martes, 15 de enero de 2013

#34 PESADILLA.




Corro para esconderme. Aún no tengo muy claro por qué ni de qué huyo, pero noto ya en mi cuerpo las consecuencias del esfuerzo de la carrera. El pecho se hincha y se deshincha acompañando a mi fuerte respiración. En mi cuello las pulsaciones aceleradas de mi corazón amenazan con hacer estallar sus venas. Las piernas están empezando a doler y a agotarse. Tengo calor y sudo. Pero ahora no puedo parar, su presencia está cerca. Está oscuro, muy oscuro. Pero puedo distinguir el camino. Ignoro por qué mis pasos me alejan del que se supone el lugar más seguro, mi casa. Al contrario, me voy separando más y más. Miro a derecha e izquierda para intentar encontrar un camino alternativo. Yo soy más inteligente, puedo intentar dar un rodeo y volver a casa por la parte de atrás, pero eso supone seguir corriendo y sé que mis fuerzas están llegando a su límite. No sé si seré capaz de conseguir lo que me propongo. Ahora sé que ellos, los que me persiguen, me han visto y pronto me alcanzarán. Ni a un lado y ni al otro hay huecos donde antes sí los había para esconderme, descansar y tal vez despistar a mis perseguidores. Y sigo corriendo. Pero decido detenerme en seco. Llego a la conclusión de que podré dialogar para llegar a una solución adecuada para todos. Yo soy más diplomático. Me vuelvo y mis enemigos ya están acercándose. Mi sorpresa se multiplica por mil cuando me alcanzan y descubro que tan solo es uno. Jaime, mi vecino de enfrente se detiene a pocos pasos de mí. Tiene la misma mirada felina de siempre, peo con un matiz. Ahora la dirige hacia mí. Levanto una mano con la palma abierta como para detener su marcha. No sigas, le digo, esto no tiene ningún sentido. Hablemos y lleguemos a un acuerdo. Jaime me escucha y, a su vez, levanta su brazo derecho por encima de la cabeza con gesto amenazador. Distingo en su mano una pelota de tenis, y antes de llegar a averiguar sus intenciones, la arroja con fuerza golpeándome en la frente. Me palpo intentando evaluar los daños. Todo está bien, menos mi sorpresa que ha crecido aún más ante semejante actitud de mi vecino. Le miro y le veo en la misma postura ofensiva: brazo en alto, pelota de tenis en mano. Me giro y mis piernas vuelven a alejarme de la seguridad de mi casa. Ahora intento gritar cuando noto un segundo pelotazo en mi espalda, pero mi voz no sale.

Mi última imagen de mí mismo me aterroriza más que mi vecino: mi mano en la frente donde recibí el primer impacto, mis piernas en postura de atleta y mi boca abierta emitiendo un silencio atronador. La persecución nunca terminará. Al menos hasta que despierte. Pero mañana volveré a quedarme dormido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario