miércoles, 25 de septiembre de 2013

#70 MUDO


Ruperto Cosí se había quedado mudo. Una buena mañana se despertó y, cuando quiso dar su diario buenos días en forma de “¡Mierda de vida!”, ningún sonido salió por su boca. Lo volvió a intentar y nada. ¿Un carraspeo? Nada. No sentía dolor de garganta ni ninguna otra molestia. Simplemente se había quedado sin habla. Cuando salió de su habitación su hermana comenzó a soltarle a bocajarro la retahíla de tareas que ella ya había llevado a cabo desde que perdiera el sueño, allá hacia las cuatro y media de la mañana, mientras él había permanecido en la cama.

―¿No dices nada? ―protestaba la hermana, con los brazos en jarras esperando una explicación.

Un día normal Ruperto habría entrado a discutir con su hermana, como solía, y la pelea habría quedado en tablas yéndose cada uno por su lado, juntándose después a la hora de comer para un segundo asalto. Pero aquel día no. Aquel día Ruperto miró fijamente a su oponente, abrió la boca todo lo que pudo y con el dedo índice de la mano se señaló repetidamente hacia el fondo. Luego bajó la mano, cerró de nuevo la boca y continuó con la mirada en los ojos de su hermana.

―Ahora resulta que te has quedado afónico. Te llevo diciendo toda la vida que las bebidas frías te iban a hacer mal, pero tú ni caso. Y yo ya no sé… ―. Pero ahí tuvo que dejarlo. Ruperto se había dado la vuelta y había desaparecido con su andar tranquilo.

Como todos los días, una vez puesta la gorrilla, salió a la calle y dirigió sus pasos con las manos en los bolsillos al banco en el que su pequeña pandilla de jubilados esperaba su llegada. O al menos un sitio le reservaban. Nada más cruzar la calle principal se cruzó con el alcalde.

―¡Buenos días, Ruperto! ¿Cómo se encuentra hoy? ―Cuando éste quiso contestar se dio cuenta de que no profería vocablo alguno, así que optó por hacer el mismo gesto que a su hermana, sumándole una subida y bajada de hombros con cara de resignación. ―Bueno, pues a cuidarse ese catarro entonces. ¡Que pases buen día! ―Y Ruperto levantó la mano con gesto de saludo y asintió entornando los ojos, antes de seguir su camino.

No era él ajeno a la burla que produciría su mutismo entre sus contertulios del banco. ¡Menudos eran todos como para perdonar un hecho que se saliera de la normalidad sin darle un par de cientos de vueltas! Pero lo asumía y, en definitiva, poco le importaba. Y así fue: el Manolo empezó con que si por fin la Perica, su hermana, se había atrevido a cortarle la lengua para echarla al guiso. El Lorenzo continuó con que qué se habría metido en la boca la noche anterior. El Martín con que si los había dejado a todos sin habla. Y el Pacorro con que si no tenía nada que contestar a todo lo que le decían. Él se dejaba hacer, qué remedio, y de hecho sonreía ante el buen humor grupal y las ocurrencias de unos y otros. El Lorenzo sí que le sugirió, pasado el tiempo de gracietas y chanzas, que se hiciera con una libreta y un lápiz para plasmar por escrito lo que quisiera transmitir. Pero Ruperto negó directamente con la cabeza. No le apetecía a él andar escribiendo todo el día a todo el mundo. Y de hecho, cuando le preguntaban él asentía firme, o meneaba la cabeza levantando las cejas, o acompañaba su gesto facial con un chasqueo de dedos o palmas. Y así se hizo entender aquella mañana y las siguientes. Y no fue especialmente incómodo.

Un día, volviendo de su cita con los amigos, al cruzar una calle algo distraído pensando en sus cosas, un coche frenó haciendo chirriar las ruedas para evitar atropellarle. Enseguida salió del vehículo un cuarentón envalentonado por verse cargado de razón, dispuesto a humillar en lo posible al jubilado a base de gritos e insultos plenos de desprecio hacia Ruperto, su edad y su condición. A verse éste desarmado de voz para contestar, se acercó al conductor y, sin mediar preparación, le despachó con una mano abierta. Dio media vuelta y continuó su camino pensando en lo práctico de no tener que desperdiciar palabras.

A la mañana siguiente Ruperto había recuperado la voz. Pero nadie lo supo nunca, pues aquellos días se había sentido muy cómodo en su condición de mudo y así quería seguir el tiempo que le quedara. ¡Qué placer el de no tener que dar siempre una opinión! ¡Qué gustazo el de poder dar un golpe en la mesa y que nadie te llamara grosero! ¡Qué lujo poder estar callado y dedicarse uno a sí mismo cuando quisiera sin ofender a nadie! Aquello comenzaba a ser vida para él.

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