martes, 28 de mayo de 2013

#53 VIVIENDO.



La vida se presentó como una secuencia de puntos lineales, cuando en realidad llevaba viviendo una concatenación de bucles vertiginosos de los cuales solo pretendía salir equilibrado. No fui capaz de estrecharle la mano. Me desvanecí.  

miércoles, 22 de mayo de 2013

#52 TANTO DA



Apolonio se levantó por la mañana como un día cualquiera lo habría hecho. Era un día cualquiera al fin y al cabo. Se abrasó la lengua y la garganta con el café bebido de un sorbo, como siempre, y se metió en la ducha. Como un día cualquiera se echó jabón en los ojos y quedó temporalmente ciego hasta que el escozor pasó. Aquel día también se puso un calcetín de cada color, como bien podía ser habitual, y salió a la calle en busca de su coche. Llegó a la oficina tarde – o temprano, tanto daba – para cerrar los oídos disimuladamente ante las broncas y amenazas de su jefa, tras lo cual tomó un segundo café para que terminara de  revolverle el estómago y purgarlo en los váteres, como sucedía día sí y día no. Y el resto de la jornada de trabajo continuó de aquel modo, sin pena ni gloria. Tristeza tras ilusión, despropósito tras propósito, estrepitoso fracaso tras pobre intento.

A las siete de la tarde llegó a la conclusión de que no había estado mal como viernes desastroso y recogió su solitario coche del parking para volver a su solitaria vida en casa. Al menos en la oficina estaba rodeado de más gente de verdad, gente con sus vidas, con sus inquietudes, con sus alegrías. Gente normal – o anormal, tanto daba – que inconscientemente le hacían compañía. Apolonio posaba sus ojos sobre el semáforo, que ya se había puesto en verde hacía un rato, pero en realidad su mirada atravesaba aquella luz y se estrellaba en el firmamento.

Un brusco movimiento le sacudió y pasaron una eternidad de milisegundos hasta que se diera cuenta de que un coche le había impactado. Sin parpadear, sus ojos miraron por el retrovisor donde unas manos sujetaban una cabeza propietaria de una hermosa melena rubia. Entonces volvió a la realidad con una serie de seguidos parpadeos. Abrió la puerta del coche, bajó y se dirigió hacia el que tenía detrás.

-¿Está usted bien, señorita?
-¡Uf¡ Estoy viva, que creo que ya es mucho. Vengo despistadísima y sólo había visto la luz verde. Perdona el intento de intrusión de mi motor en tu maletero.

La joven se apeó aturdida de su también perjudicado vehículo, el cual sólo se había quedado en el intento. Entre ambos retiraron los restos de una calle sin tránsito, ni tráfico, ni miradas detrás de ninguna cortina de ninguna casa. Estaban solos. Y una farola. Hablaron con tranquilidad y educación del accidente. Ni una palabra más alta que la otra. Ni una recriminación, sólo reconocimiento y responsabilidad. Tras el papeleo y toma de respectivos datos, ella volvió a hablar con su aseguradora para confirmar:

-Ya viene. La grúa digo.

Y llegó. La grúa. Y se llevó su coche, pero ella se quedó.

-No hay taxis por aquí – informó Apolonio.
-Ya lo sé. Me llevas tú.
-Hoy es mi cumpleaños. Te invito a cenar.
-Acepto.
-Y tomamos luego una copa.
-Sí, así me da tiempo a pensar tu regalo.
-Sí. No me gustaría quedarme con el radiador de tu coche en el maletero como prenda.

Cenaron. Tomaron una copa. Hicieron el amor – como regalo, tanto daba. Se despidieron hasta otro día. Apolonio no se podía creer que precisamente el día de su cumpleaños los planetas se hubieran alineado para que el devenir de los acontecimientos hubiera transcurrido como lo recordaba. Y lo recordaba muy bien, con mucho detalle y datos concretos de direcciones, matrículas, horas y peinados.

Y al despertar recordó con más detalle aún si cabe cada minuto. Las manos que sujetaban una cabeza con una hermosa melena rubia, en realidad sujetaban sólo una cabeza. No había melena rubia que colgara, porque el tipo del coche de atrás era calvo. No hubo ningún “¿Está usted bien señorita?” después de acercarse al otro coche, porque nunca se acercó hasta allí, sino que fue el tipo calvo el que se acercó hasta él con los ojos fuera de sus órbitas increpándole con lindezas del tipo “¡pedazo de cabrón, responde!” o “gilipollas, ¿por qué no has arrancado si me veías venir sin frenos?”. No hubo una calle tranquila y vacía sin testigos de los hechos. Al contrario, ante el ruido del frenazo y el impacto y los gritos inmediatos, se arremolinó en la avenida gran cantidad de público que vio su actuación estelar cuando dijo “hoy es mi cumpleaños”, lo que provocó que el tipo calvo ardiera en la pira de su propia ira y le premiara con un obsequio tras otro en forma de puñetazos, patadas e incluso un cabezazo en la nariz.

Pulsó el botón para que se acercara la enfermera y le dijo que era su cumpleaños, que si le podía regalar una aspirina – o un paracetamol, tanto daba.








miércoles, 15 de mayo de 2013

#51 NO SOLO ERAN ZAPATOS.




Yo sólo quería unos zapatos nuevos. Nada más. No creo que fuera tan complicado de procesar y entender. Había estado pasando por delante de la zapatería los últimos tres meses y allí habían estado, inamovibles, con todo su lustre, a la vista de los viandantes. Y nadie los había comprado. Sabía que eran los mismos y que no los habían repuesto porque con el paso de los días y mi meticuloso escrutinio de ese par, había percibido una tara en el filis izquierdo. Siempre me había hecho mucha gracia eso del “filis”, palabro por otro lado más habitual de lo que pudiera parecer en una casa en la que vivíamos seis personas y todos heredábamos la ropa de los anteriores. Así que no os quiero ni contar cuántos filis había puesto nuevos el zapatero de mi barrio. Mi padre me mandaba llevar los zapatos para su arreglo y a mí me encantaba ir. El zapatero llevaba siempre puesto un delantal de paño, de un color indescriptible, que le daba un aura que me fascinaba. Yo de mayor quería ser como aquel hombre, quería ser zapatero. Luego no. Llegué a la conclusión que debían ser los efluvios de la cola con la que fijaba el filis que me embriagaba y me sumía en un trance demasiado profundo para mi corta edad.

El caso es que aquel zapato izquierdo tenía una fina raya que acompañaba a la suela por todo el contorno, y que lo diferenciaba de su par. Llegué a obsesionarme con aquellos zapatos. El negro betún le confería una elegancia que por otro lado estaba acorde con su disparatado precio, porque al margen de mi exiguo presupuesto, que obviamente no me daba para adquirir aquella joya, creo sinceramente que nadie debiera pagar doscientos euros por un par de zapatos. Aunque vengan con un ejército de masajistas de pies incorporados.

El zapatero, un hombre mayor, con ese gesto entrañable que tienen las personas mayores que han transitado felizmente por la vida, les pasaba un plumero cada día, para que no cogieran polvo, y con un gesto rayando lo patológico, los colocaba perfectamente alineados el uno con el otro y el par en perpendicular al catoncillo que recogía el desproporcionado precio. Aquella rutina me erizaba la piel.

Pasó la primavera y nadie quiso llevárselos a casa. Pero es que pasó entera, del 21 de marzo al 21 de junio. Tres meses clavados en los que ninguno de los ignorantes que habían entrado en el establecimiento se habían siquiera fijado en ellos. Mucho modernito irritante con esas chancletas asquerosas de colores, roídas por el tiempo, el uso. Esos jóvenes que ahora vestían de cualquier manera, con el tiro del pantalón por las rodillas, anchas sudaderas y zapatillas de lona. El tiempo había hecho mella en la elegancia y las formas. Una vez entrado el verano supe que aquellos zapatos quedarían huérfanos de pies que los calzaran, el calor no era buena acompañante de aquella herramienta de distinción y clase. Para el periodo estival siempre era mejor unos náuticos, aunque chocara con el hecho de que en Madrid, tal y como repetía la canción, no hubiera playa.

