miércoles, 10 de julio de 2013

#59 ESPELUZNANTE



Con la llegada del calor el número de crímenes se incrementaba. Si bien era cierto que éstos se producían durante todo el año, en verano crecían de manera exponencial. Y lo peor de todo es que a nadie parecía importarle que así fuera. Estos actos se llevaban a cabo de manera pública, por lo general, con numerosos espectadores que, o bien por la costumbre, o bien porque realmente no les importaba que sucedieran, no se alteraban lo más mínimo. Cuando uno de estos crímenes tenía lugar en público se podían ver un par de actitudes, ambas igual de reprobables: estaban los que directamente no hacían el menor caso y continuaban su camino como si nada acabara de suceder, y también estaban los que se paraban a contemplar el espectáculo más o menos tiempo y después también continuaban su camino. Pero, sin duda, la actitud que más me exasperaba de todas era la mía propia que, siendo plenamente consciente de que delante de mis narices se estaba cometiendo una atrocidad, acababa por ser como uno más y no mostraba mi indignación tomando las de Villadiego por miedo o por el hecho vergonzante de ser el único que se sintiera molesto por lo que acabara de presenciar.

Era indecente. Era indecente el que yo tomara al final la misma actitud que los demás. Pero era aún más indecente que los hechos se produjeran en sí. O al menos eso me decía yo para justificarme. Además ―me daba yo mismo la razón― los crímenes tenían muchos cómplices. No se trataba sólo de ejecuciones y punto, no. Eran ejecuciones premeditadas, con la ayuda de otros individuos que ponían a las víctimas en manos de sus verdugos. Trabajo fácil. Se realizaba y ahí quedaba la marca de la violencia expresa. Curiosamente, los criminales poseían en muchos casos una serie de ritos que los hacía parecer en ocasiones hasta sensibles, pues cuando el acto final tenía lugar, aquéllos gritaban y hasta podían soltar lágrimas por sus ojos, como si de un símbolo de dolor compartido para con la víctima en cuestión se tratara.

¿En qué pensaba esta sociedad adormecida? ¿No había sido suficiente ver como a lo largo de los años estos delictivos actos habían quedado siempre impunes? ¿Nadie se atrevía a alzar la voz hacia las autoridades para que pararan la incesante ola, que siempre había sido tsunami y que no parecía tener fin, sino perdurar en el tiempo?


Al parecer, todo indicaba que siempre habría un inconsciente padre o una distraída madre capaces de poner un pobre helado, sabiendo el destino que éste correría simplemente estrellado en el suelo en el mejor de los casos, si no pisoteado y humillado, en las torpes manos de un niño. Era irremediable.

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