miércoles, 7 de agosto de 2013

#63 MERCENARIO DE LA PALABRA



Era un mercenario y no tenía ningún reparo en anunciarse como tal. Cada letra que manaba de su estilográfica se pagaba a cuatro centavos. A él habían recurrido amantes despistados, comerciantes endeudados, y hasta en una ocasión el propio alcalde, queriendo redactar un bando en ausencia de su responsable de escritos y dimediretes.

En el precio se debía incluir la “tasa sentida”, que no era sino una muy particular fiscalidad que el Pocho de la pluma (así era como le llamaban) aplicaba a lo que le pedían poner por escrito. Si se trataba de un despido, y el jefe era un perro chingón de los que disfruta con semejantes desgracias, le aplicaba un suplemento de cincuenta por ciento. Si no lo quería pagar que aprendiera a escribir. Ese impuesto discrecional se lo entregaba el Pocho al despedido. Cada uno hacía la revolución a su manera, pensaba mientras mojaba la estilográfica en el bote de tinta.

Sin embargo, cuando era una misiva emocionada, una carta de amor, un aviso de reencuentro o cualquier otro feliz acontecimiento, la letra estaba de saldo. El Pocho movía con armonía la pluma, como un pintor tintando el mundo al son de una sinfonía atronadora. A veces incluso cerraba los ojos, tocaba la cara del cliente, se movía a su alrededor recitando alguna frase a modo de mantra. Más parecía un rito vudú que un ejercicio literario. Al final siempre llegaba el pedido, ya fuera en verso o en prosa, pero la esperanza del solicitante se plasmaba en aquellos trozos de papel reciclado que el Pocho empleaba para sus escritos. Aprovechaba el reverso del papel usado, no por una cuestión de ecología y reciclaje, sino porque el Pocho insistía que la historia que aportan los textos no estaba sólo en las palabras, sino en el bagaje de quien las transporta, y éste no era otro que el papel donde se dejaban caer las palabras y se ordenaban para dar forma a lo que el corazón, el amor o la ira, la inquietud o la alegría, la esperanza, la desazón o la envidia desperdigaban sin patrón.


Por eso el día que el Pocho enfermó y dejó libre su esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, los vecinos enmudecían al pasar por su humilde letrero que rezaba “Mercenario de la palabra. Usted señale, que yo disparo”. Y más tarde su corazón dejó de bombear vida, y con ella se marcharon sus letras, su cañón y su recámara. El mercenario dejó un hueco en la esquina, en la calle y en las almas de aquellos que querían decir por tener que contar, pero no sabían cómo hacerlo. Y en una especie de procesión improvisada, por primera vez el Pocho se hizo letra en boca y en manos de otros, cuando cada vecino se acercó para dejar al lado de su cartel, en aquella esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, un trozo de papel ya usado, con letras dibujadas sin orden ni concierto, un baile de signos que sabían que allá donde anduviera el Pocho, sacaría un rato para darles orden y regalarles un último verso. Y éste estaría de saldo. Por liquidación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario