martes, 26 de febrero de 2013

#40 LA CONDUCTA.




La conducta humana provoca necesariamente curiosidad en aquellos que deciden fijarse en ella. Y de esta manera es posible observar cómo cambian las actitudes de las personas en iguales circunstancias, pero en sitios o culturas distintos. No es lo mismo una boda en Palestina, que en Buenos Aires, o que una boda gitana en Sevilla. No se te ocurra vestir con piel de foca en el trópico ni tirantes en el polo sur. Así, no es igual un mendigo más en la Gran Manzana que otro en semejantes circunstancias en Los Ángeles. Aconteceres diversos en los últimos años de mi vida me habían llevado a encontrarme en la ciudad de las estrellas de Hollywood casi sin un centavo y sin posibilidad de ganarlo legalmente. Pero en el mismo momento en que me vi de aquella guisa opté por reaccionar lo más rápido que pude. Si la policía o las autoridades se percataban de mi presencia, era más que probable que me hicieran recoger el petate del que ni siquiera disponía y me llevaran a otra parte. Pero ni por asomo tenía intención de abandonar la ciudad si mi vida no corría peligro. Recurrir a la iglesia no era buena idea, ya que ellos se verían obligados a registrar mi visita y añadirme a la brevísima lista de pobres, y eso, tarde o temprano daría con mis huesos en la cárcel o fuera Los Ángeles. Ocultarme durante un tiempo no era una opción. Pronto alguien sabría de mi existencia y llamaría a la policía. No me cabía otra opción que enfrentarme cara a cara con la nueva situación y echarle todo el arrojo que fuera capaz y un poco más. La cuestión era a dónde dirigirme. No dudé demasiado. Puesto que iba a jugármela, apostaría a una sola carta todo lo que tenía, que francamente era bastante poco.

Rodeo Drive se abrió ante mí en cuanto giré por Santa Mónica Boulevard, casi a la puerta de la iglesia presbiteriana de Beverly Hills. Aún tenía mi gorra de los Grizzlies de Memphis conmigo y unas gafas de sol viejas con un cristal rallado, pero que me permitían ocultarme relativamente. En cuanto comencé a caminar por Rodeo me dí cuenta de que tampoco desentonaba demasiado. Bien se me podía haber confundido con un turista que con un famoso que para ocultarse de los paparazzis se disfraza de lo que habitualmente no es. Según comencé a descender por la acera de los pares, mi cabeza comenzó a maquinar la manera de subsistir en aquella calle plagada de las tiendas más caras a las que turistas y famosos recurrían, los unos para fotografiar, los otros para dejarse unos miles de dólares. Obviamente yo no encajaba en ninguno de esos grupos. ¿Pedir empleo en Ralph Lauren, Giorgio Armani o siquiera en la acera contraria por un muy simple Lacoste Beverly Hills Boutique que fuera? Ni de broma. Eso igualmente haría saltar las alarmas. En Rodeo no hay ni un restaurante donde te escondan en la cocina a fregar platos y yo había elegido Rodeo. Hasta que no llegué a la altura del 418, entre Stefano Ricci y Guess, justo enfrente de Hugo Boss, no lo tuve claro. En el 418 había un pequeño local con dos callecitas peatonales a cada lado. Tenía dos plantas. Una baja diáfana y la de arriba no era más que una imitación del campanario de una misión española. Pero lo más importante de todo: en la puerta un cartel rezaba “For Lease”, un nombre y un teléfono. Sin pensármelo dos veces busqué la cabina más cercana, me despedí de unas cuantas monedas con cierta emoción al verlas deslizarse por la ranura y marqué el número que me había aprendido de memoria: 550-2403.

-Jay Lucky- dijo una medio rota voz al otro lado.
-Señor Lucky. Acabo de ver su cartel en Rodeo Drive y estoy interesado en el alquiler.
-Si de verdad le interesa, en cinco minutos le veo en la puerta- y colgó.

Un Ferrari California rojo se detuvo. Un sesentón canoso y bronceado se bajó y se dirigió directamente hasta donde yo estaba.

-Soy Jay. Y tú debes de ser el joven que me ha interrumpido el cóctel de las 14 horas.

Me examinó detenidamente deslizando sus gafas de sol hacia la punta de su larga y morena nariz.

-Es evidente que no tienes suficiente para pagar lo que cuesta este local.
-Señor Lucky…
-No digas nada, chico. Con una llamada desde mi móvil estarías en chirona en menos de media hora. Pero has tenido suerte. Y has tenido suerte porque yo hoy he tenido suerte también. Acabo de cerrar un negocio de millones de dólares. Este local lo compré cuando a mi ex se le encaprichó. Venía todos los días, se subía a la terraza y miraba arriba y abajo la calle como creyendo que era suya por tener el local más pequeño de todos. Jamás ha durado una sola firma en este local más de seis meses. Está gafado. Seguro que por influencia de esa zorra.
-Señor…
-Dentro de un mes, cuando vuelva de Japón, me pasaré por aquí. Si, sea lo que sea que montes, aún sigue en pie, entonces hablaremos del alquiler. Mientras tanto, la cuenta atrás ha empezado para ti, chico- y me arrojó un llavero Mont Blanc, probablemente adquirido en la misma calle, con las llaves.

Cuando levanté la mirada atónita de las llaves, Jay Lucky ya se había montado en su descapotable y había arrancado a toda velocidad haciendo chirriar los neumáticos al girar hacia Brighton Way. Miré en todas direcciones buscando inconscientemente la cámara oculta que estaría grabando lo sucedido y cinco interminables minutos después, cuando mis pies se decidieron a acatar las órdenes de mi cerebro aún entumecido, comprobé que efectivamente las llaves del Mont Blanc abrían la puerta del local. Estaba decidido a todo, pero jamás imaginé que se me fuera a plantear una situación tan inverosímil. El local no dejaba de ser un techo que tenía garantizado por un mes.

Al día siguiente de mi golpe de suerte, aún bastante desconfiado, pero no dispuesto a desperdiciar la oportunidad que el destino me había facilitado, me dirigí a la parroquia presbiteriana de Beverly Hills. El párroco, un afroamericano bastante agradable me invitó a comer mientras le comentaba el proyecto al que había estado dando vueltas durante toda la noche que pasé en vela en la terracita-campanario-mirador recién adquirida al escandaloso precio de cero dólares en Rodeo Drive, Los Ángeles, CA. El padre de almas abrió bastante los ojos ante lo que le estaba proponiendo.

-Padre Waxford, usted sólo tiene que hacer la inversión inicial, la cual le será generosamente reembolsada en el plazo de un mes.

Recé un padrenuestro como gratitud ante el milagro que acababa de ocurrirme, cuando el padre Waxford, muy casual y sorprendentemente amante de los animales, no me pidió más detalles y accedió sin más.

Al día siguiente tenía ya en mi poder un teléfono móvil de prepago y un taco enorme de flyers donde anunciaba mis servicios. En el mismo día hice varios clientes de golpe, unos gracias a las octavillas repartidas por mí y otros gracias al boca-oreja del padre Waxford. Todos ellos eran de Beverly Hills y todos confiaban ciegamente en las referencias que me inventé. Dos semanas paseando a los perros de los ricos del barrio rico de la ciudad rica fueron suficientes para estar en condiciones económicas óptimas de ofrecer servicio de baño y peluquería en el 418 de Rodeo Drive. Los clientes se agolpaban con sus mascotas en la entrada del local confesando que se había corrido la voz de que allí se encontraba el mejor cuidador de perros de la ciudad. Y la verdad es que no se me daba nada mal. Y lo curioso es que aquellas personas preferían salir con sus mascotas a buscarme a Rodeo Drive antes que contratar los servicios de otros cuidadores de mascotas que ofrecían cuidados y limpieza a domicilio. Yo vivía aquello como un sueño, pero no por ello descuidaba mi responsabilidad frente a los animales. En menos del tiempo esperado estaba en condiciones de devolver el préstamo al padre Waxford, pero éste se negó argumentando que el bien que mi negocio había creado en la comunidad, y más aún cuando lo centralicé en Rodeo Drive, calle del lujo y el consumismo desmedido, no era dinero invertido sino bien gastado.

-Además, soy fan de San Francisco –me guiñó dando por concluida la entrevista.

Una tarde, a punto de echar el cierre para ir a cenar y volver a dormir, Jay Lucky se presentó en el local. Boquiabierto no dejaba de mirar centímetro a centímetro los cambios que yo había introducido en su local sin su permiso.

-Chaval, me habían llegado comentarios cuando estaba en Tokyo, pero no me lo podía creer.
-Ciertamente, señor Lucky, si no llega a ser por su generosidad, esto no habría sido posible. Y…
-Cierra el pico. No te puedes hacer una idea de la manía que tenía a este sitio. Me estaba costando dinero tenerlo desocupado y estropeándose. Tú lo has arreglado y lo estás aprovechando. Es tuyo. Mañana pásate por casa y hablamos de negocios- y me dio su tarjeta. Otro vecino de Beverly Hills.

Llegado el momento, es posible que independientemente de la situación, origen, circunstancia y momento de cada uno, la conducta humana nos fascine por inesperada. 

miércoles, 20 de febrero de 2013

#39 EL TORNILLO


Luisito ponte los náuticos, Luisito no te olvides que tienes clase de swing, Luisito, Luisito, Luisito…Toda la vida igual. Mis padres, descendientes de una noble familia española, tenían por costumbre magnificar su existencia hasta en los detalles. Cada día se convertía en una prueba de protocolo, empapada de artificio, falsedad, pero muy buenas costumbres. Escaparatistas teníamos que haber sido. Desde fuera parecíamos la familia perfecta, tan arregladitos todos, tan monos, tan estudiosos y tan aplicados con las obras sociales de la alta sociedad. Por dentro nos encontrábamos en una casa en la que convivía un padre con una castración afectiva que le impedía mostrar cualquier tipo de afecto, con un nivel de rigurosidad personal y para con los demás que sumían en la amargura a los que vivían bajo el mismo techo. Su mujer, mi madre, transitaba por aquella puesta en escena en la que se había convertido su vida agarrada a la tónica, y a su compañera inseparable, la ginebra. No lo desayunaba por no dar mal ejemplo, pero era marcar las doce el reloj de la entrada y escuchar el tintineo de los hielos en su fiel vaso ancho.

Mi hermana estaba perfectamente mimetizada con el mundo ostentoso y de buenas prácticas que le había inculcado mi padre. Primera de clase en la International School of Business, voluntaria en la parroquia del barrio, iglesia tan eclesiásticamente ejemplar que relucía en toda su planta de cruz, y que, por no tener, no tenía ni mendigo en la puerta. Mi hermana era el ojo derecho de mi padre. Y ganado se lo tenía. Su novio un imbécil que alargaba las eses hasta el punto de sentir una terrible ansia de dejar al diccionario con un hueco entre la erre y la te. Pero a mi padre se le notaba el orgullo de emparentar con esa familia de empresarios textiles del norte de España. Su hija había triunfado.

Y luego estaba yo. Toda la vida dándome cabezazos contra el corsé de buenas costumbres y sonrisa permanente, de genuflexión ante los particulares valores sociales de un patriarcado que, lejos de remitir con los años, se afianzaba y garantizaba su continuidad con su hija favorita. Yo había arrastrado los náuticos de marras, los jerseys anudados al cuello, había aprendido normas de protocolos, había asistido a los colegios más caros de Madrid, me había relacionado con lo mejorcito del futuro próximo de la nobleza, pero estaba hasta el cigoto de tanta estirada y tanto beso al aire con un imperceptible roce de mejillas.

Lejos de seguir las normas internas del hogar y haber abandonado hace tiempo la sonrisa permanente que se pretendía proyectar fuera, me había acostumbrado a que mi padre hablara de mí como un demenciado, como si tuviera un hijo aquejado de una extraña enfermedad mental. No ocultaba su vergüenza cuando en su círculo de amistades le preguntaban por mí y entonces sacaba a relucir su repertorio de afecciones mentales, las cuales enumeraba de manera aleatoria en los diferentes escenarios. Yo padecía casi de todo, esquizofrenia, bipolaridad, ansiedad, trastorno de personalidad… Era tal la angustia de mi padre porque su hijo no es que no cumpliera con sus expectativas, es que ni siquiera puntuaba en esa particular escala de valores suya, que ya rozaba el ridículo, justificándose en foros en los que nadie le había preguntado. Conmigo se esforzaba menos, “te falta un tornillo” me decía,  y a mí se me escapaba una sonrisa, asumiendo que no era digno para él, hasta el punto de no trabajarse un insulto con un mayor valor lingüístico.
Y desde que entré en la adolescencia había escuchado la vaina del tornillo, además de otras lindezas que me posicionaban lejos de los puestos que ocupaban mi hermana y el imbécil de su novio. Mi madre se resistió al principio, aún fiel a su papel de madre amorosa, e increpaba a su marido para que dejara de hostigarme, aunque pronto la ginebra atemperó sus ánimos y diluyo su rol como lo hacía con los cubitos de hielos que chocaban contra el cristal de su vaso.

Mi padre había utilizado todo tipo de amenazas. Tema herencia había dejado de funcionar cuando se dio cuenta de que era verdad que me importaba poco, por lo que pasó a culparme del estado de mi madre, y a ciertas salidas de tono de mi hermana con su progenitora y con el servicio de la casa. Pero lo que él consideraba egoísmo, para mí era una prueba clara de pragmatismo.

Dejé los estudios de comercio, y me enrolé en un proyecto de estudios libertarios, entre cuyos miembros destacaban mis náuticos, lo que me hizo popular en las reuniones en el centro social en el que nos reuníamos. Cunado mi padre se enteró de mis nuevas compañías dejó de sentarse a la mesa conmigo, y el tornillo al que hacía permanente referencia, se convirtió en su muletilla hasta cuando daba los buenos días a aquellos con los que sí hablaba en casa, véase mi hermana y mi señora madre.

El día que me marché de su palacete en el barrio de salamanca, me fui con lo puesto, le di un beso en la mejilla a mi madre, del cual no se enteró porque era casi la hora de comer y a esas horas ella no se enteraba ya ni del vacío de su vaso, y me dirigí al salón, desmonté cuidadosamente todos los muebles que allí se encontraban, mesa, estanterías, sillas y cómodas. Cuando todo el suelo estaba repleto de las piezas sueltas de los muebles escribí una nota a mi progenitor.

 “Padre, tenías razón. Para vivir en tu mundo artificial y cumplir tus expectativas, necesitaba una vida apuntalada para que mi realidad, que no la tuya, no se desmoronara, por lo que pensé que igual tenías razón y me faltaba un tornillo. Para que veas que tus comentarios no caen en saco roto lo he buscado por toda- la casa, y entre tanto mueble de anticuario lo he encontrado. Me lo llevo. De ti no quiero nada más. Adiós.”

Y con mi tornillo, mi vida y mis náuticos me marché a vivir mi realidad.

miércoles, 13 de febrero de 2013

#38 SOLO MIRAR.




Toda la vida con la cámara a cuestas. Una vieja Nikon, que le había acompañado a parajes naturales, a conflictos remotos, a misiones humanitarias. Todo ello había quedado plasmado en negativo tras interpretar esas imágenes tras la lente Leika de su compañera de fatigas. Era el espíritu scout adaptado a la fotografía, “siempre listo”, que no dejaba de ser una máxima para los viejos trotamundos, aquellos que ya no experimentaban una especial emoción cuando partían a guerras mudas y mucho menos cuando algún periódico indigno te pedía que tirases cuatro fotos en algún evento deportivo.

Toda la vida retratando la realidad, mirando lo que pasa por la diminuta mirilla, sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Podía sonar contradictorio, pero a Juan, experimentado fotógrafo free lance, que había contribuido con sus instantáneas a dar nombre  a los principales periódicos del país, y que había participado en premiados reportajes de revistas extranjeras, un día se le quitaron las ganas de seguir haciendo fotografías.

Niños desnutridos, mutilados, paramilitares amenazantes y conflictos tribales. Las flores del Jerte y los gorilas de Uganda, los vertederos de Manila, las jóvenes prostitutas de Bangkok. Las fiestas más tradicionales de los pueblos de España. Todo, absolutamente todo había pasado por la Leika de Juan. A sus casi cincuenta años contaba con un  extensísimo archivo personal de fotografías. Entonces le llamaron de la revista Nature para hacer un reportaje sobre el águila culebrera, su comportamiento en grupo y su reproducción. No le motivaba especialmente pero su vida personal y sus excesos sociales no le habían dejado en posición de decidir. Era un reportaje más, que no es que le atrajera en cuanto al reto en sí, pero le reportaría el dinero suficiente para pagar facturas. Había llegado a ese punto de desmotivación, se sentía como un cobarde parapetado detrás de una lente, incapaz de sentir la realidad que fotografiaba. Vivía en una contradicción permanente entre los halagos que recibía por la realidad que plasmaban sus imágenes, y la ausencia de emoción que le provocaban a él.

