martes, 25 de junio de 2013

#57 ESPUMA.



Es como la espuma. No tiene ni misterio ni alteraciones. Tal como la ves llegar conoces el recorrido que hará en su vuelta al mar. Quizá la marea, el viento o el ángulo de la luna puedan incidir en la trayectoria de regreso, pero en todo caso no conlleva ningún misterio ese retorno.

Así me gusta que sea, como una vida sencilla en la que apreciar los matices sin la necesidad de preocuparse por la posibilidad de no encontrar el camino de vuelta, por miedo a que esas mareas, esos vientos o esa luna tan puntual a su cita, se desbocaran en sus propios parámetros y convirtieran la tranquilidad de una rutina apacible, en un desenlace fatal.

Y así transcurren los días, las noches, las estaciones y las mareas. Pero lo espuma no deja de acariciar la fina arena, de transportar en su cresta restos de madera, algas, y perlas de chapapote. Delicadamente las abandona en esa sombra que deja el agua en la tierra mojada, onda coronada por la línea que la sal marca como frontera. Y se vuelve a retraer a su origen.

La espuma se desata por diferentes motivos, pero aquella espuma, la que yo contemplo surge del batir de las olas, que no son grandes, pero sí constantes. Y pienso que son como los azares de la vida, que llegan y se van. Que mientras no se desboquen enfurecidas las olas, aguantamos sus embestidas a diario, sin dejar de contemplar la espuma, su avance y vuelta. Para lo que no estamos preparados es para un golpe de mar, de los que se llevan por delante la vida de marinos y mariscadores, de los que en la vida real nos pasan a cualquiera por encima sin contemplaciones. Haber estado atento, preparado. Porque ahora será a ti a quien la espuma deje varado en la orilla.

Si nos fijamos un poco en la fuerza de la marea, si miramos detrás de los vientos y los hilos que mecen la luna, caeremos en la cuenta de que en nuestra vida somos nosotros los que generamos la espuma, somos los que propiciamos con nuestros actos la voracidad de los elementos que desencadenan la ola. Nosotros somos los responsables últimos de que terminemos yaciendo sobre la arena. Nosotros…


― ¡Papá, sólo te he dicho que me iba a pasar la noche con Ana!

martes, 18 de junio de 2013

#56 UN SEGUNDO



A ritmo de constelaciones bañadas en mojo picón pienso en la importancia del tiempo. Y en cómo siempre lo fracciono y fracciono hasta llegar a mi obsesión: el segundo.

En un segundo no hay tiempo suficiente para decirlo todo. No podría un pecador confesar todas sus culpas y miedos, recibir la absolución para después cumplir la penitencia pertinente antes de arder en las calderas de Pedro Botero. Es demasiado poco. No podría un enamorado, tras la consabida pregunta del ministro de la iglesia,  explicar ante la expectante feligresía que aquél que su cuerpo postra ante el altar a punto de recibir el santo sacramento del matrimonio, la noche anterior se postraba ante él con fines totalmente distintos y profanos. Es demasiado poco. No podría convencer un político corrupto a todos sus votantes y detractores de que sus recurrentes y hasta cadentes intromisiones de mano en la caja pública siempre han respondido a la obligación moral de dar una futura vida mejor al zote de su primogénito que jamás agradecería tal acción, y de ocultar temporalmente a su esposa en determinada y anónima clínica para alcohólicos, en lugar de dar a conocer la triste situación de su familia, provocada, como si de un efecto dominó se tratara, por él mismo el día que juró su cargo ante el rey. Es demasiado poco.