Una vez supe que nadie se haría con aquel par, decidí que entraría en la tienda y se los pediría al zapatero. No podía pagarlos, pero podía darles el destino que merecían, y estaba seguro que un hombre que les había procurado el cuidado que yo había observado desde el escaparate, lo entendería. Me levanté temprano y me afeité con mi antigua Thiers-Issard, con empuñadura de marfil, en ese ritual que cualquier persona distinguida debía invertir el tiempo que fuera necesario. Jabón, brocha y navaja. Todo ello sobre una tinaja de aluminio antiguo, con jarra de loza repleta de agua tibia. Toalla de hilo.

El traje de domingo sobre el galán de noche, con la pajarita planchada sobre los hombros de la americana. Todo estaba dispuesto, todo salvo los zapatos, que bajo el galán se veían lejos de lo que se podía esperar del resto del atuendo. Como amenazaba lluvia, salí con el paraguas, largo, con final en punta metálica y rigurosamente negro. El paraguas no era sólo un protector para la lluvia, no. Los lords ingleses habían extendido su uso como signo de buenas formas, con ese golpe de muñeca que acompañaba a cada paso, con la misma cadencia y armonía. Decidido entré en la tienda, tras observar que los zapatos, tal y como había pasado los últimos tres meses, seguían en su atril, con su filis izquierdo rayado, sin una mota de polvo.

Allí estaba plantado el anciano con ese aire entrañable, con esa sonrisa educada, camisa y chaleco como antiguamente, perfectamente afeitado y dispuesto al buen trato con los clientes. Sin duda entendería mi mensaje, sabría comprender la importancia del gesto, es más, muy probablemente terminaría por agradecerme él a mí la misión que iba a emprender.

Pues no. No lo entendió. Y aquellos zapatos iban a ser míos. Así que tuve que matarlo. Tampoco me parecía tan complicado de entender.

miércoles, 8 de mayo de 2013

#50 YO Y OTROS ANIMALES.



-¿Cómo están los animales? –fue lo primero que me preguntó mamá nada más entrar en la habitación del hospital.

-Bien, no te preocupes por nada, están perfectamente. Te echan de menos y quieren que te recuperes pronto para volver a verte.

Desde que tengo memoria he visto animales en casa. Y cuando digo “casa” es CASA. No era extraño cruzarse por el pasillo con un cerdo que paseaba. O tener que pedir permiso a las gallinas para poder ocupar una plaza en el sofá del salón. O incluso encontrarse con un caballo en el cuarto de baño cuando uno quería ir a hacer pis. Mi madre los trataba a todos como un miembro más de la familia. Les hablaba, les aseaba, les daba de comer… Así que el día que entré con un loro en el hombro, a nadie le pareció raro. Ni a mi madre y hermanos, y tampoco al resto de seres vivos que lo vieron llegar. El loro, nada más llegar, gruñó, agitó las alas y no volvió a posarse sobre mi hombro. Enseguida descubrió quién manejaba aquella selva y casi no volvió a separarse de mi madre. A casi todos los nuevos les pasaba lo mismo hasta que cogían confianza. Ella les hablaba con palabras cariñosas, les ponía un nombre y les buscaba su sitio en casa. Ramón, el mono, era el bromista. Le escondía las cosas a mi madre para que ella las encontrara. Y ella le seguía el juego hasta que se rendía y Ramón aparecía de nuevo con la cuchara de palo, el cepillo del pelo o las alpargatas. Ella hacía con que le regañaba y aprovechaba para rascarle. Y él encantado. Pedro, el gato, ayudaba en las tareas de limpieza subiéndose a las estanterías altas y pasando el polvo con un trapo. Y Paco, que así es como bautizó mi madre al loro, volaba por las mañanas hasta el buzón de la entrada de la finca y recogía la correspondencia que traía con el pico, a cambio de una manzana o unas semillas. Pero la realidad es que aquel hotel de animales en el además vivíamos unas cuantas personas, era una locura. A pesar de los esfuerzos de mi madre porque los animales o bien usaran el inodoro, o bien salieran al exterior a hacer sus necesidades, era frecuentísimo encontrar deposiciones no humanas en distintos lugares. Mi madre sabía identificarlas perfectamente y siempre se dirigía al responsable a hacerle partícipe de su desagrado. Nosotros le insistíamos en que era un esfuerzo ímprobo. No era lo mismo conseguir que Paco trajera las cartas a que saliera de la casa a hacer sus necesidades. Pero ella estaba convencida de que era cuestión de educación, y, como a las personas, se les podía enseñar con premios y castigos. Aparte de las deposiciones, había otro tipo de restos en forma de pelos, pieles y plumas, pero esos eran inevitables.

