martes, 30 de abril de 2013

#49 QANIK


Sus botas forradas de piel de foca contrastaban con el blanco de la nieve. Qanik acostumbraba a mirarse los pies sin sentirse del todo a gusto, no llegaba a comprender por qué tenían que despellejar focas para abrigarse. Sólo contaba con cinco años y sus padres  habían intentado dar todo tipo de explicaciones a su hijo menor, justificando la caza controlada de focas en los alrededores del pueblo para alimentarse y vestirse.

Qanik solía darse paseos por la nieve y cuando encontraba un agujero en el que asomaba el mar, dejaba colgando su caña de pescar hecha con alguna rama y un sedal en cuyo extremo no había ni anzuelo ni cebo. Así pasaba largas horas, canturreando y haciendo dibujos en la nieve con sus dedos descubiertos. A menudo aparecía su amiga Tulimak y se sentaba a su lado. Los dos se miraban sin decirse nada, hasta que Qanik le dejaba su caña y entonces ella siempre repetía la misma pregunta:

- ¿Por qué pescas sin cebo?

Y él siempre respondía igual:

- No quiero dañar a los peces, el daño lo hacen los mayores.

Y ahí quedaba la conversación. Qanik sufría mucho con la llegada del mes de marzo que inevitablemente avisaba del desembarco de los cazadores canadienses para ejecutar su matanza anual de focas. Era entonces cuando sus paseos eran más largos, y más tristes. Solía colocarse en un montículo de nieve desde el que se divisaba la costa, desde ahí, veía los grandes barcos de los que partían en lanchas neumáticas grupos de cazadores hacia la costa. Con inexplicable crueldad los cazadores aplastaban el cráneo de las crías de foca arpas, o las tiroteaban.

Esa mañana Qanik salió de casa con su rudimentaria caña y con una honda que había fabricado con piel de oso. Se colocó en un montículo muy cerca de la costa y esperó la llegada de las lanchas de los cazadores. Los grandes barcos que rompían el hielo permanecían varios días fondeados frente a la costa, y así cada día salían los grupos de asesinos hacia su botín. Delante de él un agujero donde el agua bailaba con un ritmo constante, mecida por las olas que más allá sacudía el Ártico. Dejó caer el sedal de su caña y se puso a canturrear. El crujido de la nieve le alertó, aunque no se dio la vuelta. Ese crujir, esos pasos, sabía que Tulimak estaba rondando cerca. Cuando su amiga se sentó a su lado su cara triste hizo que creciera la rabia dentro de Qanik. Él le pasó la caña y se puso a dibujar líneas inconexas en la nieve. Este ritual, pese a su corta edad, llevaban realizándolo el suficiente tiempo como para saber cada uno cuál era su lugar, y qué conversaciones no era necesario mantener pues la sola presencia de ambos daba por hecho lo que querían decirse. Eran como dos ancianos apoyados en la barra de un bar, en la que cada día coincidían sin decirse nada, y sin embargo llegaban a saberlo todo el uno del otro.

Cuando Qanik vio aparecer a los cazadores en la orilla, apretó entre sus manos desnudas un puñado de nieve, con cuidado fue dándole forma, girando la pieza hasta pulirla y conseguir un círculo perfecto de nieve helada. Un poco más allá los cazadores empezaban a sacar sus picos de hierro, cuidadosamente envueltos en cuero y, por el brillo que desprendían, meticulosamente limpiados la noche anterior. Era curioso cómo un arma tan letal, a manos de unos hombres tan malvados se les podía aplicar semejante esmero para después desatar su furia contra algo tan delicado como una cría de foca. O al menos eso pensaba Qanik. Aún no había empezado el despropósito cuando la primera lágrima empezó a rodar por la mejilla de Tulimak. No había levantado la mirada del agua, seguía el vaivén del sedal, pero sus pocos años de vida le habían enseñado a reconocer los sonidos de la nieve, incluso entre la ventisca más feroz, sabían distinguir los pasos de un zorro acechando.

Aquel hombre blanco se acercó al primer grupo de focas, todas pequeñas, blancas, indefensas. Él era rubio, con una piel cuarteada por el oficio al aire libre. Pese al abrigo que le protegía del frío, o quizás precisamente por él, se le veía de grandes proporciones, un gigante al lado de aquel cachorro de foca al que se acercaba sin ni siquiera guardar sigilo. Con un gesto mecánico se posicionó al lado del animal, con la cabeza entre sus botas pero sin tocarlo, y la foca, sospechando el peligro, mantenía una postura rígida, adivinando su destino. El cazador alzó la mano, el brazo entero arrastrando el enrome pico de hierro, y en ese preciso instante en el que la inercia pierde fuelle y el movimiento está a punto de hacerse reversible un impacto violento le tiró al suelo. El reguero de sangre tiñendo la nieve esta vez no era de la foca, la cual seguía en aquella postura dictada por el miedo. Pareció como si el pequeño cachorro alzara la cabeza, a tiempo de escuchar las blasfemias de aquel cazador, que limpiándose la sangre de la frente pudo contemplar dos pequeñas figuras en lo alto de un montículo. Dos pequeños inuits cogidos de la mano, y una caña en la mano libre de ella y el extremo de una honda en la mano libre de él.

- Sólo los mayores hacen daño Tulimak. – Dijo Qanik antes de darse la vuelta y volverse al pueblo.

martes, 23 de abril de 2013

#48 M EN LA RED



Cuando M se miró en el espejo la mañana del 24 de abril de 2050 el rubio vello de los brazos se le erizó al recordar su edad. Cuarenta. Cuarenta años. Cuatro décadas. Le dio la sensación de que, a partir de entonces, al ser plenamente consciente de su edad, múltiples achaques de salud le sobrevendrían porque para M la cuarentena no suponía un paso, sino un salto; uno al que no quería enfrentarse, para el que esperaba otra ocasión mejor. Y eso teniendo en cuenta que era muy deportista, siempre lo había sido, siempre había estado en pleno estado de forma y nunca había tenido ninguna enfermedad grave que le impidiera seguir haciendo ejercicio. Así que M calculó que llevaba unos veinticinco años haciendo ejercicio y deporte de forma diaria. No fumaba y bebía alcohol con muy poca moderación en muy pocas ocasiones. Y como para borrar todo aquel mal rollo mañanero delante de su simétrico yo, se lavó la cara con agua fría, se secó enérgicamente y salió a correr a la calle una horita antes de de tener que ir a la oficina. El móvil indicó con una leve vibración que un mensaje había llegado.

 

Al entrar en el edificio se cruzó con bastantes conocidos de otras áreas con los que intercambió sólo miradas, miradas con medias sonrisas cómplices y miradas con palabras educadas. Aprovechó el tiempo que el ascensor dedicó a escupir personas para revisar todos sus mensajes privados que llegaban por las distintas redes al mismo dispositivo. Nada importante. La puerta se abrió en la última planta. Una sola persona. Al llegar a su cubículo con la cabeza aún agachada fija en las noticias, la onda expansiva de un vocerío de personas hizo que cortara su relación virtual de un solo golpe.

 

-¡¡Felicidades!!

 

Unos abrazos, unos besos y ramo de flores después cerró la puerta de su despacho de la unidad de crimen cibernético de inteligencia. Se sentó frente a su mesa, desbloqueó su ordenador y comenzó a revisar el trabajo. Ser mujer en aquel oficio y puesto no había resultado sencillo en un mundo predominantemente masculino. Pero desde los veinte había tenido claro lo que quería y lo había conseguido. A los diecisiete su familia se había visto obligada a mudarse primero de ciudad y luego de país por su culpa y ella se sintió en la obligación de reparar el daño. Por entonces salía con un chico. Tuvieron una relación de un año hasta que ella decidió acabarla y él hizo uso de las redes sociales a su alcance para deteriorar su imagen colgando en distintos sitios fotos que antes pertenecían exclusivamente a su intimidad, aderezadas con comentarios, números de teléfono y direcciones de correo electrónico. La presión fue tal que M intentó suicidarse en una ocasión. Sus padres optaron por cortar por lo sano y huir. Eso le salvó la vida, aunque fue muy complejo limpiar su imagen virtual y real. Desde entonces no volvió a mantener ninguna relación íntima con nadie más de una única vez. Ni tampoco a hacer uso de las redes sociales de Internet. Hasta los veinticinco. Entonces tuvo que renovar sus energías y su valor para entrar en crimen cibernético y volver a volcarse de lleno en ese mundo.

 

Sin embargo, un único cabo medio suelto quedó de todo aquello: el gusanillo por conocer gente desconocida y que ellos la conocieran a ella. Lo meditó, lo estudió y lo convirtió en su entretenimiento. Y aún lo practicaba. Una aplicación que permitía localizar miembros de la red en la cercanía daba la facilidad de ponerles en contacto. Así que con un mero intercambio de mensajes de texto breves y tal vez una foto, M mantenía relaciones sexuales esporádicas a su elección. De aquella manera paliaba su firme convicción de no volver a tener pareja sentimental nunca más. Acordaba con la persona que fuese un lugar y una hora y allí empezaba y acababa todo. Todos buscaban lo mismo y nadie se oponía. En ocasiones había decidido echarse atrás en el último momento, y cuando la persona citada mostraba su desagrado o incluso acechaba con violencia, ella mostraba su placa y se identificaba como anti-cibercrimen, o usaba parte de la violencia para la que había sido entrenada si vislumbraba algo de peligro físico.

 

Abrió la aplicación y se dijo que se iba a regalar un polvo con algún loco como ella. En segundos volvió a comprobar la cantidad de personas en busca de sexo puntual, posiblemente solteros y posiblemente casados. Pero a ella le daba lo mismo. Examinó unos cuantos perfiles seguramente ficticios hasta que dio con uno que le llamó la atención:

 

Hoy es mi cumpleaños y los 40 se me van a hacer cuesta arriba. Sólo hoy. Mañana salgo definitivamente de viaje. Soltero. Moreno. Físicamente normalito. No tengas grandes expectativas.

 

Se dijo que por qué no. Y se lanzó a la piscina.

 

-¿Tienes foto?

 

Pasaron quince minutos hasta que M obtuvo respuesta.

 

-No. ¿Tú?

-No.

-Estamos iguales. Con una diferencia. Tu perfil no dice nada de ti excepto que eres mujer.

-Lo sé. ¿Te fías?

-No.

-Haces bien. Yo tampoco lo haría.

 

M se desconectó. Más tarde volvería a buscar de nuevo. Mientras tanto un equipo de profesionales de la lucha contra el cibercrimen estaban en la sala de briefing esperándola. El día podía plantearse complicado. Intentos con y sin éxito de hacking a páginas del gobierno e instituciones, accesos a cuentas bancarias a pesar de todas las medidas de seguridad obligadas, pequeños robos en establecimientos con uso de identificadores duplicados y pornografía infantil eran el pan nuestro de cada día y, como supervisora de operaciones, M debía planificar las estrategias para pelear contra éstos y demás asuntos que fueran surgiendo, incluyendo ciber acosos, su talón de Aquiles.

 

Tras la insulsa jornada de trabajo, mientras tomaba unas cañas a cuenta suya con sus compañeros, volvió a conectarse para buscar otro “regalo” de cumpleaños. Tenía tres nuevos mensajes del cumpleañero.

 

Venga, me fiaré. Total va a ser sólo hoy.

 

Es una pena que te hayas ido.

 

Si vuelves escribe.

 

-A las 21 hrs. Hotel Druida. Habitación 40. En tu honor.

 

-Allí estaré.

 

A las 21 menos diez minutos llamaron a la puerta discretamente. Toc, toc. M abrió la puerta y casi le da un infarto al reconocer al chico que veinticinco años atrás les había hecho la vida imposible a él y a su familia. Pero al segundo se recompuso y, dándose cuenta de que aquél no la había reconocido, se frotó mentalmente las manos mientras su cabeza empezó a maquinar la mejor expiación.

 

Se acaba de hacer el mejor regalo de cumpleaños que podía haber imaginado. Al final, pensó, los cuarenta no van a empezar tan mal.

miércoles, 17 de abril de 2013

#47 COSAS DE CLASES.




Casi un año me había llevado hacer la tesis doctoral. Once meses para ser exactos, había estado recabando datos, bibliografía y entrevistas personales. Mi título de Doctor en sociología dependía de la exposición que hiciera esa misma mañana delante del exigente tribunal de la Universidad Complutense. “Anatomía de las clases sociales” se titulaba mi trabajo.

Yo, burgués desde la cuna y acostumbrado a vivir en aquella burbuja de buenos modales y apariencias, me había plegado al guión a la hora de desgranar los puntos fundamentales que diferenciaban a unas capas sociales y a otras. El núcleo de mi trabajo se centraba en asociar el concepto de clase social, al hecho de tener, lo que coloquialmente se denominaba “tener clase”. Todo ello puntualmente dirigido por mi educación elitista, y mi permanente asociación de este concepto al estatus económico. Había conseguido a través de mi investigación, corroborar la premisa previa, la hipótesis que fui buscando en una especie de justificación personal, sobre la correlación entre tener un nivel económico alto con el saber estar.

Durante los meses que me llevó el trabajo en varias ocasiones llegué a cuestionar ciertos extremos, fundamentalmente tras entrevistarme con determinadas personas de la denominada “alta sociedad”, las cuales me habían parecido además de pedantes, muy distantes del concepto de educación que me habían inculcado. Pijos de enciclopedia que echaban por tierra mi visión sobre las buenas costumbres y refinadas maneras. Me había encontrado con absolutos iletrados que aún siendo conscientes de su ignorancia se parapetaban en una artificial y a todas luces ficticia atalaya de sabiduría. No sabían nada. Y lo peor, es que sabían que no lo sabían. Pero aquello no les impedía aparentar unas maneras que no les correspondía y mirar por encima del hombro al resto de los mortales, haciendo gala de lo que no eran. Por ese motivo llegué a la conclusión de que la máxima de Don Francisco de Quevedo “poderoso caballero don dinero” llegaba mucho más allá de lo que a adquirir del mundo material se refería.

Pese a todo ello conseguí que mi punto de vista burgués, aderezado con unas gotas de conformismo se impusiera sobre cualquier destello de realidad que hubiera querido penetrar en un trabajo tan oscuro como alejado de la realidad. Y, a modo de guinda, la idea de que el tribunal que iba a juzgar mi trabajo estuviera presidido por un amigo de mi señor padre. La amistad de  mi progenitor con el insigne presidente se había fraguado en las tertulias organizadas por un elitista club en los salones del Casino de Madrid, en la calle Alcalá. Hacía más de un siglo que aquellos señores tan sobrados de dinero como de sapiencia se reunían una vez a la semana en el salón “López Sallaberry”, bautizado así en honor al director de las obras del Casino allá por los inicios de mil novecientos, para charlar sobre arte y literatura, y de paso convencerse de que pertenecían a una estirpe superior, una exquisita muestra de que la selección natural cumple sus funciones en la sociedad, reservando un lugar privilegiado a aquellos que por sus cualidades económicas e intelectuales, se merecían un refugio y unas garantías para preservar tanto don.