Paradójicamente, en un segundo te da tiempo a reaccionar al volante de tu automóvil y evitar un accidente mortal de necesidad, habiendo estudiado dos o tres posibles escapatorias. Te da tiempo a dar tres volteretas mortales con patada para dar matarile último contrincante y casarte con la chica, o marcar el gol de la victoria en tu juego de la play favorito. Te da tiempo a cerrar la página porno que estabas viendo tranquilamente antes de que tu madre haga acto de presencia en tu habitación creyéndote inmerso en tus apuntes y estudios para el examen del día siguiente. Te da tiempo a decir no a la compañera que ha aprovechado la fiesta y las copas que paga la empresa para tener el valor suficiente de insinuarse como si fuera el maldito Follow Me de los aeropuertos. Te da tiempo a encender el cigarrillo de después junto con la compañera a la que habías dicho no pero que, habiendo hecho uso de todas sus armas de mujer, no te entendió. En fin, el segundo es tan relativo…

Y así con todo. Porque además de ser, según la vigésima segunda edición del diccionario de la lengua española de la RAE, “m. Unidad de tiempo en el Sistema Internacional, equivalente a la sexagésima parte de un minuto de tiempo […].”, también es “adj. Que sigue inmediatamente en orden al o a lo primero”. Y así es como, además de serlo, me he sentido en muchas ocasiones de mi vida. Hijo mediano de tres, por lo tanto segundo, era demasiado pequeño para ciertas cosas que sólo mi hermano mayor podría entender. Pero lo que no dice el diccionario es “adj. El que en una secuencia de tres, está en posición intermedia”. Por lo tanto, en mi caso también resulté ser demasiado mayor para otras ciertas cosas que sólo mi hermano pequeño podría aceptar. Este estar sin ser, ser sin estar, pintar sin pintar y encajar sin llegar a encajar del todo me llevó directamente a verme separado y solo en muchas ocasiones. Al principio las intentaba evitar, pero no dejo de buscarlas constantemente ahora. Y el concepto segundo en lo relativo al tiempo se ha convertido en mi tótem, en mi OM, desde que acerté a dar con la entrada segundón bien recogidita en mi diccionario y que me define perfectamente, pero a la que tengo cierta tirria por el uso peyorativo y malintencionado que se le da. Así que me licencié como físico, hice mi tesis sobre “Los casi diez millones de períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesio: el segundo.”  Posteriormente fui contratado por el Instituto de Astrofísica de Canarias.

Y dándole vueltas y vueltas como con todo hacía vocacional y profesionalmente, me paré cierto tiempo, siempre a ritmo de estrellas y agujeros negros bañados en mojo picón, en mi segundogenitura, su idiosincrasia y las consecuencias. Y tras plantearme ciertas opciones a las que dediqué varios segundos, escogí la segunda, como no podía ser de otra manera

En el segundo piso del portal 25 de la calle Los Olivos, vivían aún mis padres cuando me acerqué a presenciar su último segundo de vida.


Como fuera que mi padre no se hallara, y aprovechándome de la tranquilidad de mi madre para conmigo, la arrojé por la terraza. ¿Ese segundo habría sido de los largos o de los cortos? Intentaría preguntar a mi progenitor cuando le llegara a él su turno. Él sería el segundo.


martes, 11 de junio de 2013

#55 ESTRUENDOS



Yo hacía tronar. Como morteros ajusticiando la calma. Ruidos que, sin dejar de ser conocidos, cada vez que retumbaban parecían extraños. De nuevo el sobresalto y desconcierto. Era como aquellas imágenes de las guerras que podemos contemplar en directo en el mundo moderno, como esas muertes en directo, con sus gritos y carreras. Como un mercado abarrotado en Sarajevo, con los silbidos de las balas de los francotiradores haciendo su recorrido caprichoso en busca de algún incauto que hace  la compra diaria. Y, aunque quitemos el sonido a la televisión, no dejamos de oírlo.

Era como un choque de placas tectónicas, que en un lento pero implacable movimiento hace tambalear los cimientos de la tierra, dando la vuelta al mundo que pisan los mortales. Ruido ensordecedor seguido de descontrol, la furia desatada que, de tanta fuerza, dejaba de oírse.

El batir del mar enfurecido contra el casco de una frágil embarcación, las olas que hacen columpiarse a los pasajeros inútilmente cobijados dentro de un cascarón al que cuesta reconocer entre la espuma bárbara que segrega la ira de las lanzas de Neptuno. Y más gritos y terribles presagios.