Había cogido todo el equipo necesario y había permanecido mes y medio en los picos de Europa, alojado en una pequeña casa, casi un refugio de montaña, siguiendo las caídas en picado de los machos y el apareamiento. Todo a través de un teleobjetivo. Había localizado cuatro nidos grandes en los que las hembras empollaban los huevos. Uno de los nidos cercano a un risco le permitió situarse a apenas unos metros de uno de ellos, donde podía tirar las fotografías sin necesidad de teleobjetivo. Un corto 55- 80 bastaba para apreciar el cuidado de la hembra, y cómo el macho traía varias veces al día comida para ella, de manera que nunca quedara expuesto el huevo a otros depredadores.

La eclosión estaba cerca, y la paciencia de Juan así como sus reservas de güisqui escocés llegando a su fin. Se encomendaba cada día al cheque que le garantizaría otro periodo de letargo cuando volviera a la ciudad. Y permanecía durante horas delante de ese huevo bajo la futura madre, y cuando ésta se retiraba, podía fotografiar como cambiaba día a día, la forma, la textura y el color. Todo convenientemente retratado en una instantánea, todo a través de la lente, siempre focalizando la mirada en las ramas que formaban el nido. Más allá, nada.

Y llegó el día, uno de esos días de primavera en los que el sol hace olvidar el frío del ambiente, su risco estaba esperando y haciendo guardia como los últimos cuarenta días. Las águilas culebreras no parecían inquietas, ajenas a una cuenta atrás que manejamos mejor los humanos, con todo el estrés que ello pueda conllevar. Entonces el huevo quedó al airé. La cámara apuntaba con su corto objetivo, ojo en el visor y los parámetros definidos para captar la luz, el ambiente, los contrastes. Juan fijaba su ojo casi sin pestañear, el dedo en el disparador como hacían los vaqueros con la mano sobre el revolver. Aunque las cámaras nuevas le permitían tirar ráfagas de fotos sin el gasto que le generaba antes mantener el dedo pulsado, el era muy selectivo a la hora de apretar el botón. Carretes y carretes desperdiciados en aras de la foto definitiva le habían enseñado a discriminar los instantes.

El huevo empezó a moverse y una pequeña grieta se formó en la cáscara. Fue en ese instante, en ese preciso momento en el que Juan, que tantos países había recorrido, que tantos conflictos había cubierto, que tantos momentos había congelado, fue en ese pequeño cascarón a punto de abrirse donde leyó el porqué de su vacío, el motivo de su desazón y de su recién interpretada ignorancia en torno a toda su experiencia. Siempre había reflejado sobre papel las diferentes realidades que le habían rodeado, pero nunca había hecho lo que estaba apunto de hacer. Bajó la cámara cuando el pico asomó por fuera del cascarón, la apoyó en la roca sin quitar la mirada a ese momento en el que el joven polluelo de águila asomaba ya la cabeza. Después, sin la ayuda de sus padres que participaban de la escena con menos interés que Juan, el recién nacido rompió del todo la cáscara y cayó de lado en el nido, cubierto por una película fina que le daba aspecto mojado. Se alzó sobre sus patas y ya en ese momento sus dos mentores le empezaron a retirar los trozos de cascarón que se había quedado pegado en las plumas. Juan permaneció allí sentado durante largo rato aún, entre fascinado por lo maravilloso de lo que acababa de presenciar y la consciencia de todo lo que siempre estampó en el carrete pero que nunca vio. Descubrió el placer de sólo mirar, y de cómo la memoria puede hacer fuerte un recuerdo extraordinario sin necesidad de perdurarlo en papel.

miércoles, 6 de febrero de 2013

#37 EL CANIJO



La verdad es que si algo bueno tenía aquel instante era que lo veía todo desde lo alto. Era algo que siempre había querido experimentar, tras arrastrar una vida contemplada desde abajo. No era una cuestión metafórica ni de clase social. No. El era bajo, muy bajo, lo cual le arrastró a no pocos problemas durante su etapa escolar, siendo el foco de las risas de los chicos y una fuente de ternura desmedida para las chicas. Pero de la ternura que no gusta a los chicotes, no. Esa ternura que no hacía sino alimentar aún más las burlas de sus compañeros. Fue entrada la adolescencia cuando buscó su lugar entre los niños y niñas del pueblo. Si no podía hacerse querer por los lamentables prejuicios de sus vecinos, se haría respetar. O temer. Y así empezó su trayectoria de fechorías cuando aún no tenía pelos en la barbilla.

Al principio se limitaba a amedrentar a los conocidos, a romper algún cristal por la noche y a llevarse sin pasar por caja los dulces de la panadería. Pronto se labró la fama. En el pueblo en el que vivía aquello era fácil, tan pocos habitantes eran que todos portaban un mote, generalmente arrastrado por el linaje, pero si alguna característica diferenciaba a un sujeto del resto de la familia, las futuras generaciones se verían marcadas por dicho quiebro identitario. Así es como los verrugos (en honor a la verruga que en su día lució uno de la estirpe) pasaron a ser los cojos tras un accidente que sufrió el cabeza de familia. Y con el resto del pueblo daba para un glosario completo. El forastero que se dejaba caer accidentalmente por allí debía recurrir a un simpático listín telefónico que había elaborado el ferretero y que colgaba de una cuerda en la puerta de su establecimiento. Sucesivos tachones iban aclarando la evolución en la forma de llamar a las familias.

Como no podía ser de otra forma su familia tenía su mote. Los acolchaos les llamaban, a raíz de la aventura que emprendió un antepasado, cuando subido a un carruaje se recorrió la costa oeste americana vendiendo camisas acolchadas. Decía que daban más calor en invierno y resultaban frescas cuando las temperaturas subían. Muchas risas hubo en el pueblo cuando se marchó. No tantas cuando las noticias viajeras les hicieron saber que el éxito le había llevado a instalarse definitivamente en la ciudad de San Francisco, montar una cadena de tiendas de ropa y decidir no volver a pisar las polvorientas calles del pueblo. Los envidiosos les podían haber llamado a todos desde entonces.

Así que él era el pequeño de los acolchaos. Pero lo era tanto que dio lugar al mencionado cambio del destino familiar, que afectaría a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Digamos que hubiera afectado de haber corrido diferente suerte nuestro protagonista. El caso es que fruto de la inquina que todos los niños llevan en su carga genética cuando se desarrollan en sus primeros años de vida, el benjamín de los acolchaos pasó a ser el canijo, dando a entender que su herencia más preciada por los restos sería el término Los canijos para referirse a su familia.

En fin, que como iba contando al principio, el canijo decidió hacerse notar por sus comportamientos, digamos, irreverentes, toda vez que a simple vista resultaba casi invisible. Y a medida que sus tropelías se fueron haciendo eco entre los vecinos, sus coetáneos empezaron a sentir cierto temor y las coetáneas cierta admiración. Y el lío estaba hecho y el plan funcionando a la perfección. Pocas risas se vertieron ya sobre el canijo, pocas chanzas se escucharon y el término mofa casi desapareció de la vida del pueblo. El canijo tenía especiales ganas al perrilla, hijo del perrilla y de la perrilla, a su vez descendientes de los perrilla. Estos lo eran de toda la vida, sin ninguna variante en la nomenclatura. Ese que le había amargado la existencia desde que tuvo uso de razón, ese que había barajado todo tipo de motes denigrantes hasta dar con el definitivo. Pues a ese, una vez el canijo había logrado ocupar más espacio social que físico, decidió que iba a pagar por su malograda infancia.

El canijo ideó un plan para darle tal susto al perrilla, que se tuviera que marchar del pueblo. Los pormenores del mismo no vienen al caso, y casi casi diría que ni siquiera el desarrollo, ni la ejecución. Lo importante fue el resultado. El perrilla se quedó encajado entre dos canalones de la vieja escuela mientras el canijo cegado por el ansia de venganza hacía caer el depósito de agua. Total, que el perrilla se espachurró y murió, el canijo fue apresado, juzgado por la vía rápida y condenado.

Y ahí estaba él, mirando a todos los vecinos desde lo alto, sin un ápice de culpa, pena o remordimiento. “Que os jodan” pensó, “mi último vistazo os lo echo por encima del hombro”.

Y el verdugo accionó la palanca de la horca.