En todo caso tras varias tutorías con el amigo de mi padre no exentas de cierta inmoralidad- que el principal evaluador de mi trabajo lo estuviera supervisando no apuntaba a un recato ejemplar- él mismo decidió que ya estaba preparado. Me había augurado un excelente resultado, y me agasajó con halagüeños pronósticos acerca de mi futuro inmediato, una vez la tesis viera la luz. Una presentación de la misma, ya publicada- para lo cual él mismo movería algunos hilos- en el propio casino, no sólo daría valor a mi trabajo sino que refutaría lo que tantas veces habían defendido en el exclusivo club. Las clases sociales más acomodadas eran a su vez las verdaderamente intelectuales, a la par que las que mejor transmitían el saber estar y la buena educación.

Para evitar desagradables imprevistos con el tráfico, aquella mañana decidí dejar el coche y acudir a mi cita con el tribunal en metro. Por aquello de ser previsor y porque entre los dogmas de la buena educación que me habían inculcado estaba la de la extrema puntualidad, me marché pronto de casa, sin despedirme de mis padres que aún dormían. No tanto por no molestarles, sino porque pensé que cualquier comentario no haría sino ponerme más nervioso.

En los andenes aún no se notaba el trajín matutino que según me habían contado, era frecuente encontrarse. Los vagones casi vacíos permitían al viajero elegir asiento, normalmente lo más lejos posible del resto de pasajeros. Me senté con el grueso volumen de mi tesis sobre las piernas. Lo había encuadernado en piel verde, con gruesas letras negras en las que se podía leer “Anatomía de las clases sociales”. Fue en la estación de Guzmán el Bueno. Entró un señor mayor, con muy buena planta. Soy malo calculando edades, pero pasaba tranquilamente de los setenta, traje de chaqueta de tela gruesa, coderas en ambos brazos. No eran aquellos adornos de joven modernito, de los que gastan gafas de pasta a modo de currículo. Aquella chaqueta tenía más historia que un ciclo escolar entero. Lo mismo decía su piel. Tez oscurecida por el sol, un moreno de esos que no se busca y que con el tiempo deja unos surcos en la piel como las muescas de un revolver. Su barba blanca era lisa y estaba muy bien cuidada. El detalle que me puso sobre aviso es que llevaba un sombrero en la mano, se había descubierto la cabeza al entrar, digna distinción de las buenas maneras. Apenas permaneció sentado unos segundos, los justos para buscar acomodo a su paraguas negro y sacar unas hojas de una carpeta color teja. Quitó las gomas de ésta con una delicadeza que se me erizó la piel. Se levantó y entonces:

- Buenos días señoras y caballeros. Me llamo Manuel Gómez de la Hiedra, antiguo pensador, herrero y artesano. La vida me ha obsequiado varias maravillas, lo primero mi mujer e hijos, un trabajo honrado y un hogar entrañable. Nunca me ha sobrado nada pero nada eché en falta. No quiero limosna, sólo que valoren mi trabajo, y de resultarles agradable, me den lo que buenamente consideren que vale. Buenos días y muchas gracias por su atención.

Menuda voz, impresionante dicción, vaya compostura. No había salido de mi asombro cuando sus grandes ojos negros se posaron en mí. No dejo la hoja encima de mi tesis, como hubiera hecho otro, pasando sin más. No. El se detuvo, me miró a los ojos, me dijo “buenos días caballero” y me entregó un papel tamaño cuartilla, con una abrumadora amabilidad que me impidió contestar. Descortesía la mía. La hoja contenía una poesía, bella, estructurada, con un desalentador inicio y un esperanzador final. Volví a mirarlo cuando llegaba al final del vagón. Ese traje gastado, esos ojos vividos, esas manos tan cuarteadas como su rostro. Sólo podían ser cicatrices de años trabajando al sol. Saqué la cartera para sentir a continuación vergüenza por mi propio gesto. No llevaba encima suficiente dinero para pagarle el “trabajo” como el mismo había descrito su poesía, no tenía dinero como para hacerle ver que tras once meses de estudio, de investigación, de lectura, que tras meses y años ciego, su trabajo había sido regalarme la vista. Cuando estuvo a mi altura me puse de pie y le abracé.