Cuando el estruendo no hace presagiar nada bueno, cuando el sonido te anuncia el fin de la paz mundana en la que te hayas sumido. Cuando sabes que el fin está cerca, y el mismo terror de su aviso hace que de pronto desees que llegue el desenlace.

Me gustaba sentir mis entrañas como un desfile militar ambientado por Wagner, con tropas marchando firmes y gloriosas, y ese retumbar armónico, valiente, poderoso. Alzar el cuerpo hacia un nuevo sol, un destino sólo escrito para los más grandes, emperadores, zares, reyes.


Y entonces me llegaba el golpe, como cada mañana, un zas que nada tenía de armónico y poderoso, de gloria o furia. Quizás algo de ira. Y todo por mi puntual rrriiinnnggg a las siete de la mañana.

miércoles, 5 de junio de 2013

#54 Y YO SEGUÍA ALLÍ.



Toda la vida haciendo lo mismo, y a esas alturas sentía un enorme vacío en mi interior. Era como si todo yo fuese un relleno que estaba puesto ahí con un único fin. Desde que nací, desde que me asignaron un rol. Y sin embargo el campo que siempre había vislumbrado y el cual había sido mi hogar me había despertado intensas ansias de conocimiento, de aprender, de recorrer mundo y atesorar nuevas vivencias.

Pero me sentía anclado a esa tierra, y sentía la responsabilidad de velar por ella. Dos generaciones había visto crecer en aquellas tierras y siempre había sido igual. De pequeños, los muchachos me prestaban mucha atención, jugaban conmigo, incluso alguna burla caía, pero a mí no me importaba, porque me entretenían y me sentía útil. Por un momento dejaba de pensar en mi labor de guardián de aquellas tierras, de esa cosecha que a tanta gente daba de comer.

Y sin embargo, aunque aquello pudiera ser una falta de lealtad, no pocas veces soñé con ser pájaro, con comer furtivamente los granos que con tanto esmero plantaban en la tierra seca, pero sobretodo volar, sentir que podía dejar atrás el tedio de mi función. Con las estaciones las aves que sobrevolaban la finca cambiaban de tamaño y de color, aunque para mí todas eran iguales. Me hubiera gustado poder conversar con ellas, que me contaran los lugares de los que venían, lo que habían vislumbrado desde allí arriba, ciudades, campos, pueblos, montañas y valles. Me hubiera gustado saberlo todo del mundo y de sus gentes y no por ser desagradecido, que yo sentía que debía estar contento por estar donde estaba. No. Sólo era por ganas de conocer.

Pero los pájaros no hablaban conmigo, me evitaban por muy sigiloso que yo fuera, por mucho que no hiciera los aspavientos que el cabeza de familia, agricultor desde que se mantuvo en pie, hacía con la azada en gesto amenazador mientras balbuceaba todo tipo de improperios a las aves que osaban posarse en sus tierras. Yo me mantenía quieto, con la esperanza de que con el paso del tiempo supieran que no era una amenaza, que podían venir y contarme sus viajes y que yo gustoso les ofrecería cobijo.


Pero eso habría sido otra historia que reescribiría la mía. Porque yo no podía hacer tal cosa, mi falta de lealtad no podía ir más allá de unos inofensivos sueños, en los que apoyarme para solventar la lentitud de los días con sus noches. La desidia que sentía se veía alterada con la visita cada primavera de un pequeño jilguero. Desde la primera vez que llegó se atrevió a posarse en mi hombro y podía permanecer allí durante horas. Si bien es cierto que nunca me habló, ni me contó historias, ni emocionantes aventuras, sentía que tenerlo cerca me hacía sentirme persona. Creía percibir el frágil aliento y el roce de su pico y eso me recordaba lo que debía hacer y, sin embargo, no estaba dispuesto a aceptar. Me hacía sentir vivo. Y sin más puede que no se aprecie el valor, pero se convierte en algo extraordinario cuando estás hecho de trapos y paja.