miércoles, 8 de mayo de 2013

#50 YO Y OTROS ANIMALES.



-¿Cómo están los animales? –fue lo primero que me preguntó mamá nada más entrar en la habitación del hospital.

-Bien, no te preocupes por nada, están perfectamente. Te echan de menos y quieren que te recuperes pronto para volver a verte.

Desde que tengo memoria he visto animales en casa. Y cuando digo “casa” es CASA. No era extraño cruzarse por el pasillo con un cerdo que paseaba. O tener que pedir permiso a las gallinas para poder ocupar una plaza en el sofá del salón. O incluso encontrarse con un caballo en el cuarto de baño cuando uno quería ir a hacer pis. Mi madre los trataba a todos como un miembro más de la familia. Les hablaba, les aseaba, les daba de comer… Así que el día que entré con un loro en el hombro, a nadie le pareció raro. Ni a mi madre y hermanos, y tampoco al resto de seres vivos que lo vieron llegar. El loro, nada más llegar, gruñó, agitó las alas y no volvió a posarse sobre mi hombro. Enseguida descubrió quién manejaba aquella selva y casi no volvió a separarse de mi madre. A casi todos los nuevos les pasaba lo mismo hasta que cogían confianza. Ella les hablaba con palabras cariñosas, les ponía un nombre y les buscaba su sitio en casa. Ramón, el mono, era el bromista. Le escondía las cosas a mi madre para que ella las encontrara. Y ella le seguía el juego hasta que se rendía y Ramón aparecía de nuevo con la cuchara de palo, el cepillo del pelo o las alpargatas. Ella hacía con que le regañaba y aprovechaba para rascarle. Y él encantado. Pedro, el gato, ayudaba en las tareas de limpieza subiéndose a las estanterías altas y pasando el polvo con un trapo. Y Paco, que así es como bautizó mi madre al loro, volaba por las mañanas hasta el buzón de la entrada de la finca y recogía la correspondencia que traía con el pico, a cambio de una manzana o unas semillas. Pero la realidad es que aquel hotel de animales en el además vivíamos unas cuantas personas, era una locura. A pesar de los esfuerzos de mi madre porque los animales o bien usaran el inodoro, o bien salieran al exterior a hacer sus necesidades, era frecuentísimo encontrar deposiciones no humanas en distintos lugares. Mi madre sabía identificarlas perfectamente y siempre se dirigía al responsable a hacerle partícipe de su desagrado. Nosotros le insistíamos en que era un esfuerzo ímprobo. No era lo mismo conseguir que Paco trajera las cartas a que saliera de la casa a hacer sus necesidades. Pero ella estaba convencida de que era cuestión de educación, y, como a las personas, se les podía enseñar con premios y castigos. Aparte de las deposiciones, había otro tipo de restos en forma de pelos, pieles y plumas, pero esos eran inevitables.

-Mamá, no te entienden, no sigas intentándolo.

-¡Claro que me entienden! Pero se hacen los comodones. Y saben que si quieren comer, tienen que arrimar el hombro. Mira a Lucio como tira del molino. Porque sabe que luego le doy su pienso y su paja sequita para que descanse.

Y no se la podía convencer de que los animales eran eso, bestias.

Cuando mi madre se puso enferma, todos pensamos que la casa se vendría abajo. Los animales los primeros. Así que, como si supieran que aquello iba para largo, ellos mismos empezaron a ser más solidarios, entre ellos mismos y con nosotros, minoría absoluta. Se les comenzó a notar también algo más tristones y la casa, que antes parecía la pista central de un circo, se fue apagando de ruidos. Y al final el cáncer pudo con mi madre. La enterramos donde a su marido junto al tronco y bajo las ramas del árbol preferido de ambos: el sauce llorón, curioso para una pareja que cuando más tristes estaban sonreían. Al acto acudieron los animales por voluntad propia.

Al día siguiente me desperté con una sensación extraña en el cuerpo. Ya había amanecido y apenas se oía un ruido en la casa. Era cierto que los animales últimamente habían bajado la intensidad en sus comunicaciones, pero aquello era distinto. Boquiabierto y ojiplático es poco decir de la cara que se me puso cuando bajé de mi dormitorio y puse el pie en el salón. Estaba vacío. No quedaba ni un solo bicho. Recorrí hasta el último rincón de la finca para confirmar que todos los animales se habían despedido el día anterior de su madrina y durante la noche habían desfilado en absoluto silencio para no tener que dar explicaciones a ningún humano.

Algo cabizbajo fui hasta el buzón de la entrada para recoger la correspondencia yo mismo. En el momento en el que abrí la portezuela Paco aterrizó sobre el cajetín. El susto hizo que diera con mi culo en la tierra del camino de entrada. Me quedé mirándole y él mirándome a mí.

-¿Por qué os habéis ido?

Paco gruñó.

-¿Dónde vais a ir?

Paco emitió otro gruñido algo más gutural.

-Mamá tenía razón, ¿verdad? Entendéis perfectamente todo lo que decimos.

Paco movió su cuello arriba y abajo, arriba y abajo.

-Y no creéis que nosotros seamos capaces de cuidar de vosotros como ella, ¿cierto?

El cuerpo de paco se balanceó de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. Yo vacilé un momento.

-Tienes razón, ¿sabes? Pero te propongo un trato: vuelve con los demás dentro de tres meses y te sorprenderás.

Paco gruñó, parpadeó dos veces y salió volando.

Pasado ese tiempo, una interminable fila fue desfilando ante la puerta del nuevo Hotel Animales. Mis hermanos y yo habíamos reformado y acondicionado la granja entera para dar la posibilidad de hospedar a aquellos que durante tanto tiempo fueron parte de nuestra propia familia y a otros muchos que se sumaron gracias a la labor pico a oreja que Paco llevó a cabo. Todos tuvieron su lugar. Posiblemente fuera una locura, pero estábamos seguros de que nuestra madre habría estado orgullosa del resultado.

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