-Mamá, no te entienden, no sigas intentándolo.

-¡Claro que me entienden! Pero se hacen los comodones. Y saben que si quieren comer, tienen que arrimar el hombro. Mira a Lucio como tira del molino. Porque sabe que luego le doy su pienso y su paja sequita para que descanse.

Y no se la podía convencer de que los animales eran eso, bestias.

Cuando mi madre se puso enferma, todos pensamos que la casa se vendría abajo. Los animales los primeros. Así que, como si supieran que aquello iba para largo, ellos mismos empezaron a ser más solidarios, entre ellos mismos y con nosotros, minoría absoluta. Se les comenzó a notar también algo más tristones y la casa, que antes parecía la pista central de un circo, se fue apagando de ruidos. Y al final el cáncer pudo con mi madre. La enterramos donde a su marido junto al tronco y bajo las ramas del árbol preferido de ambos: el sauce llorón, curioso para una pareja que cuando más tristes estaban sonreían. Al acto acudieron los animales por voluntad propia.

Al día siguiente me desperté con una sensación extraña en el cuerpo. Ya había amanecido y apenas se oía un ruido en la casa. Era cierto que los animales últimamente habían bajado la intensidad en sus comunicaciones, pero aquello era distinto. Boquiabierto y ojiplático es poco decir de la cara que se me puso cuando bajé de mi dormitorio y puse el pie en el salón. Estaba vacío. No quedaba ni un solo bicho. Recorrí hasta el último rincón de la finca para confirmar que todos los animales se habían despedido el día anterior de su madrina y durante la noche habían desfilado en absoluto silencio para no tener que dar explicaciones a ningún humano.

Algo cabizbajo fui hasta el buzón de la entrada para recoger la correspondencia yo mismo. En el momento en el que abrí la portezuela Paco aterrizó sobre el cajetín. El susto hizo que diera con mi culo en la tierra del camino de entrada. Me quedé mirándole y él mirándome a mí.

-¿Por qué os habéis ido?

Paco gruñó.

-¿Dónde vais a ir?

Paco emitió otro gruñido algo más gutural.

-Mamá tenía razón, ¿verdad? Entendéis perfectamente todo lo que decimos.

Paco movió su cuello arriba y abajo, arriba y abajo.

-Y no creéis que nosotros seamos capaces de cuidar de vosotros como ella, ¿cierto?

El cuerpo de paco se balanceó de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. Yo vacilé un momento.

-Tienes razón, ¿sabes? Pero te propongo un trato: vuelve con los demás dentro de tres meses y te sorprenderás.

Paco gruñó, parpadeó dos veces y salió volando.

Pasado ese tiempo, una interminable fila fue desfilando ante la puerta del nuevo Hotel Animales. Mis hermanos y yo habíamos reformado y acondicionado la granja entera para dar la posibilidad de hospedar a aquellos que durante tanto tiempo fueron parte de nuestra propia familia y a otros muchos que se sumaron gracias a la labor pico a oreja que Paco llevó a cabo. Todos tuvieron su lugar. Posiblemente fuera una locura, pero estábamos seguros de que nuestra madre habría estado orgullosa del resultado.