martes, 26 de febrero de 2013

#40 LA CONDUCTA.




La conducta humana provoca necesariamente curiosidad en aquellos que deciden fijarse en ella. Y de esta manera es posible observar cómo cambian las actitudes de las personas en iguales circunstancias, pero en sitios o culturas distintos. No es lo mismo una boda en Palestina, que en Buenos Aires, o que una boda gitana en Sevilla. No se te ocurra vestir con piel de foca en el trópico ni tirantes en el polo sur. Así, no es igual un mendigo más en la Gran Manzana que otro en semejantes circunstancias en Los Ángeles. Aconteceres diversos en los últimos años de mi vida me habían llevado a encontrarme en la ciudad de las estrellas de Hollywood casi sin un centavo y sin posibilidad de ganarlo legalmente. Pero en el mismo momento en que me vi de aquella guisa opté por reaccionar lo más rápido que pude. Si la policía o las autoridades se percataban de mi presencia, era más que probable que me hicieran recoger el petate del que ni siquiera disponía y me llevaran a otra parte. Pero ni por asomo tenía intención de abandonar la ciudad si mi vida no corría peligro. Recurrir a la iglesia no era buena idea, ya que ellos se verían obligados a registrar mi visita y añadirme a la brevísima lista de pobres, y eso, tarde o temprano daría con mis huesos en la cárcel o fuera Los Ángeles. Ocultarme durante un tiempo no era una opción. Pronto alguien sabría de mi existencia y llamaría a la policía. No me cabía otra opción que enfrentarme cara a cara con la nueva situación y echarle todo el arrojo que fuera capaz y un poco más. La cuestión era a dónde dirigirme. No dudé demasiado. Puesto que iba a jugármela, apostaría a una sola carta todo lo que tenía, que francamente era bastante poco.

Rodeo Drive se abrió ante mí en cuanto giré por Santa Mónica Boulevard, casi a la puerta de la iglesia presbiteriana de Beverly Hills. Aún tenía mi gorra de los Grizzlies de Memphis conmigo y unas gafas de sol viejas con un cristal rallado, pero que me permitían ocultarme relativamente. En cuanto comencé a caminar por Rodeo me dí cuenta de que tampoco desentonaba demasiado. Bien se me podía haber confundido con un turista que con un famoso que para ocultarse de los paparazzis se disfraza de lo que habitualmente no es. Según comencé a descender por la acera de los pares, mi cabeza comenzó a maquinar la manera de subsistir en aquella calle plagada de las tiendas más caras a las que turistas y famosos recurrían, los unos para fotografiar, los otros para dejarse unos miles de dólares. Obviamente yo no encajaba en ninguno de esos grupos. ¿Pedir empleo en Ralph Lauren, Giorgio Armani o siquiera en la acera contraria por un muy simple Lacoste Beverly Hills Boutique que fuera? Ni de broma. Eso igualmente haría saltar las alarmas. En Rodeo no hay ni un restaurante donde te escondan en la cocina a fregar platos y yo había elegido Rodeo. Hasta que no llegué a la altura del 418, entre Stefano Ricci y Guess, justo enfrente de Hugo Boss, no lo tuve claro. En el 418 había un pequeño local con dos callecitas peatonales a cada lado. Tenía dos plantas. Una baja diáfana y la de arriba no era más que una imitación del campanario de una misión española. Pero lo más importante de todo: en la puerta un cartel rezaba “For Lease”, un nombre y un teléfono. Sin pensármelo dos veces busqué la cabina más cercana, me despedí de unas cuantas monedas con cierta emoción al verlas deslizarse por la ranura y marqué el número que me había aprendido de memoria: 550-2403.

-Jay Lucky- dijo una medio rota voz al otro lado.
-Señor Lucky. Acabo de ver su cartel en Rodeo Drive y estoy interesado en el alquiler.
-Si de verdad le interesa, en cinco minutos le veo en la puerta- y colgó.

Un Ferrari California rojo se detuvo. Un sesentón canoso y bronceado se bajó y se dirigió directamente hasta donde yo estaba.

-Soy Jay. Y tú debes de ser el joven que me ha interrumpido el cóctel de las 14 horas.

Me examinó detenidamente deslizando sus gafas de sol hacia la punta de su larga y morena nariz.