- Gracias- fue todo lo que pude decir.
- Gracias  a ti hijo- me dijo mientras me apretaba fuerte contra él.

Salí corriendo del tren, temiendo derramar la primera lágrima a la vista del resto del pasaje, y no sabía en que estación estaba ni tampoco me importaba. Yo salía hacia el destello de luz que provenía de la calle ya sin el grueso volumen entre las manos, en las que solo guardaba la hoja del anciano. La tesis, mi tesis, junto con mis prejuicios e ignorancia viajaban por aquel túnel oscuro.

miércoles, 10 de abril de 2013

#46 EL ROBO



Lupa en mano y pipa en boca, el detective siguió el apenas perceptible rastro que partía de la encimera de la cocina y se dirigía por el suelo hasta la puerta. Tenía la intuición de que aquellas huellas le llevarían hasta bien cerca, si no directamente a la resolución del caso. La mujer que denunció la desaparición del preciado y valioso objeto no fue capaz de dar muchas pistas sobre el qué o el quién. Pero su susto inicial ya había dado paso a la reacción racional y describió con precisión dimensiones, peso, forma, color y valor. No en todos los casos de robo como parecía ser aquel, la víctima había tenido claro exactamente el objeto del robo. En otras ocasiones la cosa podía estar más difusa y no se concretaba si el objeto era uno o eran varios, y en tal caso cuántos y de qué características. Era preciso, pensaba el detective, que la víctima tuviese la lucidez necesaria para colaborar con el investigador. Si no, de nada servirían preguntas y primeras pesquisas. Serían sólo pérdida de tiempo. De tiempo y de esfuerzo.

 

Aquel día por lo menos los primeros pasos e interrogatorios habían tenido aparentes buenos resultados. Todo apuntaba a que el robo se había producido en la cocina y a que el objeto del delito era uno solo y bien definido. Así que el detective hizo caso a su primera corazonada y ya salía por la puerta tratando de seguir aquellas huellas. Pensó para sí que no se trataba de huellas habituales, lo cual le activó el mecanismo de vigilancia temiendo encontrarse con inesperadas sorpresas.

 

Pelo. En el pasillo. Cabello corto y rubio. Podía tratarse de algo casual o por el contrario de una nueva pista merecedora de estudio. Por el momento lo cogió con sumo cuidado y lo depositó dentro de un pañuelo de papel que guardó en el bolsillo de su chaquetilla. Si aquel pelo era del autor o autora del robo, eso filtraba y reducía el espectro de búsqueda.

 

Líquido. Gotas. No era sangre. Pero eran cinco gotas transparentes. Sacó su cámara digital portátil y tomó unas fotos del conjunto y después una por una para tener más tarde constancia de la situación en general si fuera necesario. Guardó la cámara y con el dedo tocó una de ellas. Eran viscosas, no pegajosas, pero definitivamente no se trataba de agua. Acercó la lengua a los dedos y el salado y almizclado sabor le despertó el sentimiento de haber probado anteriormente aquello. Interesante, se dijo mientras avanzaba despacio.

 

El camino se bifurcaba y no fue sencillo decidirse. ¿Escaleras abajo o pasillo a la derecha? Ni en los primeros escalones ni en los primeros metros de pasillo que escudriñó con la mirada halló nada que le hiciera decidir cuál era la trayectoria que el usurpador había podido tomar. Al final optó por las escaleras puesto que el pasillo tan solo tenía una puerta al final que no era sino un cuarto de aseo. En otras circunstancias habría dirigido sus pasos por ahí para descartar definitivamente que éste había sido el camino tomado por el ladrón, pero el tiempo apremiaba debido a la naturaleza del objeto robado. Así pues descendió las escaleras con agilidad diciéndose a sí mismo que su perseguido también lo habría hecho de ese modo. No obstante, el último escalón habló.

 

Papel. Papel de aluminio. El asunto se ponía feo y requería espontaneidad y premura. Aquel pedacito de papel de plata era lo que se temía y no había tiempo que perder. Levantó la cabeza y vio la puerta que daba al jardín abierta de par en par. Sus dudas empezaban a clarificarse y aquel asunto, lejos de resolverse, se dirigía a un final sin remedio.

 

Más huellas y más trocitos de papel de plata, acompañados de papel coloreado esta vez. El césped del jardín estaba plagado de ellos. Instintivamente levantó la cabeza hacia la caseta del perro.

 

-¡Mamá, Bruno se está comiendo el chocolate!

 

miércoles, 3 de abril de 2013

# 45 ELLOS ERAN ELLOS.




Palidecieron. Ninguno de los tres fue capaz de articular palabra, muy probablemente acordándose de la madre que parió a Iván, y de su capacidad para idear excentricidades, muchas de ellas, como ésta, no ajenas a ciertas complicaciones. No fue hasta que los dos policías municipales les clavaron la mirada desde el lateral de la Gran Vía, en la Plaza de Callao, que a Ernesto le dio la risa, y fue seguido por Pedro y César. La carcajada, con sus lágrimas y todo, no era por los nervios del momento en sí, ni porque mientras se apoyaban los unos en los otros, y a su vez el primero de ellos en la fachada de la zapatería que hace esquina en la Gran Vía con la Plaza, vieran a los municipales acercarse a ellos con cara de pocos amigos. No era el gesto, no, era más bien la tez teñida de blanco lo que les hacía desternillarse de la risa.

Hacía años que los cuatro se hicieron amigos, unos fueron conociéndose antes y otros después, unos se veían más que otros, pero siempre habían tenido claro que ellos eran ellos, y que ahí le dieran al mundo, que cuando hiciera falta no se fallarían. Habían vivido momentos de todo cariz, una vida entera juntos da para muchas anécdotas, para aventuras, borracheras, enfados, abrazos… Llegó un momento en el que todos estuvieron más centrados, con sus parejas, hijos… Pero seguían siendo los de siempre, y no dejaban de esconder bajo los años que les iban cayendo, ese espíritu macarra y rebelde.

Como quiera que las responsabilidades les iban restando tiempo a sus encuentros, y pese al contacto que tenían por otros medios, decidieron que todos los años se dedicarían un fin de semana, uno entero, de viernes a domingo, sin mujeres ni hijos, con los teléfonos apagados (menos uno que permanecía encendido por aquello de alguna emergencia familiar), sin fútbol (César era un loco del fútbol y en su momento llegó a cuadrar el día y hora de su boda para que no coincidiera con el partido de su equipo favorito) y sin reparar en gastos.

Desde que inauguraron esos periodos de fastos hacía cinco años, las fiestas habían sido de escándalo. El primero de ellos, sin saber cómo, terminaron en Tánger en bañador y con una tabla de surf bajo el brazo cada uno, corriendo hacia el ferry con una resaca de órdago para evitar dar explicaciones a la policía marroquí, la cual les persiguió con mucho ahínco hasta el puerto. Otro año se pasearon vestidos de toreros por el metro de París, al siguiente visitaron la fiesta de la cerveza de Munich… Aquellos fines de semana no servían sólo para calibrar la resistencia que cada uno de ellos tenía con los excesos, sino que afianzaba su amistad y le daba forma tras horas de confidencias, de compartir esas preocupaciones que en aquel grupo nunca generaban la lástima que emanaba en otros foros. Porque ellos no querían ni penas, ni palmaditas en la espalda, ellos querían hacer saber a los suyos lo que les ocurría, querían compartir y sentirse acompañados… De ellos era más frecuente un bofetón metafórico antes que un beso en la frente. El que quisiera compasión se había equivocado de lugar. Desde luego. Ellos eran un grupo, ellos eran los cuatro. Ellos eran Ellos.

