miércoles, 18 de diciembre de 2013

#82 DROGA ROSA



Hacía tiempo, muchos años, que lo había dejado. Se había quitado por completo. Lo bueno es que no había sido nada doloroso. Con el paso del tiempo, aquello dejó de ser tan emocionante como lo fue al principio. No se había dado cuenta, pero ni siquiera el segundo día fue tan bueno como el primero. Fue maravilloso, casi celestial. Se acercaba mucho, muchísimo, a la primera experiencia, pero no llegó a alcanzarla. Y el tercer día no alcanzó al segundo. Ni el cuarto al tercero. Y así sucesivamente. Así que es posible que lo aceptara de aquella manera y lo quisiera como le vino. Y lo mantuvo porque el día que no tenía su dosis la cogía al día siguiente con el doble de ganas siendo consciente de que no sería igual de buena que el día anterior. Pero no importaba. Le satisfaría igual.

Ahora, pasado el tiempo, pasado el embrujo de aquella droga que lo envolvía todo de color rosa, recordaba momentos no tan buenos en los que la fiebre alteraba su percepción, y en lugar de hacerla viajar en una nube, la arrojaba a los infiernos más grises y malolientes. Los conocidos más queridos y dulces se trasformaban en bestias sádicas y ogros vociferantes. La armonía de la segunda dimensión se convertía en angustiosa sensación real. Por suerte aquello era temporal y siempre retornaban las alegrías y los paseos por el parque y en descapotable, los saltos en los charcos de lluvia, las risas por el suelo cuando estaba a punto de acabarse el efecto.


La evolución la había llevado a salir de aquello sin apenas sentirlo, en una transición hacia la cordura, hacia la visión de otra realidad que el color rosa de Peppa Pig le había nublado durante mucha parte de su infancia.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

#81 VIAJAR



Se alejaba. Y mientras se marchaba aquel convoy lleno de incertidumbres y alguna esperanza me pregunté qué hubiera sido de mí. Dónde habría llegado. El problema no fue tanto no subirme al vagón, porque a la estación había ido. Era la hora, el andén rezumaba incógnitas que ni resolvería entonces, ni ahora, ni después. Pero nunca compré billete. Estuve frente al mostrador, mirando horarios y destinos, jugando a imaginarme viajando lejos de mí. Pero eso fue todo. Un juego con pinta de acertijo del que salía bruscamente cuando me costaba respirar.

No tenía claro cómo me sentía, un viaje con picos de emociones contradictorias. Pero no compré billete, y yo ya sabía que las cosas no ocurren con desearlas. Siempre se lo decía a quien me quería escuchar. Las cosas ocurren por que se hacen. Y un tren no te lleva a ningún lado si lo más cerca que estás de él es en el andén. Si no subes los escalones que te llevan a tu asiento, y a la postre a tu destino. Y si te frena desconocer como es el final del trayecto no viajas, y entonces sólo te queda pensar en lo que podía haber sido un viaje convertido en fantasía.


Yo me senté en un banco de madera en el andén. Ya había estado ahí. Resulta que mi vida había sido un ir y venir constante hacia otros lugares. Y no siempre me quedaba mirando la cola de los trenes, la estela de humo que ya no salía de las locomotoras. En ocasiones me había montado en el vagón, había ocupado mi sitio y había visitado lugares. Pero ahora no. Nunca me había montado en ese tren, siempre con la incertidumbre de si volvería a pasar, de si habría billetes. Y sentado en el banco miré a mi alrededor y vi una estación bonita, ornamentada, agradable. Y pensé que lo mismo no era subirme a aquel tren lo que ansiaba a ratos. No. Creo que lo que andaba buscando era transitar por esa estación y saber que los trenes pasan, y que llegado el momento, cuando tuviera las ganas y el billete, me podría subir a mi convoy. Y viajar lejos de mí, o conmigo. O sencillamente viajar.

martes, 3 de diciembre de 2013

#80 CITA A CIEGAS




―Me llamo Pablo. ―Extendió su mano.

―Natalia.

―Ah, muy interesante.

―¿Qué tiene de interesante?

―Bueno, suena a chiste, pero esta noche había quedado con una chica que se llama Natalia también. Nos hemos conocido por Internet y jamás he hablado con ella. Ni siquiera he visto una foto suya.

―Pues qué coincidencia, yo también pienso que suena a chiste. Nunca habían intentado esa maniobra conmigo.

―En serio. Bueno, no importa. ―Pasaron unos cuántos segundos en silencio―. ¿A qué te dedicas?

―No te ofendas, pero no me apetece tener esta conversación ―atajó ella cortante.

―Está bien. Solamente pensaba que, como es posible que tengamos que estar un rato aquí, podríamos charlar. ¿Qué ibas a hacer tú hoy? Si crees que es mucha indiscreción, puedes inventarte algo.

―Está bien. Pues… ―Miró hacia el techo con evidente intención de creatividad―. Digamos que yo también tenía una cita con alguien.

―¿Ah, sí? ¡Qué casualidad! ¿Y ese alguien es tu novio? ¿Tu marido?

―No creo haberte dicho que fuera un chico.

―Tienes razón. Es lo lógico, por lo menos para mí, pensar que una chica tenga una cita con un chico y no con otra chica. No es que esté en contra, entiéndeme. No soy para nada homófobo. Pero tal vez tradicional. Sí, puede que sea eso. Honestamente creo que la homosexualidad aún no está normalizada y por eso no lo he interiorizado con naturalidad. Pero, en fin. A favor, ¡claro que sí! Es más, tal vez todos deberíamos al menos probar una relación homosexual al menos una vez para estar seguros de que seguimos realmente lo que queremos. Eso es. ¿No te parece, tú que sabes de estas cosas?

―Eso, cerebro de troglodita, es una gilipollez. ¿Por qué no mejor te metes a cura para estar seguro de que no tienes vocación? ―Y se giró para mirar hacia otro lado mientras se lamentaba haber salido de casa aquella noche.

―Cierto, no será necesario probar todo para saber que no lo quieres. ¿Ves? Soy demasiado tradicional. Y además me pone un poco nervioso hablar con una lesbiana. Por eso hablo tanto y tan deprisa. Me pasa desde pequeño. Cuando me pongo nervioso, en lugar de callarme y escuchar… ¡hala!... me lanzo a rajar como un loro. No lo puedo evitar.

―¿Lo has intentado alguna vez?

―Eeeeh… no. Pero es que me supera. Fíjate, nunca he conocido a una lesbiana y me parece muy interesante…

―¿Qué es lo que te parece interesante exactamente? ―le interrumpió.

―Pues… eso. Lo del sexo y todo lo demás. Por ejemplo, no entiendo muy bien cómo se ven parejas de lesbianas en las que una claramente es la machota, con su aspecto de tío por su ropa, sus maneras, su corte de pelo, etc. ¿No es que a las lesbianas les gustan las mujeres? ¿Por qué a una lesbiana le gusta una mujer con pinta de hombre? Y en la cama, ¿cómo se puede tener una relación completa sin un pene de por medio?

―Creo que si sigues hablando te voy a partir la cara y si tengo ocasión arrancarte el pene ése del que hablas.

―Bueno, tampoco es para ponerse así. Me has preguntado.

―Creo que me sobra el ciento uno por ciento de tu respuesta. ―Miró al techo―:  Dios, sácame de aquí. Te prometo que iré más a visitarte.

Las súplicas de Natalia se recogieron de inmediato y volvió la luz poniendo el ascensor de nuevo en marcha hacia la planta tercera. Las puertas se abrieron y ella se quedó parada dentro.

―¿No sales? ―invitó él con una sonrisa.

―Creo que prefiero volver a bajar. Gracias ―dijo con una sonrisa forzada.

―Bueno, pues encantado de haberte conocido.


Las puertas se cerraron de nuevo. En el trayecto de descenso, Natalia se planteó hacerse lesbiana de verdad si sus ligues por Internet le iban a deparar semejantes sorpresas.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

#79 SOÑAMOS



Laura se escondía tras unas telas mientras con el rabillo del ojo se aseguraba de que Rodrigo no la siguiera. Las callejuelas del bazar de Marraquech eran estrechas y con tal gentío que la tarea no era fácil. Además los comerciantes estaban listos para echar el cierre y aquel lugar era un constante ir y venir de hombres con enormes bolsas azules cargadas de género.

Habían coincidido a primera hora de la mañana en el aeropuerto. Rodrigo llegaba de Madrid y ella de Barcelona. Ambos decidieron hacer el cambio de moneda en la terminal antes de coger un taxi que les llevara a la ciudad. Las miradas que se cruzaron en el mostrador cuajaron finalmente cuando ambos cogieron el tirador de la misma puerta del mismo taxi.

―Por favor, cógelo tú ―dijo educado Rodrigo.

―¿Y si lo compartimos? ―le retó ella.

No hizo falta más. Compartieron taxi y charla hasta la ciudad. Para cuando llegaron ya se habían contado lo necesario. Ella publicista en Barcelona, él profesor de lengua en un instituto en Madrid. Ambos habían aprovechado el fin de semana para escapar solos a Marraquech y desconectar del bullicio de la gran ciudad. Y, sin embargo, eligieron una urbe igual de ajetreada o más que las suyas de origen. Y la segunda paradoja es que tampoco habían de visitarla solos. Cuando le dieron la dirección del Riad al taxista, ya una vez llegados a Marraquech, resultó que ambos se alojaban en el mismo. Una coqueta casa regentada por una pareja de franceses tan dispuestos al buen servicio como a los comentarios desafortunados. Fue abrir la puerta del establecimiento y dirigirse a ellos como pareja.

―No, no, venimos cada uno por nuestra cuenta ―dijo Rodrigo a modo de disculpa mientras el color rosado hacía presencia en sus mejillas.

La sonrisa de Eric, uno de los dueños del Riad, era un presagio de lo que vendría después. Que no fue sino un paseo matutino por la Medina. Juntos. Un té moruno en la plaza de Jemaa El Fna. Juntos. Y un ya casi romántico paseo por el bazar al atardecer. Fue en un puesto de abalorios de plata donde sus miradas se juntaron casi tanto como sus rostros. Y ella, desde el principio más decidida que él, le posó un delicado beso en sus labios. La cara de sorpresa de Rodrigo hizo que Laura estallara en una sonora carcajada y echara a correr por las callejuelas del bazar.

Rodrigo apareció por detrás de Laura cogiéndola por la cintura lo que hizo que ésta se agarrara a las telas con un respingo que a punto estuvo de tirar el puesto entero. Se besaron. Ahora Rodrigo se le adelantó. Y siguieron besándose hasta llegar al Riad. Y continuaron dentro, y en la habitación de ella, y les siguieron unas horas de pasión que finalizaron con un sonoro gemido de placer. Los dos, sudados en la cama, se miraban. Ella le tocaba el pelo y sin decir nada se fueron quedando dormidos, entre caricias y calor.


Riiiiiinggggg. Laura se despertó con el cuerpo empapado. Aquel verano en Barcelona el bochorno hacía mella. El ruido de Las Ramblas llegaba hasta su ventana. Miró a su lado buscando a Rodrigo, pero a esas horas éste aún dormía en su casa de Madrid, disfrutando de las vacaciones que le ofrecía su trabajo, soñando que dormía al lado de una chica a la que acababa de conocer en un Riad de Marraquech.

martes, 19 de noviembre de 2013

#78 FISTERRA




Liam Kindelan llegó caminando hasta la punta del final de la tierra. Había recorrido ese camino en numerosas ocasiones, pero se le antojaba pensar que aquélla sería una de las últimas. Se sentó en las negras rocas con los ojos cerrados para escuchar cómo las olas traían los ruidos del mar cercano y lejano. Era gracioso, o por lo menos así lo pensó Liam, cómo otros hombres de otras épocas podían haber puesto sus culos en la misma roca donde él tenía puesto el suyo ahora mismo. Los mismos seres humanos que pensaban que el mundo se acababa en aquel lugar y que más allá no existía nada. Los mismos que estaban totalmente convencidos, por lo tanto, de que la tierra era totalmente plana. Y mucho tiempo antes estarían sentados en esa roca aquellos que tan siquiera se lo cuestionaban. Con poder encontrar una presa para dar de comer al clan tenían bastante. Adoraban aquel puñado de rocas y las mitificaban para darles un sentido místico, sobrenatural. Aquellas parejas que quisieran tener descendencia habrían de acudir allí mismo donde estaba él a copular, pues el poder de un ser superior así lo estipulaba y así se lo había transmitido a los elegidos. Y muy convincentes debieron de ser a través de los tiempos los distintos iluminados, porque Liam mismo había acudido años atrás con su mujer a la ermita de San Guillermo, el cual concedería tal favor a la pareja por el simple hecho de llevar a cabo el ritual de la coyunda a sus pies. No había duda de que el santo se había puesto las botas desde que le dieron tal honor. Lo que sí ponía Liam en duda era el efecto de su virtud, pues jamás él y su difunta esposa tuvieron vástago alguno que probara el poder que se le confería. Es posible que fuera cuestión de fe. En ese aspecto la duda era en vano. Karen fue atea y Liam lo seguía siendo. Habría resultado más práctico creer. Como a aquéllos que creían a pies juntillas que la tierra era plana. Como Liam creía que la tierra era redonda. Pero, ¿y si estaba equivocado? ¿Y si no era cierta la redondez del planeta? ¿Y si un iluminado Copérnico venía con una nueva teoría de una desconocida forma geométrica aplicable con miles de argumentaciones, todas perfectamente planteadas? ¿Otra cuarta, quinta, sexta dimensión? ¿Por qué no? ¡Estaríamos todos los demás equivocados! Pero no desde ese momento. Peor, de siempre. ¡Todos los anteriores los estuvieron!  Y sin embargo aquí estamos, pensaba Liam. ¿Qué nos diferencia? Después de eso otras parejas seguirán viniendo aquí a ver si San Guillermo les concede un hijo.



martes, 12 de noviembre de 2013

#77 PAQUITO



Apareció doblando la esquina, errante, con unos vaqueros enormes, una camiseta a rayas azul clarito. Hasta en eso pasaba desapercibido Paquito, se mimetizaba con el cielo que rozaba con su enorme cuerpo. Salía del comedor el primer día de clase. A sus siete años su estatura tenía que haberle hecho visible a metros de distancia. Y sin embargo era como si el mundo no reparara en él.

Por la mañana las primeras miradas sin disimulo le habían advertido sobre lo que sería la tónica del día. Era nuevo en el colegio y los demás niños, lejos de sentir alguna inquietud por el nuevo, le rehuían como si de un monstruo se tratara. Algunos entraron en el aula agachando la cabeza a su lado y pronto se juntaron los amigos por grupos. Se contaban las vacaciones a toda prisa como si no tuvieran por delante nueve meses de curso, con ese ansia infantil que quiere todo ahora. Ya. Paquito buscó hueco al final de la clase, sabía que su sitio era allí porque su enorme estatura no le permitía acercarse a la pizarra. Su espalda, larga como el cuello de una jirafa, taparía la vista de los que se sentaran detrás. Ya lo había vivido en el otro colegio.

Entró en el aula el conserje del colegio antes que la profesora y todos callaron. Llevaba una mesa de adulto, con una gran silla para el nuevo. Para Paquito. Sin decir nada y sin preguntar la puso en la ultima fila, miró de reojo al inquilino de aquel pupitre y se marchó arrastrando la atención del resto de los alumnos hacia la puerta. Se volvió a romper el silencio y las conversaciones retomaron las vacaciones, la playa, la montaña,  esa nueva mascota que Diego había adoptado y que le convertía en la envidia de toda la clase.
Por fin entro la profesora. Diana, se llamaba, y tras su presentación pasó a pedir a todos los alumnos que escribieran su nombre en un papel y lo colocaran en forma de triángulo encima de las mesas. Uno por uno fueron diciendo su nombre. El ultimo en presentarse fue Paquito, y su voz ronca, de hombre mayor estremeció a sus compañeros.

―Me llamo Paquito ―dijo― y tengo siete años ―remató.

Paquito siempre decía su edad a modo de explicación, como si tuviera que insistir en que su voz y su cuerpo, aun no reflejando la realidad, albergaba a un niño pequeño, tan  pequeño como los que le rodeaban y sin embargo forzado a dar unas explicaciones que el resto no daba.

La primera parte de la mañana transcurrió con tensa normalidad para Paquito, que estaba más pendiente de lo que estaba por llegar y que, aun conociendo la dinámica de lo que ya le había ocurrido en el otro colegio, siempre tenía su mayor temor en un momento concreto de la jornada: el recreo. Y aquel colegio no iba a ser menos y aquellos compañeros tampoco. Tal y como se imaginaba se pasó los veinte minutos sentado en el patio, con sus enormes y largas piernas cruzadas la una sobre la otra, esquivando con sus ojos tristes las miradas desconfiadas del resto de los alumnos. Si temía las clases, peor se sentía en el recreo donde las miradas se multiplicaban y la desconfianza se disparaba.

Después de la segunda parte de la mañana quedaba la comida. Otro de los retos para la desafortunada autoestima de Paquito, que a su edad se había acostumbrado a comer bajo la mirada escrutadora de todos en un comedor repleto de niños y niñas. Sentía esa desagradable sensación que se tiene cuando vamos en el metro y nos leen por encima del hombro. Sólo que a él nadie le llegaba al hombro. Sólo era el primer día de clase y ya salía abatido del comedor.

Y allí estaba, apoyado en la pared con sus vaqueros de adulto y su camiseta de rayas azul clarita. Miraba hacia fuera del colegio, a través de una valla que para él significaba mucho más que el límite de los dominios del centro escolar. En eso escuchó un ruido. Miró hacia el lado opuesto de la valla y vio cómo un niño arrastraba una pesada silla en su dirección. Todos en el patio pararon al escuchar el chirriar de las patas de la silla contra el suelo. El niño era de la clase de Paquito, y no sin esfuerzo continuaba tirando de la silla que debía de haber sacado del comedor. Paró al lado del nuevo de la clase, aun bajo la mirada del resto de alumnos y del gesto atónito de Paquito. Se subió a la silla y, consiguiendo colocar su mirada casi a la altura de su interlocutor, dijo:

―Me llamo Daniel. ¿Y tú?

Paquito dudó.

―Paquito...

―¿Jugamos? ―le dijo Daniel con confianza.

―Vale. ―La respuesta de Paquito fue breve, como hacen los niños.
Daniel bajó de la silla y empezó a arrastrarla de nuevo mientras caminaba al lado de Paquito.

―¿Te llevo la silla? ―le dijo Paquito ahora más cómodo.

―Vale ―respondió Daniel a tono con la cadencia de la conversación.


Ambos se alejaron por el patio, ante la congelada mirada del resto de compañeros, dos figuras dispares juntas, dos nuevos compañeros. Y una silla.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

#76 LA PAELLA DE LOS DOMINGOS



―¡Paco!

―¡Voooy! ―La voz de Paco sonó desde la cocina―. ¿Ya te has despertado?

―No he dormido en toda la noche. Ayúdame, anda.

La ayudó a sentarse en la silla de ruedas mientras pensaba que sí que había dormido bastante, pero la dejó quejarse.

―Ya he hecho café.

―¿Lo has colado?

―Claro, lo tienes como a ti te gusta.

Empujó la silla hasta la salita donde ya había dejado preparado el desayuno para ella. Él hacía dos horas que había tomado su vaso de agua con sus dos galletas. El café lo dejó hacía muchos años. Ya no se acordaba de cuántos. El médico le aconsejó que no tomara cafeína a partir de mediodía, pero él había decidido no volver a probar un sorbo. Ni café, ni alcohol, ni los malditos cigarrillos que le tuvieron ingresado hacía ya diez años.

―Hoy vienen los niños a comer, ¿te acuerdas?

―¡Ay, qué alegría!

Los domingos Lola y su marido, con los dos niños, solían ir a comer paella. Habitualmente la hacía Paco, pero de unos años atrás a esta parte Lola y su marido se afanaban en la cocina mientras ellos hablaban con los niños, les leían cuentos y les preguntaban qué tal el colegio. Comían la paella mientras conversaban y reían, y después Lola recogía el comedor y la cocina con ayuda de su padre.

―Papá, ¿cómo ves a mamá?

―Está bien, hija. Gruñe mañana, tarde y noche. El día que deje de hacerlo me empezaré a preocupar yo.

―Papá, por favor, llamadme para cualquier cosa. Ya sabes que no se tarda nada de casa a aquí.

Y Paco asentía. Pero evitaba al máximo molestar a su hija y su yerno.

Mientras su mujer tomaba el café colado con tostadas, él salió a comprar pan y el periódico. Ya casi no lo leía, pero le gustaba tenerlo y ojear las páginas de deportes y las esquelas sin que su mujer se diera cuenta. Tal vez aparecía el nombre de algún conocido. Ya en la calle le sonó el móvil.

Abrió la puerta de casa.

―¡Paco, ayúdame a lavarme! Se van a presentar aquí los niños y aún no me he arreglado.

Paco caminó con los pies cansados hasta el aseo.

―No van a venir. Lola me ha llamado. Una tía de Luis que estaba ingresada en El Piramidón ha fallecido esta madrugada. La entierran esta tarde.

Ella se encogió en la silla con la mirada perdida en algún punto de la pared.

―No te preocupes. Ahora preparo yo algo rápidamente para los dos y comemos como si fuésemos novios.

―Como todos los días ―añadió ella.


Como todos los días, Paco y su mujer se apostaron en la salita delante de la tele a comer en silencio una tortilla francesa mientras veían las noticias. El presentador daba las cifras del paro y comentaba la reunión que tendría lugar al día siguiente en el Palacio de La Moncloa para abordar temas de urgencia. Pero Paco y su mujer tenían otras urgencias a aquellas alturas. Él cogió el periódico y miró las esquelas. Ella no le dijo nada, pero le puso cara.


miércoles, 30 de octubre de 2013

#75 UN PESO DE LOS DE ANTES



Lo tenía todo anotado. Como un grueso fajo de billetes que ostentara el poder, entre sus páginas estaban todas las direcciones y teléfonos que podía amasar. Sus páginas frecuentemente arrancadas con el fin de servir de guía hacia alguna parte. Hacia algún punto. Y sin embargo era habitual obviarla al pasar a su lado, ni siquiera su color llamaba ya la atención. Un tal Google la había relegado a un destierro forzado. Los destierros siempre son forzados. Pero llegaría su hora, como había llegado la recuperación de aquellos objetos valiosos que por antiguos se dejaron aparcados en cajones, armarios, o en el peor de los casos habían sido pasto del vertedero.

El grueso lomo mantenía recta toda la información que atesoraba. Con letra pequeña, cuidadosamente impresa y salpicado con recuadros que para despertar el interés del lector, del buscador más bien, destacaba por sus grandes caracteres. Pero daba igual. Maldito Google y maldito Internet. ¿Acaso el borde de la pantalla servía para hacer anotaciones? Pero anotaciones de verdad, con ese boli que te dejaba el lateral de la mano con una traza de azul… Ni siquiera el genio de la manzana había llegado a tanto. ¿Acaso alguna vez las modernidades que nos nublaban la perspectiva habían gozado de tan diversidad de funciones?


Ella no sólo orientaba y daba información. Había servido para calzar muebles antiguos, para sujetar puertas, a modo de escalón para llegar a los sitios altos, incluso algún depravado la había usado para atizar en la cabeza a los detenidos. Y sí. Era pesada, pero es que el valor tiene su peso, y cuando la cubierta y el interior relucen oro no es sólo una señal. Nada se había inventado aún que estuviera a la altura de sus páginas amarillas.

miércoles, 23 de octubre de 2013

#74 FUEGOS ARTIFICIALES



Como cada 4 de julio, los fastos comenzaban a primera hora de la mañana. Tenían lugar concursos de lo más variopinto, pruebas atléticas y deportivas, el desfile por la calle principal y el partido de béisbol. Continuaba una barbacoa que se alargaba hasta el comienzo del concierto de bandas locales y, como colofón, los fuegos artificiales.

En el pueblo se celebraba el Día de la Independencia más que cualquier otra festividad del año. Todas las familias se echaban a la calle. El tiempo siempre lo permitía. Ricks deambulaba con el rostro serio entre la gente que se apelotonaba para ver pasar las carrozas por la avenida Jefferson. Las autoridades abrían el desfile con unas breves y manidas palabras que todos ya conocían y que, a pesar de todo, aplaudían. Pero él no se había parado a escucharlas esta vez. No recordaba cuánto tiempo llevaba deambulando por las calles aparentemente ajeno a todo aquel festejo. Nadie reparaba en él.

Sí pasaron por su mente los años en que su madre les metía prisa a él y a su hermano mayor para que terminaran rápido de desayunar. Su padre ya les esperaba con sendas gorras conmemorativas que les calaba con una sonrisa y un beso, para luego cogerles de la mano y llevarles con él a ver la carrera de galgos, o el concurso de lanzamiento de calabaza, o el tiro al plato. Cuando éste terminaba, a ellos, como a muchos otros niños, les gustaba salir corriendo por el campo de tiro para ver quién recogía el pedazo más grande que había quedado. El que era capaz de encontrar un plato entero era la envidia del resto. Thomas, un niño algo mayor que ellos, siempre conseguía alguno. Más tarde acudían a comer a la plaza donde su madre les aguardaba sentada ya en una mesa con refrescos y bocadillos para ellos y unas cervezas para ella y papá. Él, antes de beber el primer trago, le daba un largo beso a su mujer. Se sonreían y brindaban los cuatro alegremente. Ricks y su hermano trataban atropelladamente de contarle a su madre todo lo que habían visto, y peleaban con las distintas versiones del mismo hecho. Sus padres mediaban tranquilos y sonrientes, orgullosos de sus hijos.

Algunos años después, Ricks y su hermano salían ya sin desayunar a pesar de las quejas de su madre y acudían a ver las carreras de natación en el río. Con un poco de suerte, escondidos entre los matorrales, conseguían ver a alguna de las muchachas desnudarse. Si les sorprendían, salían corriendo para evitar llevarse una pedrada o un palo en el culo.

La Segunda Gran Guerra les llamó a filas. Ricks fue alcanzado por una bala y le amputaron una pierna. Su hermano tuvo menos suerte y murió en el primer enfrentamiento. Durante los siguientes años, Ricks formó parte del desfile vestido de uniforme de gala con enseña de honor, ayudado de sus ya inseparables muletas. Muchos otros jóvenes participaban de igual manera: algunos sin brazos, otros en silla de ruedas, otros ciegos. Al terminar el desfile se cantaba el himno nacional en honor a los que no habían podido siquiera acudir. Ricks brindaba solemnemente en la comida con su padre mientras que su madre soltaba unas lágrimas pensando en su otro hijo. Cuando sus padres murieron en accidente de tráfico, Ricks dejó de acudir al desfile.

Nadie hablaba ya con él. Nadie nunca le dio el pésame por la muerte de sus padres. Parecía ser invisible para todos. Acudió al partido y al concierto de bandas. Y más tarde fue a sentarse a la orilla de la laguna donde se hallaba el roble plantado por los caídos, solitario una vez terminada la ofrenda de flores anual.

Apareció un niño a su lado. En cuanto vio que en su mano izquierda sujetaba cuatro platillos de barro, reconoció a Thomas. El chico había recibido un disparo accidental un 4 de julio cuando salió a recoger trofeos al campo antes de que terminara la sesión de tiro.

―Se te ve mucho mejor sin muletas y con dos piernas.

Ricks sintió un pequeño mareo cuando agachó la mirada y vio sus extremidades. Miró a su alrededor y, a lo lejos vio a su hermano abrazado a su novia del instituto, que había fallecido a causa de unas fiebres altísimas. Algo más atrás sus padres le miraban sonriendo como siempre lo habían hecho mientras su madre le tiraba un beso.

Thomas le agarró una mano cuando los fuegos comenzaron.

―Siento lo de vuestro accidente de coche ―dijo Thomas―. ¿Te importa si te cojo la mano? Aún me asustan un poco las explosiones.



miércoles, 16 de octubre de 2013

#73 TOSCA



Esa mañana mientras desayunaba en la casa de Tosca se me cayó el salero encima de la mesa, derramando una ínfima cantidad de sal. Tosca era una anciana, de esas que nunca ha puesto un pie más allá de los confines de su pueblo. Vestida de negro y de permanente murmuración para sus adentros, vivía en una casa a la que hacía llamar fonda, que disponía de una sola habitación para huéspedes. Solo un cliente cada vez. Solía acoger a jóvenes obreros que venían a trabajar a las construcciones cercanas. Proporcionaba cama y desayuno. Por no ofrecer más, no daba ni conversación. Solo sus murmuraciones permanentes. El salón parecía un expositor de saleros, cada uno con su cartel. Cada cartel con un nombre. Salvo esa excentricidad nada de particular tenía la fonda.

Fue caer el salero y escuchar por primera vez la voz de la vieja maldiciendo y arrojando sobre mí negros augurios. Pese al susto inicial, resté importancia a tan incómoda situación con un recurrente cumplido que hizo volver a la anciana a sus murmuraciones entre dientes.

Me despedí y salí de la fonda despreocupado. No fue hasta que en mi paso se interpuso una escalera que volví sobre la sal, los augurios de la vieja y la posibilidad de que me ocurriera algo. Tonterías. Supersticiones de pueblos. Llegando a la obra me pasó un camión rozando la espalda y volví sobre la sal, otra vez las supersticiones, y de nuevo despejé mi mente con la faena del día.

