miércoles, 30 de enero de 2013

# 36 RUIDO.




Emily entró junto con las demás. Estaba acostumbrada a ser siempre la última en la fila, y aquella noche no fue una excepción. Atravesó la doble puerta haciendo la “S” que su antecesora hizo delante de ella cuando el hombre-armario de la puerta hizo un doble movimiento con su cabeza hacia la izquierda y vuelta, y con sus ojos cerrándolos y vuelta. Todo aquello junto dio la señal de salida para que su grupo se adentrara en el local. A pesar de la sucia oscuridad de la calle, Emily tuvo que acostumbrarse rápidamente a la otra espesa oscuridad del sitio, primero del corredor y de la sala de baile más tarde. Ya en el corredor, las vibraciones que Emily notaba a ritmo acompasado eran patentes. Pero una vez llegado el grupo completo de chicas a la parte superior de la escalera donde se alojaba una enorme plancha metálica rayada en el suelo, las vibraciones eran auténticos traqueteos perfectamente sensibles no sólo en los pies sino también en el pecho. La plataforma metálica era la antesala con barandilla a la derecha, que colgaba como un balcón sobre la pista de baile. Al final de la plataforma surgía una larga escalera que descendía en semicírculo rodeando la pared a un lado y el foso de baile al otro. Emily se detuvo antes del descenso y se giró para apoyar sus manos en la barandilla. Cerró los ojos. Ahora las ondas que podrían provenir de más de veinte altavoces, algunos visibles, otros no, se transmitió por todo su cuerpo. Ésta era la primera sensación de música que a Emily le gustaba notar cuando salía con las chicas a una discoteca: miles de vatios chocando aquí y allá por las paredes, suelos y techos del local, atravesando y golpeando los cuerpos de las personas allí reunidas. Se concentró para seguir mentalmente el ritmo de los golpes de las ondas: algunas le golpeaban en el tórax a ritmo regular e intervalo aproximado de medio segundo; otras parecían subirle por las piernas hasta el muslo para mantenerse allí hasta desaparecer, momento en el que de nuevo volvían a subir por las piernas; y en las manos que sujetaban la barandilla pequeños golpes de distinta intensidad acompasaban lentamente con los golpes de tórax. Abrió entonces los ojos y sintió cómo ráfagas de luz de distintos colores acompañaban a las vibraciones de su cuerpo a distintas velocidades en sus recorridos por toda la sala, en horizontal y vertical, cruzándose unas con otras siguiendo el ritmo de las vibraciones. Dirigió la mirada al foso, a la pista de baile y adivinó los cuerpos a cinco metros por debajo de ella moviéndose con todo aquel enmarañamiento de luz y ritmo siguiendo más o menos todos los mismos patrones de gestos y adecuaciones a los golpes de ondas. Otras personas se hallaban adosadas a los laterales y en las barras donde se pedían bebidas. Y a Emily, como siempre, le fascinó la comunicación entre unos y otros: todos abrían mucho la boca y la pegaban  - o casi – al oído de su receptor. Era capaz de leer los labios de todos los que se encontraban bajo sus pies en aquel momento. Emily era sorda. De nacimiento. Pero en aquel lugar, ¿quiénes eran realmente los sordos? Al final de la escalera sus chicas le decían por señas que se uniera al grupo.

martes, 22 de enero de 2013

# 35 CUESTIÓN DE AMOR.




Hacía diez años que nos habíamos conocido, una tarde de lluvia en el barrio húmedo de León cerca de la catedral. Yo miraba entretenido unos libros antiguos en una librería de ésas de las que no quedan, con su librero viejo, en el que se podía apreciar la piel marcada por tantas páginas leídas. Ella cruzó la calle con  un paraguas rojo que daba luz a la tarde gris, y una carpeta cargada de apuntes, los cuales acabaron en el suelo por un golpe de viento, o de suerte. Estaba en ese momento hablando con el  librero mientras le pagaba una vieja edición de El Extranjero de Camús, cuando la sonrisa de éste me hizo girar, y cuando el hombre asintió sin decir nada entendí que me estaba empujando hacia ella. Después de recoger los folios mojados volvimos juntos a por el libro, pero el viejo ya no estaba en la tienda. Un pequeño paquete de papel estraza estaba apoyado contra la puerta. Una nota rezaba “Ya me lo habéis pagado. Gracias y suerte”.

