martes, 11 de junio de 2013

#55 ESTRUENDOS



Yo hacía tronar. Como morteros ajusticiando la calma. Ruidos que, sin dejar de ser conocidos, cada vez que retumbaban parecían extraños. De nuevo el sobresalto y desconcierto. Era como aquellas imágenes de las guerras que podemos contemplar en directo en el mundo moderno, como esas muertes en directo, con sus gritos y carreras. Como un mercado abarrotado en Sarajevo, con los silbidos de las balas de los francotiradores haciendo su recorrido caprichoso en busca de algún incauto que hace  la compra diaria. Y, aunque quitemos el sonido a la televisión, no dejamos de oírlo.

Era como un choque de placas tectónicas, que en un lento pero implacable movimiento hace tambalear los cimientos de la tierra, dando la vuelta al mundo que pisan los mortales. Ruido ensordecedor seguido de descontrol, la furia desatada que, de tanta fuerza, dejaba de oírse.

El batir del mar enfurecido contra el casco de una frágil embarcación, las olas que hacen columpiarse a los pasajeros inútilmente cobijados dentro de un cascarón al que cuesta reconocer entre la espuma bárbara que segrega la ira de las lanzas de Neptuno. Y más gritos y terribles presagios.

Cuando el estruendo no hace presagiar nada bueno, cuando el sonido te anuncia el fin de la paz mundana en la que te hayas sumido. Cuando sabes que el fin está cerca, y el mismo terror de su aviso hace que de pronto desees que llegue el desenlace.

Me gustaba sentir mis entrañas como un desfile militar ambientado por Wagner, con tropas marchando firmes y gloriosas, y ese retumbar armónico, valiente, poderoso. Alzar el cuerpo hacia un nuevo sol, un destino sólo escrito para los más grandes, emperadores, zares, reyes.


Y entonces me llegaba el golpe, como cada mañana, un zas que nada tenía de armónico y poderoso, de gloria o furia. Quizás algo de ira. Y todo por mi puntual rrriiinnnggg a las siete de la mañana.

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