-Es evidente que no tienes suficiente para pagar lo que cuesta este local.
-Señor Lucky…
-No digas nada, chico. Con una llamada desde mi móvil estarías en chirona en menos de media hora. Pero has tenido suerte. Y has tenido suerte porque yo hoy he tenido suerte también. Acabo de cerrar un negocio de millones de dólares. Este local lo compré cuando a mi ex se le encaprichó. Venía todos los días, se subía a la terraza y miraba arriba y abajo la calle como creyendo que era suya por tener el local más pequeño de todos. Jamás ha durado una sola firma en este local más de seis meses. Está gafado. Seguro que por influencia de esa zorra.
-Señor…
-Dentro de un mes, cuando vuelva de Japón, me pasaré por aquí. Si, sea lo que sea que montes, aún sigue en pie, entonces hablaremos del alquiler. Mientras tanto, la cuenta atrás ha empezado para ti, chico- y me arrojó un llavero Mont Blanc, probablemente adquirido en la misma calle, con las llaves.

Cuando levanté la mirada atónita de las llaves, Jay Lucky ya se había montado en su descapotable y había arrancado a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos al girar hacia Brighton Way. Miré en todas direcciones buscando inconscientemente la cámara oculta que estaría grabando lo sucedido y cinco interminables minutos después, cuando mis pies se decidieron a acatar las órdenes de mi cerebro aún entumecido, comprobé que efectivamente las llaves del Mont Blanc abrían la puerta del local. Estaba decidido a todo, pero jamás imaginé que se me fuera a plantear una situación tan inverosímil. El local no dejaba de ser un techo que tenía garantizado por un mes.

Al día siguiente de mi golpe de suerte, aún bastante desconfiado, pero no dispuesto a desperdiciar la oportunidad que el destino me había facilitado, me dirigí a la parroquia presbiteriana de Beverly Hills. El párroco, un afroamericano bastante agradable me invitó a comer mientras le comentaba el proyecto al que había estado dando vueltas durante toda la noche que pasé en vela en la terracita-campanario-mirador recién adquirida al escandaloso precio de cero dólares en Rodeo Drive, Los Ángeles, CA. El padre de almas abrió bastante los ojos ante lo que le estaba proponiendo.

-Padre Waxford, usted sólo tiene que hacer la inversión inicial, la cual le será generosamente reembolsada en el plazo de un mes.

Recé un padrenuestro como gratitud ante el milagro que acababa de ocurrirme, cuando el padre Waxford, muy casual y sorprendentemente amante de los animales, no me pidió más detalles y accedió sin más.

Al día siguiente tenía ya en mi poder un teléfono móvil de prepago y un taco enorme de flyers donde anunciaba mis servicios. En el mismo día hice varios clientes de golpe, unos gracias a las octavillas repartidas por mí y otros gracias al boca-oreja del padre Waxford. Todos ellos eran de Beverly Hills y todos confiaban ciegamente en las referencias que me inventé. Dos semanas paseando a los perros de los ricos del barrio rico de la ciudad rica fueron suficientes para estar en condiciones económicas óptimas de ofrecer servicio de baño y peluquería en el 418 de Rodeo Drive. Los clientes se agolpaban con sus mascotas en la entrada del local confesando que se había corrido la voz de que allí se encontraba el mejor cuidador de perros de la ciudad. Y la verdad es que no se me daba nada mal. Y lo curioso es que aquellas personas preferían salir con sus mascotas a buscarme a Rodeo Drive antes que contratar los servicios de otros cuidadores de mascotas que ofrecían cuidados y limpieza a domicilio. Yo vivía aquello como un sueño, pero no por ello descuidaba mi responsabilidad frente a los animales. En menos del tiempo esperado estaba en condiciones de devolver el préstamo al padre Waxford, pero éste se negó argumentando que el bien que mi negocio había creado en la comunidad, y más aún cuando lo centralicé en Rodeo Drive, calle del lujo y el consumismo desmedido, no era dinero invertido sino bien gastado.

-Además, soy fan de San Francisco –me guiñó dando por concluida la entrevista.

Una tarde, a punto de echar el cierre para ir a cenar y volver a dormir, Jay Lucky se presentó en el local. Boquiabierto no dejaba de mirar centímetro a centímetro los cambios que yo había introducido en su local sin su permiso.

-Chaval, me habían llegado comentarios cuando estaba en Tokyo, pero no me lo podía creer.
-Ciertamente, señor Lucky, si no llega a ser por su generosidad, esto no habría sido posible. Y…
-Cierra el pico. No te puedes hacer una idea de la manía que tenía a este sitio. Me estaba costando dinero tenerlo desocupado y estropeándose. Tú lo has arreglado y lo estás aprovechando. Es tuyo. Mañana pásate por casa y hablamos de negocios- y me dio su tarjeta. Otro vecino de Beverly Hills.

Llegado el momento, es posible que independientemente de la situación, origen, circunstancia y momento de cada uno, la conducta humana nos fascine por inesperada. 

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