Adela, que así se llamaba ella, y yo nos miramos tímidos, sonreímos y con su brazo alrededor del mío nos metimos en una cafetería a secarnos y tomar un café. Y a contarnos. Y vaya si nos contamos, no paramos de hablar durante horas. Ella era de Madrid, como yo, y estaba en un seminario sobre química o algo así. A decir verdad nunca presté demasiada atención a lo que me contó esa tarde, embobado como estaba con su mirada y su sonrisa vergonzosa. Yo le conté que estaba visitando unos familiares, que también era de Madrid, que vaya casualidad, que qué suerte de golpe de viento, que qué bonito era León, que si había visto la catedral…y tuve que parar a beber agua porque la estupidez y los nervios estaban pasándome una mala jugada. Pero ella reía.

Desde aquel momento no nos separamos y ella siguió riendo, y yo diciendo estupideces, y ella riendo. Por eso sabía que me quería con locura, porque siempre me reía las gracias, siempre acompañaba mis torpezas verbales con una sonrisa de apoyo, siempre me escuchaba por nimio que fuera lo que tuviera que contar. Y yo la correspondía. Si bien la escucha no era mi fuerte, la apoyaba en todos sus lances, la acompañaba en sus miedos, la besaba sin cesar, la acariciaba hasta el sueño, y así pasaron los años despertándome cada día con la certeza de saber que si no me la hubiera encontrado aquella tarde lluviosa en el barrio húmedo de León, la vida me la hubiera colocado en otro cruce, en otra historia, pero ella y yo formábamos la coalición perfecta.

Por eso volvía a casa con la ilusión de aquella tarde. Yo trabajaba siempre hasta la noche, pese a lo cual ella me esperaba para cenar, siempre habiendo elaborado unos cuidadosos platos, siempre habiendo dispuesto la mesa para dos, decorada como los días de fiesta, de visita. Pero sólo para nosotros, con unas velas en el centro. La primera cena a la que me invitó, ya en Madrid, dispuso así la escena, y cuando le insinué jocoso que lo hacía para pillarme, me miró a los ojos y me dijo “quédate a mi lado y todas nuestras cenas serán especiales y estarán acompañadas por velas”. Y vaya si lo cumplió. Cada noche, desde que al poco de volver de León nos fuéramos a vivir juntos, había puesto la mesa para los dos, con sus velas en mitad de la mesa, iluminando la escena y dándonos la luz que en su día irradió con su paraguas rojo.

Todo era maravilloso, como en esas películas romanticotas en las que las parejas desprenden tanto dulzor que uno casi está tenso porque no sabe cuándo se va a torcer, pero no se tuerce. Pues así era nuestra vida. Adela y yo, yo y Adela. Sorteábamos los vaivenes de la sociedad estresante en la que vivíamos con espacios de intimidad cuando volvíamos del trabajo, ella de funcionaria en el ministerio de Industria, yo de abogado en un prestigioso bufete de la capital. Nos sentábamos en el sofá con sendas copas de vino y después de contarnos nuestras respectivas jornadas, nos mirábamos, sonreíamos y hacíamos planes para el siguiente fin de semana. Una escapada a una casa rural, un par de días de esquí, quizás una nueva capital europea para pasear nuestro amor. Nos encantaba París, las luces, sus anchas avenidas. Allí, en el tercer piso de la Torre Eiffel una mañana de lluvia, como el día que nos conocimos, le pedí que se casara conmigo hacía seis meses. Todo era perfecto.

Llegué a casa a la hora de siempre ese día tan especial de nuestro décimo aniversario, con un ramo de diez rosas rojas en una mano y la vieja edición de El Extranjero de Camús que el viejo me regaló hacía diez años sabedor seguro del destino que nos esperaba. Lo había envuelto en papel de estraza, anudado con cuerda vieja, tal y como lo encontramos en la puerta de la librería, deseoso de abrazar a mi amada, de poder conversar con ella durante una cena romántica. Abrí la puerta nervioso, como un novio primerizo, pasé al salón, y allí estaba ella sentada en el sofá, hermosa como siempre y como nunca, con un brillo especial en los ojos, como si hubiera llorado, supongo emocionada por tan feliz fecha. Se levantó, me miró con sus ojos vidriosos y me dijo:

- Estoy harta. Me voy.

martes, 15 de enero de 2013

#34 PESADILLA.