A la hora del almuerzo mi mente estaba permanentemente ya varada en una especie de ralentí de preocupación con la idea de que algo malo me fuera a ocurrir. Cuando uno está subido a un andamio no es complicado visualizar una desgracia. Y así pasé el día. Lo cierto es que ningún sobresalto alteró la rutina. Al salir del tajo me fui con los compañeros a tomar unos chatos a la plaza. Un cacahuete, un maldito cacahuete fue el último detonante de mi preocupación del día. Se me quedó atravesado en el gaznate y solo los golpes en la espalda de mis acompañantes hicieron salir al fruto seco entre mis lágrimas de esfuerzo y las risas de los que me rodeaban. Que ganas tenía de llegar a casa y acostarme.

Aliviado entré en el comedor y dejé mi mochila encima de la mesa mientras repasaba con la vista los saleros dispuestos en la pared. Había uno nuevo. Fue en ese instante en el que sentí como la hoja atravesaba mi pecho y la sangre empezó a manar a borbotones. Antes de desplomarme pude leer mi nombre en el cartel que acompañaba al salero.


Detrás de mí la vieja murmuraba entre dientes.

martes, 8 de octubre de 2013

#72 BABIECA Y YO



Conjeturas aparte, Rodrigo era un hombre normal. Tenía su casa, su corral, su tractor, una pequeña furgonetilla que le traía y le llevaba, y un burro. Poco aprecio tenía por todas aquellas cosas a excepción del pollino, bastante vulgar por otra parte: pardo como sucio, viejo y ocioso. Y sin embargo Babieca, que así le puso Rodrigo, cumplía las expectativas de su dueño, se dejaba cuidar y acudía cuando aquél le llamaba por su nombre. Rodrigo, a diferencia de otros hombres del pueblo, no concurría en el bar para mojar el gaznate con cazalla o anís. Tampoco se apoltronaba delante de la televisión a engullir cualquier programa o película que le pusieran. Él prefería dedicar tiempo a cepillar a Babieca, desparasitarle y alimentarle. Y, como quiera que el buen hombre siempre fue aficionado a la lectura de ciertos clásicos, así recitaba a su asno:

“―¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
―Porque nunca se come, y se trabaja.
―Pues ¿qué es de la cebada y de la paja?
―No me deja mi amo ni un bocado.
―Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Qureislo ver? Miradlo enamorado.
―¿Es necedad amar?
―No es gran prudencia.
―Metafísico estáis.
―Es que no como.
―Quejaos del escudero.
―No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?”

Babieca comía y a Rodrigo le parecía que más saboreaba las palabras de Cervantes que la paja o los terrones de azúcar.

―Estate listo, amigo mío, que esta tarde es domingo y saldremos.

Y estando el sol en el cénit del cielo Rodrigo se vistió como solía en aquellas ocasiones, botas de montar, camisa almidonada y pantalón ajustado. Salió al corral, cinchó a Babieca, agarró su vara, ensilló, y asno y amo salieron trotando en dirección poniente hacia el arroyo donde jinete bebería y abrevaría a la bestia antes de la puesta del sol.

―Tizona mía: ¿desfaceremos agún entuerto hoy, o hallaremos algún musulmán al que expulsar? ―comentaba el peculiar Cid a su vara de avellano.



miércoles, 2 de octubre de 2013

# 71 UNA DE HÉROES



Aquellos ojos vidriosos eran el reflejo de la emoción. Él había dado caza al malhechor y devuelto al rehén. Sus mallas amarillas con unas carreras resultado de la cruenta batalla daban fe del sobrenatural esfuerzo del héroe. Su reciente admiradora, absorta, se dejaba llevar por la imagen de aquella figura que la había elegido para hacer apología del bien.

Había recuperado aquella Barbie anoréxica a la que gustaba vestir de putón. Impropio para sus siete años. Los de la niña, no los de la Barbie. Esta última era ya una anciana que habiendo pactado con el diablo, la cirugía y el capitalismo salvaje; se mantenía joven eternamente. Y ella la vestía como una furcia de lujo de las que se arrastra por las fiestas en busca de unos tiros y unas copas de champán francés.

Él, erigido héroe, le daba al zumo de piña. Uno de esos artificiales elaborado a base de transgénicos licuados con cualquier mierda y un extra de calcio. Sus gafas apañadas con cinta aislante, el permanente churretón de tomate en la camiseta y esa mirada que infundía de todo menos miedo. Había recuperado al zorrón de la Barbie y vivía su momento de éxito.

 ―¡Te he dicho que dejes de ponerte mis medias! ―le gritó su madre mientras le propinaba un sonoro bofetón.


Todo fue silencio a los pies del tobogán, cuando el héroe, entre sollozos, era arrastrado a casa por su progenitora. ¡Qué poco dura la gloria!

miércoles, 25 de septiembre de 2013

#70 MUDO


Ruperto Cosí se había quedado mudo. Una buena mañana se despertó y, cuando quiso dar su diario buenos días en forma de “¡Mierda de vida!”, ningún sonido salió por su boca. Lo volvió a intentar y nada. ¿Un carraspeo? Nada. No sentía dolor de garganta ni ninguna otra molestia. Simplemente se había quedado sin habla. Cuando salió de su habitación su hermana comenzó a soltarle a bocajarro la retahíla de tareas que ella ya había llevado a cabo desde que perdiera el sueño, allá hacia las cuatro y media de la mañana, mientras él había permanecido en la cama.

―¿No dices nada? ―protestaba la hermana, con los brazos en jarras esperando una explicación.

Un día normal Ruperto habría entrado a discutir con su hermana, como solía, y la pelea habría quedado en tablas yéndose cada uno por su lado, juntándose después a la hora de comer para un segundo asalto. Pero aquel día no. Aquel día Ruperto miró fijamente a su oponente, abrió la boca todo lo que pudo y con el dedo índice de la mano se señaló repetidamente hacia el fondo. Luego bajó la mano, cerró de nuevo la boca y continuó con la mirada en los ojos de su hermana.

―Ahora resulta que te has quedado afónico. Te llevo diciendo toda la vida que las bebidas frías te iban a hacer mal, pero tú ni caso. Y yo ya no sé… ―. Pero ahí tuvo que dejarlo. Ruperto se había dado la vuelta y había desaparecido con su andar tranquilo.

Como todos los días, una vez puesta la gorrilla, salió a la calle y dirigió sus pasos con las manos en los bolsillos al banco en el que su pequeña pandilla de jubilados esperaba su llegada. O al menos un sitio le reservaban. Nada más cruzar la calle principal se cruzó con el alcalde.

―¡Buenos días, Ruperto! ¿Cómo se encuentra hoy? ―Cuando éste quiso contestar se dio cuenta de que no profería vocablo alguno, así que optó por hacer el mismo gesto que a su hermana, sumándole una subida y bajada de hombros con cara de resignación. ―Bueno, pues a cuidarse ese catarro entonces. ¡Que pases buen día! ―Y Ruperto levantó la mano con gesto de saludo y asintió entornando los ojos, antes de seguir su camino.

No era él ajeno a la burla que produciría su mutismo entre sus contertulios del banco. ¡Menudos eran todos como para perdonar un hecho que se saliera de la normalidad sin darle un par de cientos de vueltas! Pero lo asumía y, en definitiva, poco le importaba. Y así fue: el Manolo empezó con que si por fin la Perica, su hermana, se había atrevido a cortarle la lengua para echarla al guiso. El Lorenzo continuó con que qué se habría metido en la boca la noche anterior. El Martín con que si los había dejado a todos sin habla. Y el Pacorro con que si no tenía nada que contestar a todo lo que le decían. Él se dejaba hacer, qué remedio, y de hecho sonreía ante el buen humor grupal y las ocurrencias de unos y otros. El Lorenzo sí que le sugirió, pasado el tiempo de gracietas y chanzas, que se hiciera con una libreta y un lápiz para plasmar por escrito lo que quisiera transmitir. Pero Ruperto negó directamente con la cabeza. No le apetecía a él andar escribiendo todo el día a todo el mundo. Y de hecho, cuando le preguntaban él asentía firme, o meneaba la cabeza levantando las cejas, o acompañaba su gesto facial con un chasqueo de dedos o palmas. Y así se hizo entender aquella mañana y las siguientes. Y no fue especialmente incómodo.

