cumplía las expectativas de su dueño, se dejaba cuidar y acudía cuando aquél le llamaba por su nombre. Rodrigo, a diferencia de otros hombres del pueblo, no concurría en el bar para mojar el gaznate con cazalla o anís. Tampoco se apoltronaba delante de la televisión a engullir cualquier programa o película que le pusieran. Él prefería dedicar tiempo a cepillar a Babieca, desparasitarle y alimentarle. Y, como quiera que el buen hombre siempre fue aficionado a la lectura de ciertos clásicos, así recitaba a su asno:

“―¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
―Porque nunca se come, y se trabaja.
―Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
―No me deja mi amo ni un bocado.
―Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Qureislo ver? Miradlo enamorado.
―¿Es necedad amar?
―No es gran prudencia.
―Metafísico estáis.
―Es que no como.
―Quejaos del escudero.
―No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?”

Babieca comía y a Rodrigo le parecía que más saboreaba las palabras de Cervantes que la paja o los terrones de azúcar.

―Estate listo, amigo mío, que esta tarde es domingo y saldremos.

Y estando el sol en el cénit del cielo Rodrigo se vistió como solía en aquellas ocasiones, botas de montar, camisa almidonada y pantalón ajustado. Salió al corral, cinchó a Babieca, agarró su vara, ensilló, y asno y amo salieron trotando en dirección poniente hacia el arroyo donde jinete bebería y abrevaría a la bestia antes de la puesta del sol.

―Tizona mía: ¿desfaceremos agún entuerto hoy, o hallaremos algún musulmán al que expulsar? ―comentaba el peculiar Cid a su vara de avellano.



miércoles, 2 de octubre de 2013

# 71 UNA DE HÉROES



Aquellos ojos vidriosos eran el reflejo de la emoción. Él había dado caza al malhechor y devuelto al rehén. Sus mallas amarillas con unas carreras resultado de la cruenta batalla daban fe del sobrenatural esfuerzo del héroe. Su reciente admiradora, absorta, se dejaba llevar por la imagen de aquella figura que la había elegido para hacer apología del bien.

Había recuperado aquella Barbie anoréxica a la que gustaba vestir de putón. Impropio para sus siete años. Los de la niña, no los de la Barbie. Esta última era ya una anciana que habiendo pactado con el diablo, la cirugía y el capitalismo salvaje; se mantenía joven eternamente. Y ella la vestía como una furcia de lujo de las que se arrastra por las fiestas en busca de unos tiros y unas copas de champán francés.

Él, erigido héroe, le daba al zumo de piña. Uno de esos artificiales elaborado a base de transgénicos licuados con cualquier mierda y un extra de calcio. Sus gafas apañadas con cinta aislante, el permanente churretón de tomate en la camiseta y esa mirada que infundía de todo menos miedo. Había recuperado al zorrón de la Barbie y vivía su momento de éxito.

 ―¡Te he dicho que dejes de ponerte mis medias! ―le gritó su madre mientras le propinaba un sonoro bofetón.


Todo fue silencio a los pies del tobogán, cuando el héroe, entre sollozos, era arrastrado a casa por su progenitora. ¡Qué poco dura la gloria!