Por eso en el último encuentro cuando Iván sugirió ir a Galicia y marcarse una borrachera en lo alto del monte de Santa Tecla, ninguno de los otros tres sospechaba la prueba a la que iban a ser sometidos. Estando allí, con una noche clara en la que se apreciaba de un lado con perfecta claridad la desembocadura del Miño y por el otro costado del monte los restos de los poblados celtas que antaño hirvieron de vida por sus laderas, Iván alzó su lata de cerveza y dijo:

-          Me muero.

Los cuatro se miraron, en un principio sin tener muy claro si se trataba de otra de las coñas macabras a las que les tenía acostumbrados, pero supieron que no, que esta vez no era su humor negro intentando escandalizar, sino que les estaba dando la noticia como ellos hacían, sin dramas, ni consuelos, sin tristeza ni compasión. Sencillamente se moría, porque el azar, la vida o lo que fuera que movía al mundo y a las personas, decidió darle el número de la tómbola en la que se deciden las cosas. Y sin decir nada más brindaron, y entonces volvieron los exabruptos, las anécdotas, las bromas sobre la mujer del uno o del otro, sobre el pasado y todo lo que habían hecho juntos. Fue ya de madrugada, estando los cuatro sentados mirando hacia el Atlántico cuando Iván les explicó más a fondo lo de su enfermedad, la rapidez de todo, de cómo ya no había nada que hacer y  de cómo en el fondo, para sorpresa de sí mismo, acogió su destino, tras un par de días de pesar, con indiferencia y con la satisfacción de haber vivido como había querido, rodeado de los suyos, y como no podía ser de otra forma, rodeado de Ellos. Ninguno soltó una lágrima aquella noche, ni siquiera hubo tiempo para torcer el gesto, porque Iván se dedicó a hacerles partícipe de su a veces malinterpretado humor negro, y de los planes que tenía para con su inminente deceso. Rieron, cantaron y bebieron hasta que el sol empezó a asomar por el este, y entonces, antes de que el Monte se volviera a llenar de turistas, bajaron conduciendo, borrachos como cubas, y milagrosamente llegaron al hotel. Y durmieron.

Habían pasado varios meses desde aquello cuando una mañana les despertó la noticia. Tras un par de semanas ingresado, Iván hizo cierto el diagnóstico. Ernesto, Pedro y César hablaron con la familia y tras una complicada negociación consiguieron que se hiciera realidad la voluntad de Iván. Se fueron a un garito infame de la Plaza de los cines de La Luna y pidieron cuatros vasos de pacharán, y puede ser que después otros cuatro, y para terminar cuatro más. Cuando en la mesa sólo quedaban sin vaciar los vasos de Iván, se levantaron y se fueron a la esquina de la Gran Vía con la Plaza de Callao. A Iván le encantaba la Gran Vía. Había sido recorrido de sus paseos preocupados, bocanada de alivio para sus momentos duros, que los había tenido, como los otros tres amigos. Por eso, con la frontera de Portugal a sus pies, en el Monte de Santa Tecla, con el Miño acompañando los litros de alcohol que habían ingerido, Iván les confió su última voluntad.

Por eso la risa floja, por eso no aguantaron casi en pie cuando pensaron que si Iván supiera que lo último que iba a hacer en este mundo era ir a arrear con sus restos en la cara de dos policías municipales, le hubiera dado una carcajada orgullosa. Y mientras sus cenizas subían por los cines Capitol, bajaban hacia Plaza de España, subían con el aire hacia Montera, Ernesto, Pedro y César cogieron la urna y echaron a correr con los municipales blancos de ceniza con un cabreo fino detrás. Ellos eran Ellos, nunca se les jodía un plan. Ellos serían siempre los cuatro.