Un día, volviendo de su cita con los amigos, al cruzar una calle algo distraído pensando en sus cosas, un coche frenó haciendo chirriar las ruedas para evitar atropellarle. Enseguida salió del vehículo un cuarentón envalentonado por verse cargado de razón, dispuesto a humillar en lo posible al jubilado a base de gritos e insultos plenos de desprecio hacia Ruperto, su edad y su condición. A verse éste desarmado de voz para contestar, se acercó al conductor y, sin mediar preparación, le despachó con una mano abierta. Dio media vuelta y continuó su camino pensando en lo práctico de no tener que desperdiciar palabras.

A la mañana siguiente Ruperto había recuperado la voz. Pero nadie lo supo nunca, pues aquellos días se había sentido muy cómodo en su condición de mudo y así quería seguir el tiempo que le quedara. ¡Qué placer el de no tener que dar siempre una opinión! ¡Qué gustazo el de poder dar un golpe en la mesa y que nadie te llamara grosero! ¡Qué lujo poder estar callado y dedicarse uno a sí mismo cuando quisiera sin ofender a nadie! Aquello comenzaba a ser vida para él.

martes, 17 de septiembre de 2013

#69 MELODIAS DE SABOR



No era un apasionado de la música, sin embargo no dejaba de escucharla. Creo que se debía a una actitud general cuyo punto fundamental radicaba en no implicarse demasiado en las cosas. Por varios motivos, pero fundamentalmente porque mi comportamiento obsesivo tendía a centrarse demasiado en mis particulares focos de atención. Por eso, cuando me sentía especialmente atraído por algo, lo echaba de mi vida. Luego estaba mi falta de capacidad de retención. Mi memoria no era exquisita, aunque manejaba con lucidez la capacidad de almacenar recuerdos en una especie de ralentí, sin reparar en ellos hasta que el detonante adecuado los sacaba a flote.

Y eso era para mí la música: percutor de la pólvora que desencadenaba mis recuerdos. Muchas canciones evocaban algún momento de mi vida, y al sonar hacían emerger hasta hacer tangibles momentos pasados. Algunos eran dulces bocados de mi infancia, o sabores de ésos que ahora se llaman “fusión” y que en mi interior llevan bullendo desde siempre, sin fechas ni modas. Los había picantes como una guindilla, ésos marcaban el camino de los labios a la lengua, de ahí al paladar para bajar por la garganta de nuevo a su estante en el olvido. Y, cómo no, había hueco para el amargo, aquello que inexplicablemente se afanan en llamar los “sinsabores” de la vida. Y pese a extirparle sus propiedades convirtiéndolo en insípido, el rastro en boca era áspero, evocado por aquellas vivencias que uno querría sepultar en el olvido, sin dejar cargado el cartucho que lo hace despertar. Puede que lo almacenemos para valorar el presente, puede que nos anime a afrontar el futuro.

Los sabores dulces solían evocar a mi infancia, y quizás algún momento de mi ya entrada edad adulta, un abrazo, una mano entrelazada. Los Beach Boys en su formato cassete disparaban estos recuerdos mejor que ninguno. Los picantes y los sabores fusión corrían a cargo de Los Rodríguez y mi adolescencia efervescente en periodos de verano. Los amargos se escondían detrás de melodías traicioneras que podían hacer fluctuar los sabores entre el dulce y el amargo en una suerte de menú oriental imprevisto. Canciones ñoñas de radio fórmula generalmente. Y sin embargo me gustaba repetir, una vez encontrado el plato, por muy difícil que fuera su digestión.

Después estaban los otros, los pata negra, Queen, Dire Straits, Sabina… manjares para cualquier situación, sabor del pasado, presente o futuro. Y me gustaba hacerlos sonar a modo de ruleta rusa que rescataría un momento aleatorio,  cualquier sabor tan intenso que llegara a sentir la textura. Pero dejaba un rastro amable, agradable, aunque hubiera desencadenado la amargura más intensa.


Y ocurría que una canción me hacía sentir un sabor que no existía en los archivos de mi memoria; buscaba y rebuscaba pero no florecía, y si no lo hacía era por no haberlo probado antes. Entonces con mucha expectación lo archivaba en un cajón de momentos por vivir, sabiendo que tarde o temprano llegaría el bocado. Y su melodía.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

#68 LA PROMESA



―Disculpe, caballero. ¿Sería tan amable de decirme quién es usted y qué hace a estas horas en plena noche apostado en este lugar?

―Por supuesto, agente. No es mi intención causar ninguna molestia a nadie. Tan solo espero a un antiguo amigo. Pero permítame que le cuente la historia completa. Estoy seguro que tras el relato quedará satisfecho y usted podrá continuar su camino con tranquilidad y yo podré seguir esperando a mi antiguo amigo:

>>Mi nombre es William Forrest Faulkner. Hace exactamente veinte años, en el restaurante que se encontraba en este mismo lugar, mi amigo Thomas Louis Baker y yo nos despedíamos, pues yo abandonaría al día siguiente la ciudad en busca de fortuna en el oeste. Acordamos el viejo Tom y yo que, si las cosas nos iban lo suficientemente bien, nos habríamos de encontrar pasados veinte años en aquel mismo lugar a la misma hora para ponernos al día de nuestras vidas. Y lo cierto es que a mí no me fue del todo mal. Nada más marchar de aquí la cosa estuvo un poco fea, porque no tenía yo ni oficio ni beneficio y tuve que aceptar trabajos poco gratos, pero que me ayudarían a alcanzar mi destino final: el oeste. Así serví mesas y fregué vasos en los antros más sórdidos que un hombre jamás haya podido conocer, estropeé mis manos y pulmones en las minas más oscuras, cavé tumbas y enterré cadáveres... Hasta que, en uno de mis empleos conocí a la mujer de mis sueños. Pero no fue fácil ser dueño de sus encantos, porque era hija del alcalde de la ciudad en la que me hallaba por entonces. Su simpatía sí hizo, sin embargo, que su padre me ofreciera otros puestos donde desarrollar mi carrera profesional. Así fui escribano, recaudador de impuestos y más tarde concejal. No estaba yo cómodo de todas maneras en aquella situación porque, al poco tiempo, la madre de la muchacha a la que yo pretendía y mujer de mi jefe se me insinuó claramente. Y ―¡pobre de mí!― la carne es débil. Con lo que, habiendo satisfecho a la madre antes incluso que a la hija, el hombre que no era yo se enteró de aquel incidente y hube de huir de la ciudad con lo puesto, que no era mucho, usted me entiende. La situación me llevó a mendigar para comer y subirme a trenes que me acercaran a mi destino final: el oeste. Pero en el camino, se lo confieso, me junté con malas compañías ―normal, si quiere, en mi situación― que me llevaron a cometer pequeños hurtos, nada importante, de verdad se lo digo, agente. Y con ayuda del destino y la suerte alcancé mi meta en el oeste donde, con gran esfuerzo y trabajo, pude abrir un salón y más tarde una licorería y un restaurante. Con mucha ilusión y, ya le digo, trabajo duro, los beneficios crecieron para permitirme abrir hasta un hotel y varios salones más de juego.

―Así que los últimos años han sido francamente buenos y boyantes, lo cual me ha permitido cumplir con la promesa que le hice a mi viejo amigo de venir a reunirme con él y hacerle partícipe de mi historia y de mi vida. Y ofrecerle, si así lo quisiera, trabajo conmigo en el oeste.

―Una historia muy interesante, señor Faulkner. Pero ya sabe que el restaurante que entonces hubo en este lugar ya cerró hace años.

―No importa. Le esperaré un poco más en la calle, si a usted no le causa inconveniente.

―Faltaría más. Espero que su espera no se prolongue en exceso.

―Muy amable, agente, que pase usted buena noche ―dijo mientras se llevaba la mano al ala del sombrero con una leve inclinación de cabeza.


El agente caminó tranquilamente hasta que desapareció doblando la esquina. Se acercó al teléfono público desde el que hizo una llamada breve. Cuatro minutos después, el agente Baker observó cómo una veintena de policías daba el alto y detenía al famoso William “el guapo”, autor de varios robos a bancos, salones de juego, licorerías y hoteles del oeste del país, así como algún asesinato a sangre fría, entre ellos al alcalde de Cheyenne, WY. Aquella noche, ninguno de los dos viejos amigos faltó a la cita.

martes, 3 de septiembre de 2013

#67 CEREMONIAS



El silencio en las confirmaciones de tantas invitaciones, el secreto de la novia por no dejarse ver antes del oficio. Los padrinos y testigos sin pluma con la que atestiguar el enlace. El nudo de aquella pajarita alrededor de mi cuello. Me apretaba. Pero todo iba según lo previsto. Iba a ser perfecto. Con ella.

Cuando el sol rasgó la mañana y penetró en la habitación, yo ya me encontraba sentado en el camastro. O puede que no fuera el sol, ya que el parpadeo de la luz, a modo de redoble de tambor,  hacía presagiar con su intermitencia una ceremonia atropellada. Olía con intensidad a amoníaco y desinfectante. Tan poco amables como eran, me ayudaban a vestirme. El traje me quedaba como un guante. Aunque pudiera parecer excéntrico decidí ir de blanco.

En tal señalada fecha el entorno a ratos me complacía, y la incertidumbre de mi unión no dejaba de aportar la emoción requerida en tales ocasiones. Me apretaba el traje. Se lo tenía dicho. Que tan ceñido no nos gustaba, pero ya no quedaba tiempo. Me apoyé en la pared acolchada, en espera de que llamaran a la puerta para acudir a mi enlace. Aunque lo cierto es que rara vez llamaban, sería por no hacer ruido, pero a mí me gustaba que llamaran a la puerta. Desde muy pequeño me enseñaron a hacerlo. Mi madre me decía que uno nunca sabía en qué disposición podríamos encontrar a los moradores de las estancias, a las meigas que elucubraban en nuestro pazo de Barro. Y me acostumbré a llamar. Siempre suave, con los nudillos juntos, esperando que mi padre, muerto en la mar hacía diez años, me dejara pasar. Y me acostumbré a esperar.

Como la esperaba a ella ahora, o ella a mí allá donde estuviera después de aquella última vez que la vi. Es posible que tras aquel abrazo fuera ella la última que me vio ya que cerró los ojos y se dejó abrigar por mí. La envolví con dulzura en una manta y la dejé reposar. Después no se volvió a saber nada. Hasta hoy. Esperábamos ansiosos los dos el enlace. Yo lo sabía, ella seguro que también me esperaba.

Todo fue muy rápido, y pronto se fijó el día. Lo nuestro fue un flechazo, no podíamos estar tanto tiempo separados, y tras el papeleo en el juzgado, se puso la fecha. Y la fecha era hoy, por fin,  yo vestido de blanco, después de una suculenta cena de mi elección. Si bien es cierto que prefiero las bodas de tarde, cuando se fijó la ceremonia para el alba me pareció un mal menor.


Vinieron a buscarme los que suponía mis padrinos, aunque sus semblantes serios no acompañaban al feliz momento. Tampoco conocía antecedentes de que el cura fuese a buscar al novio a su habitación, pero al fin y al cabo no dejaba de ser un detalle de atención y me lo tomé como un cumplido. Cuando llegué a la sala no estaba la novia, se suelen hacer esperar. Cuestión de costumbres. Así que me acomodaron mientras me veía reflejado en un rectangular espejo anclado en la pared. Hacía la estancia más amplia. Lo que sí ya me descolocó del todo fue que me dieran el cóctel sin ni siquiera haber dado el “sí, quiero”.

martes, 27 de agosto de 2013

#66 BAILAR SIN LOS PIES



Las parejas acudieron al baile con su invitación y todas fueron bienvenidas. Sin apenas tiempo para presentaciones la música comenzó y el animador dirigía los compases que se sucedían unos tras otros. Los primeros ritmos fueron lentos, pero con tal cantidad de asistentes el sudor comenzó a hacerse patente en la humedad del aire de la estancia. Era complicado para las parejas mantenerse unidas y a ratos se separaban para volverse a encontrar. Sin embargo, el animador no estaba dispuesto a que el ritmo descendiera y la velocidad del baile aumentaba constantemente. Los cuerpos inertes se dejaban llevar al ritmo impuesto por la orquesta y, si bien al comienzo sí se preocupaban por reencontrar a sus parejas, ya no ponían tanto empeño y bailaban con otra pareja o incluso en grupos de los de su misma condición. La invitación no decía exactamente la duración del baile. Los que ya habían concurrido en otras ocasiones sabían lo que pasaba y no estaban preocupados.

A los diez minutos, la estancia estaba llena de participantes empapados que iban y venían. Se alegraban cuando recuperaban a su pareja y se despedían con un “hasta luego” cuando inevitablemente se habían de separar.

Casi a la conclusión del evento, el animador decidió dar un empuje diferente, y consiguió agrupar a todos los asistentes contra las paredes del local para bailar en círculo, dejando vacío todo el centro. Estéticamente un éxito.

El baile finalizó y los asistentes estaban agotados y se felicitaban en el sitio. Las puertas del local se abrieron y personal de ayuda les guiaba hacia la salida para transportarles junto con sus parejas hacia su lugar de reposo. Sin embargo, no todos hallaron a sus parejas tan fácilmente y tuvieron que permanecer a solas o con otros individuos desparejados cierto tiempo. No había más remedio.


Algunos jamás volvieron a ver a sus parejas. Otros tuvieron que conformarse con parejas que, a pesar de tener ciertas características comunes, no eran totalmente afines. Y los más afortunados volvieron al cajón de los calcetines a relatar la experiencia a los que en un futuro no tan lejano estarían invitados al gran baile.

miércoles, 21 de agosto de 2013

#65 MATAR DRAGONES POR MI



No había cuento sin fin ni final feliz. Agachado, apoyado sobre su escudo sentía aún el aliento del dragón jadeando en su marcha. No tenía claro cuál había sido la motivación, pues salvar a la princesa hacía tiempo que dejó de ser un fin, para convertirse en rutina. Había nacido para eso, le decían, y sin plantearse divergencias se dedicó día y noche a blandir su espada y acabar con los dragones que acechaban a las doncellas.

Sin embargo el ardor que sentía por dentro no venía de su escudo aún caliente por las llamas del dragón. Ni siquiera por el aliento sulfúreo que manaba de las fauces de la bestia moribunda. El calor que le pesaba le decía que aunque él hubiera nacido para caballero, quería ser doncella por un día. Abandonar los lances, las batallas, las lenguas de fuego, caminos pedregosos alertado por un grito de socorro. Siempre la misma historia con el mismo final. El caballero mata al dragón y rescata a la princesa. Si acaso un beso, un título que colgar de su ya pesada armadura. Un rey agradecido. Recompensas que en ningún caso apagaban la quemadura que se extendía en su interior.