Corro para esconderme. Aún no tengo muy claro por qué ni de qué huyo, pero noto ya en mi cuerpo las consecuencias del esfuerzo de la carrera. El pecho se hincha y se deshincha acompañando a mi fuerte respiración. En mi cuello las pulsaciones aceleradas de mi corazón amenazan con hacer estallar sus venas. Las piernas están empezando a doler y a agotarse. Tengo calor y sudo. Pero ahora no puedo parar, su presencia está cerca. Está oscuro, muy oscuro. Pero puedo distinguir el camino. Ignoro por qué mis pasos me alejan del que se supone el lugar más seguro, mi casa. Al contrario, me voy separando más y más. Miro a derecha e izquierda para intentar encontrar un camino alternativo. Yo soy más inteligente, puedo intentar dar un rodeo y volver a casa por la parte de atrás, pero eso supone seguir corriendo y sé que mis fuerzas están llegando a su límite. No sé si seré capaz de conseguir lo que me propongo. Ahora sé que ellos, los que me persiguen, me han visto y pronto me alcanzarán. Ni a un lado y ni al otro hay huecos donde antes sí los había para esconderme, descansar y tal vez despistar a mis perseguidores. Y sigo corriendo. Pero decido detenerme en seco. Llego a la conclusión de que podré dialogar para llegar a una solución adecuada para todos. Yo soy más diplomático. Me vuelvo y mis enemigos ya están acercándose. Mi sorpresa se multiplica por mil cuando me alcanzan y descubro que tan solo es uno. Jaime, mi vecino de enfrente se detiene a pocos pasos de mí. Tiene la misma mirada felina de siempre, peo con un matiz. Ahora la dirige hacia mí. Levanto una mano con la palma abierta como para detener su marcha. No sigas, le digo, esto no tiene ningún sentido. Hablemos y lleguemos a un acuerdo. Jaime me escucha y, a su vez, levanta su brazo derecho por encima de la cabeza con gesto amenazador. Distingo en su mano una pelota de tenis, y antes de llegar a averiguar sus intenciones, la arroja con fuerza golpeándome en la frente. Me palpo intentando evaluar los daños. Todo está bien, menos mi sorpresa que ha crecido aún más ante semejante actitud de mi vecino. Le miro y le veo en la misma postura ofensiva: brazo en alto, pelota de tenis en mano. Me giro y mis piernas vuelven a alejarme de la seguridad de mi casa. Ahora intento gritar cuando noto un segundo pelotazo en mi espalda, pero mi voz no sale.

Mi última imagen de mí mismo me aterroriza más que mi vecino: mi mano en la frente donde recibí el primer impacto, mis piernas en postura de atleta y mi boca abierta emitiendo un silencio atronador. La persecución nunca terminará. Al menos hasta que despierte. Pero mañana volveré a quedarme dormido.

miércoles, 9 de enero de 2013

#33 ILUSIÓN.




Se gastaba un humor de perros. Nunca se supo a qué se había dedicado en su juventud, pero desde luego que no debió de ser a la atención al público porque era de un desagradable sin igual. Su casa lindaba con la del pequeño Jonás, sólo separadas por un seto bajo, en la barriada humilde de las Chanceras. Las casas fueron construidas en su momento para realojar a familias desplazadas por las inundaciones del 82, y que a falta de recursos propios, el ayuntamiento construyó casas prefabricadas, dando lugar a un barrio tipo “colmena”, como esas que se ven en las películas americanas, cuando la cámara ofrece un plano aéreo.

Cuando Jonás jugaba en el pequeño jardín frente a su casa, con alguna pelota de trapo o unas latas vacías cogidas con un cordón, miraba de reojo a la parcela vecina, con una mezcla de ansia y miedo, ya que cualquier motivo era bueno para que el señor Soto espetara improperios y se quejara por todo lo acontecido, o lo que él suponía que estaba por ocurrir. Si Jonás jugaba demasiado cerca del seto, le hacía aspavientos para que no “amenazara su espacio vital”, decía. Si el padre de Jonás sacaba la basura y las botellas tintineaban, se le oía gritar desde dentro de la casa, molesto con el “escándalo” que montaban los vecinos.

Todo eran problemas para el señor Soto, tantos como él causaba en el vecindario a base de peregrinas acusaciones y quejas infundadas. Aquellas navidades estaban siendo especialmente difíciles para la familia de Jonás. Su padre, despedido de los astilleros un año antes, empezaba a caer en el desánimo, su madre, reponedora en un gran hipermercado no ganaba lo suficiente para alimentar a los tres a final de mes. El menú de los últimos tiempos se había repetido con una cadencia que apuntaba la precaria situación que se vivía en aquella casa. Sopa “de lo que hubiera” y patatas con “lo que se pudiera comprar”. Algo de arroz y, cuando la minúscula huerta vertical que había instalado el padre en una de las rejas de la casa daba algún fruto, era día de fiesta.

Una noche, a principios de diciembre, cuando el padre y la madre de Jonás creían a su hijo dormido, salieron juntos a tirar la basura, otra vez el tintineo y otra vez las quejas del anciano gruñón, que tenía por costumbre vivir los 365 días del año con la ventana del salón abierta. Debía de pagar en calefacción una barbaridad, pero tampoco le suponía un gran esfuerzo ya que se decía por el barrio que al jubilarse de los mismos astilleros que habían prescindido del padre de Jonás, le había quedado una generosa pensión.

Se acercaron al seto del vecino más de lo que el propio Jonás se podía permitir so pena de feroz respuesta del colindante, pero querían alejarse de su propia vivienda para tratar un tema que los tenía muy preocupados. Con las cuentas familiares en rojo y sin redes de apoyo, este año Jonás no tendría regalos de reyes. Telmo, su padre, le estaba construyendo a escondidas una canasta de baloncesto, con unos maderos recogidos a pocas manzanas de su casa. Si la tenía lista, con la pelota de trapo podrían jugar unas buenas canastas. Hablarían con el chico, con sus ocho años se mostraba muy maduro, capaz de mantener conversaciones y de comprender la realidad que vivían en casa. Seguro que lo entendería. O no, pero sabían que la grandeza de su hijo residía en que nunca les haría saber la pena de no recibir regalos como hacían sus compañeros de escuela, y también estaban convencidos que no llegaría a sentir envidia. Si un regalo les llegaba cada día a ellos, era el tener un hijo como Jonás.

Todo eso hablaron durante un rato, sin fumar el cigarro que antaño compartían sentados en las escaleras del porche, cuando su hijo, aún muy pequeño, se acababa de dormir. Ahora no estaban los gastos para vicios ni lujos. Se abrazaron en silencio.

Había pasado la Navidad, fin de año y Jonás se preparaba para ir a la cabalgata con sus padres. La canasta no estaba lista, los maderos se habían mojado y al intentar ensamblarlos se habían partido. Telmo añadió este pesar a su ya de por sí decaído ánimo. Pero lo disimularía mientras su hijo recogía caramelos en la cabalgata, mientras soñaba con lo que por otro lado, el propio Jonás, sospechaba que no recibiría. Pero al verles salir hacía la parroquia, punto de inicio y final de la cabalgata del barrio, nadie diría que estábamos ante una familia en apuros. Los tres sonrientes, radiantes y divertidos, abrazados enfilaron la calle que subía a la iglesia. Caminaban en un armonioso compás de cariño y apoyo, como si fueran precisos los tres pilares para que la ilusión no abandonara nunca ese núcleo, que por otro lado no disfrutaba de bienes materiales, pero gozaba del mayor capital que pueden atesorar las personas. Y de eso dejaban una estela a su paso por las frías calles camino de la cabalgata.

Ojos como platos, caramelos en los bolsillos, algún grito de sorpresa y la mano siempre cogida a su padre y a su madre. Ellos, se miraban por encima de la cabeza de Jonás y retenían cada uno para si las lágrimas que querían manifestar su indignación y tristeza por no poder ofrecer a su hijo unas navidades como al resto. No se trataba de lujos ni consumismo, no se trataba de que Jonás percibiera estas fechas como una ocasión de gastar, el asunto era, y cualquiera que haya sido niño y haya vivido la ilusión de la Navidad, que el despertar de Jonás estuviera impregnado de la magia que iban a vivir los hijos de otros.

Llegaron a casa, y cenaron juntos, se sentaron en el sofá y leyeron un viejo cuento que Telmo guardaba de cuando era pequeño. La ilusión brotaba del pequeño Jonás, escuchando atento las palabras que su madre le contaba. Muchos besos y a la cama.

Jonás durmió del tirón, muy diferente a la noche que pasaron Telmo y Julia, repasando una y otra vez la explicación que le darían a su hijo. Preguntándose si no hubiera sido mejor abordar el tema antes para que no se hiciera ilusiones. Pero hay lances en los que uno se arriesga, pensando en lo mejor para el otro, sin que necesariamente la respuesta obtenida sea la más acertada. El mérito de estos choques radica en no perder de vista la felicidad del que tenemos al lado, y eso lo habían conseguido seguro, fueran cuales fueran las repercusiones finales.

No marcaba el reloj las nueve cuando Jonás saltó encima de la cama de sus padres emocionado, tirando de la manta ansioso, quería ver lo que le habían traído los reyes. Apesadumbrados, se pusieron el albornoz y fueron al salón. Jonás iba dando saltos, su padre y su madre cogidos de la mano detrás. Ella le miró y él supo lo que tenía que hacer:

-Jonás…- El nudo en la garganta le impedía hablar.

En ese momento el dingdong de la puerta aplazó la conversación..

-¿Quién será a estas horas?- Dijo Jonás inquieto.

Y antes de que pudieran darle el alto pasó frente al salón, sin reparar en la ausencia de presentes y se lanzó sobre el picaporte de la puerta de la entrada.

Los tres se quedaron petrificados. Una montaña de paquetes perfectamente envueltos, entre los que sólo se adivinaba una pequeña bicicleta y una flamante canasta de baloncesto a cuyos pies esperaba un balón reglamentario. El porche entero rebosaba de regalos, tantos había que algunos descansaban sobre el césped delantero. Telmo se asomó corriendo a mirar a ambos lados, mientras Jonás ilusionado había empezado a desenvolver paquetes. Su madre acompañó en la mirada curiosa a su marido cogidos de la cintura y aún sin poder articular palabra.

Se oyó un “clic” y por primera vez vieron la ventana del vecino cerrada.





miércoles, 2 de enero de 2013

#32 ¡BANG!



Una tarde más me encontraba delante de mi mesa, donde trataba de encontrar una continuación lógica al cómic que debía entregar a mi editor en una semana. Era incapaz de visualizar cuál era el mejor camino que la historia debía tomar llegados al punto en el que el héroe había de decidir si salvar a la villana o dejarla morir y quitarse de en medio todos los problemas que en el futuro ésta le podría traer. Imposible. Una tarde más las voces en el apartamento de al lado me impedían concentrarme. La pareja que vivía allí ya era bastante famosa por sus peleas. Ojala mis cómics y mis historias fueran la mitad de famosos y conocidos que ellos. Yo vivía por entonces en un pequeño estudio en el centro de la ciudad. El alquiler era caro para el tamaño de aquel espacio, pero era cierto que estaba muy bien ubicado y que tenía bastante encanto. Desde los balcones de la estancia principal se veían los techos de las casas de la zona, y era consciente de que era un inquilino privilegiado en una zona privilegiada. Sin embargo, la pega eran mis vecinos. Pared con pared, la pareja sevillana discutía prácticamente cada día. A veces se les escuchaba más, a veces menos. En ocasiones, otros vecinos habían llamado a la policía asustados por los gritos y las amenazas que el hombre lanzaba sobre la mujer. Pero nunca sucedía nada. Hasta que los vecinos dejaron de llamar.

Aquella tarde, al otro lado de mi pared se oyó un fuerte golpe y la voz del hombre resonó alta y perfectamente inteligible:
-¡Eres una puta! ¡Me tienes hasta los cojones! ¡A ver si es cierto que te largas a que te aguante tu madre!

La voz de ella no se oía en ningún momento. Probablemente estaría mirándole mientras él rompía vasos y platos, con las manos apoyadas en las caderas, esperando su ocasión para alzar la voz y meterse ahora ella con la familia de él. Pero no. Su voz no se oía. Tal vez hubiera salido de casa, aunque seguramente se hubiera oído el portazo y las paredes y suelos habrían temblado, como otras veces. Tampoco. El continuó:

-Ya no te soporto. Esto ha sido lo último. No me vas a controlar la vida ni un minuto más.
-Tienes razón – se le entendió ahora a ella con la voz muy apagada, como entristecida por su actitud.
-Pues claro que la tengo. Olvídate de mí para siempre. ¡Eh, qué estás haciendo! Te voy a machacar como no sueltes eso. ¡Ahora sí que te la has buscado!

Una vez más, un día más él la amenazaba con matarla, un clásico del edificio. Yo no era el único en haberlo escuchado más veces. Mi cómic no podía avanzar a este paso.

La sangre se me heló en las venas cuando escuché un disparo. ¡BANG! Bien alto. Lo cierto es que jamás había escuchado uno real. Pero sí, eso tenía que haber sido un disparo. Se hizo el silencio. No se oía ni el tráfico de la calle. No recuerdo cómo reaccioné. Estuve bastante tiempo como ido, haciendo repaso de todas las peleas que era capaz de recordar de aquella pareja, peleas que en muchas ocasiones habían acabado en sonoros gritos de placer, inconfundible reconciliación. Cuando salí por la puerta para… para ver qué pasaba, una pareja de la policía sacaba esposada a la mujer. Algunos minutos después, los servicios funerarios sacaban una caja de plástico como las que se ven en las noticias. El cuerpo de él estaría dentro. Con su mal humor, con sus gritos. Con una bala… en algún sitio.