El cuento le había fagocitado, desde las tapas, recorriendo los lomos hasta la última página, y sin embargo no había final. Su caballerosa vida se había convertido en una suerte de distopía al servicio de los demás. Las páginas le pesaban como el escudo bajo el chorro ardiente de la ira del dragón. Pero siempre había una princesa que rescatar, una misión que cumplir, un rey que contentar. Los torreones se le hacían más altos y los dragones más fieros, la armadura más pesada y la espada cada vez más difícil de alzar.

Me recosté sobre la silla, yo no tenía escudo, cuestión de tiempos modernos. Hacía un calor abrasador en la habitación y el ruido del ventilador del ordenador no ayudaba ni a la concentración ni a la comodidad. Sin tener muy claro lo que había escrito intenté recorrer las líneas entre gotas de sudor. Me acerqué el vaso a la boca pero el último poso de agua recalentada no tenía ganas de bajar hasta mí. No me levantaría a por más. Estaba agotado, quería que el vaso viniera a mí. Pero no ocurriría, como no discurriría la vida según mis deseos, aun sin ser caballero, sin armadura ni escudo, me pasaba la vida enfrentándome a los miedos ajenos, atento.

Borré el relato después de leerlo. No quería escribir ni pensar. Sólo quería que mataran dragones por mí.

miércoles, 14 de agosto de 2013

#64 EL ABRAZO



―Te estaba esperando ―le dije.
―Lo siento, pero no estoy sola.

Aquél fue nuestro primer encuentro. Cada vez que mi enfermedad me llevaba al hospital, recorría todas las habitaciones en su busca sin hallarla. Seguí buscándola por aquellos lugares que yo sabía solía frecuentar. Mi debilidad me llevó al mundo de las drogas y el alcohol. A menudo me parecía ver su cara de nuevo, pero era mi ansia por encontrarla lo que me llevaba a imaginarme su rostro en el rostro de otras a las que usé y tiré por ser imitaciones. Mi actitud me enzarzó en peleas de las que salía mal parado. Tal vez lo que quería era acabar en el hospital para que ella volviera a entrar en mi habitación y me dijera "hoy he venido a verte". Sabía que era amante de las carreras ilegales y durante un tiempo me dediqué a correr contra otros por polígonos abandonados y carreteras secundarias a oscuras. Siempre con la intención de encontrarme con ella. Pero no la vi por allí.

Mi enfermedad mejoraba y eso me alejaba del hospital. Casi había empezado a olvidarla, pero mi subconsciente enfocó mi carrera periodística para llevarme a conflictos bélicos como reportero. Yo sabía que ella viajaba con bastante frecuencia a esos lugares y, con poca esperanza y desgana, la buscaba también. Nada.

Visité otros sitios más tranquilos donde sabía que ella se retiraba a meditar y estar sola, y durante un tiempo dormí al raso en cementerios esperando verla aparecer. Aullaban los lobos y los cipreses se alzaban firmes. Ni rastro de ella.

Decidí darme por vencido. Me centré en la cura de mi enfermedad sin buscarla ya más. Durante mi sorprendente recuperación conocí a una enfermera que se enamoró de mí y la correspondí. Salimos un tiempo y nos casamos. Ella era firme defensora de los derechos humanos y yo la acompañaba a los eventos que ella me proponía.

Una tarde acudimos juntos a una concentración en contra del hambre en el mundo. Aparentemente un grupo de radicales aprovecharon para mostrar sus pancartas políticamente tendenciosas y el ambiente se puso feo. La policía no hizo diferencias y comenzó a cargar. Corrimos para evitar los golpes. Ella tiraba de mi brazo guiándome hacia un lugar seguro cuando la reconocí. Allí estaba. De pie. Sola. Parada en mitad de la muchedumbre que corría a su alrededor. Mirándome con sus profundos ojos. Iba vestida igual que la vez que la conocí: vaqueros y sudadera con capucha negros. Solté la mano de mi chica y la perdí entre el gentío alborotado. Me paré delante de la que me miraba fijamente con una sonrisa cálida.

―Te busqué tanto tiempo…
―Lo sé ―dijo―, pero no estaba preparada. Y tú tampoco.


Lentamente se acercó y me abrazó. Sentí su fuerza alrededor de mi cuello y el sorprendente calor de su cuerpo en contacto con el mío, como si no lleváramos ninguna ropa. En ese momento supe que jamás me separaría de ella. Ella ya no me dejaría, no desaparecería. Sería suyo eternamente. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

#63 MERCENARIO DE LA PALABRA



Era un mercenario y no tenía ningún reparo en anunciarse como tal. Cada letra que manaba de su estilográfica se pagaba a cuatro centavos. A él habían recurrido amantes despistados, comerciantes endeudados, y hasta en una ocasión el propio alcalde, queriendo redactar un bando en ausencia de su responsable de escritos y dimediretes.

En el precio se debía incluir la “tasa sentida”, que no era sino una muy particular fiscalidad que el Pocho de la pluma (así era como le llamaban) aplicaba a lo que le pedían poner por escrito. Si se trataba de un despido, y el jefe era un perro chingón de los que disfruta con semejantes desgracias, le aplicaba un suplemento de cincuenta por ciento. Si no lo quería pagar que aprendiera a escribir. Ese impuesto discrecional se lo entregaba el Pocho al despedido. Cada uno hacía la revolución a su manera, pensaba mientras mojaba la estilográfica en el bote de tinta.

Sin embargo, cuando era una misiva emocionada, una carta de amor, un aviso de reencuentro o cualquier otro feliz acontecimiento, la letra estaba de saldo. El Pocho movía con armonía la pluma, como un pintor tintando el mundo al son de una sinfonía atronadora. A veces incluso cerraba los ojos, tocaba la cara del cliente, se movía a su alrededor recitando alguna frase a modo de mantra. Más parecía un rito vudú que un ejercicio literario. Al final siempre llegaba el pedido, ya fuera en verso o en prosa, pero la esperanza del solicitante se plasmaba en aquellos trozos de papel reciclado que el Pocho empleaba para sus escritos. Aprovechaba el reverso del papel usado, no por una cuestión de ecología y reciclaje, sino porque el Pocho insistía que la historia que aportan los textos no estaba sólo en las palabras, sino en el bagaje de quien las transporta, y éste no era otro que el papel donde se dejaban caer las palabras y se ordenaban para dar forma a lo que el corazón, el amor o la ira, la inquietud o la alegría, la esperanza, la desazón o la envidia desperdigaban sin patrón.


Por eso el día que el Pocho enfermó y dejó libre su esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, los vecinos enmudecían al pasar por su humilde letrero que rezaba “Mercenario de la palabra. Usted señale, que yo disparo”. Y más tarde su corazón dejó de bombear vida, y con ella se marcharon sus letras, su cañón y su recámara. El mercenario dejó un hueco en la esquina, en la calle y en las almas de aquellos que querían decir por tener que contar, pero no sabían cómo hacerlo. Y en una especie de procesión improvisada, por primera vez el Pocho se hizo letra en boca y en manos de otros, cuando cada vecino se acercó para dejar al lado de su cartel, en aquella esquinita de la calle Esperanza, junto al mercado de abastos, un trozo de papel ya usado, con letras dibujadas sin orden ni concierto, un baile de signos que sabían que allá donde anduviera el Pocho, sacaría un rato para darles orden y regalarles un último verso. Y éste estaría de saldo. Por liquidación.