martes, 27 de noviembre de 2012

#27 EL PLUMILLA.




Siempre ocurría de noche y siempre me mandaban a mí. Nunca entendí por qué la gente no probaba a matar de ocho a tres, incluso hasta las dos, de manera que pudiera una noche, al menos una, dormir como un ser humano normal. Y echarme la siesta después de comer. La llamada de rigor me llegó a las doce menos cuarto, con el cepillo de dientes atravesado en la boca, en calzoncillos y a punto de meterme en la cama. Riiingggggg

- ¿Sí?
- ¡A ver plumilla! – La manía que tenía Don Rafael de llamarme plumilla me sacaba de mis casillas- han dado matarile a un camello en el barrio de la Elipa, vete allí y hazme una crónica. Media página. ¡Ah! Y hazte una foto aunque sea con el móvil.
- Enseguida.

Joder, joder, joder. Día sí día no lo mismo, por cuatrocientos miserables euros y ni siquiera poder estampar mi firma en las crónicas macabras que redactaba. Mi madre se pasaba el día buscándome en el Diario Oeste y siempre la misma cantinela.

- Que no mamá, que yo no firmo…
- Pues si no firmas, ¿cómo lo vas a meter en el currículum?

Era tan linda, siempre preocupada por el currículum, como si en los tiempos que corrían sirviera de algo. Había estado en la redacción de tres periódicos, siempre cobrando lo mismo, siempre haciendo el mismo sucio trabajo y las mismas crónicas baratas que después firmaba algún capullo veterano del periódico. Eso si, antes me lo revisaba y cambiaba cuatro comas, que tenía que justificar su sueldo. Ahora se las escribía a Antonio Hortelano, una vieja gloria del periodismo venido a menos, borracho y putero, al que mantenían en nómina porque era buen amigo del director. Había cubierto algún conflicto lejano a finales de los ochenta y se pasaba el día contando batallitas.

- Chico, ¿te he contado cuando en Burundi me tendieron una emboscada y a punto estuvieron de cortarme los huevos?
- Alguna vez Antonio, alguna vez- contestaba hastiado y deseando que se los hubieran cortado y tenerlos enmarcados en el cabecero de mi cama…
- Vaya tiempos aquellos, eso sí era periodismo del bueno, semanas sin descansar –anda, como yo, pensaba- sin comer, con las balas silbando por encima de nuestras cabezas y sin ver una muda limpia durante meses.

Pues más o menos como ahora, porque Antonio Hortelano se había convertido en el típico periodista casposo, con manchas en la camisa, olor a tabaco rancio y un aliento que tumbaría a una plantilla entera de jugadores de rugby. Y una mala leche fina, que incluía un trato más allá de lo denigrante al lado del cual el término plumilla de Don Rafael era una carantoña. Por las mañanas acostumbraba a ”invitarme” a bajar a tomar un café con él.

- Chico, venga, deja de currar, que parece que te interesa la profesión en serio y me vas a terminar por quitar el puesto.

¿El puesto? No, si aún se creía que estaba ahí según estrictos ítems de valoración periodística. Normalmente me inventaba alguna excusa para no bajar, más que nada porque su invitación consistía en eso, invitarme a bajar, porque a la hora de pagar su café, su coñac y el grasiento bollo de turno que se metía entre pecho y espalda, la vejiga le hacía el favor de llevarle al baño, y yo debía descontar de mi exiguo sueldo, por llamarlo de alguna manera, sus caprichos. Cuando no encontraba forma humana de escabullirme me acoplaba en la barra cerca de los periódicos y acompañaba con leves inclinaciones de cabeza sus disertaciones acerca de sus éxitos periodísticos. Cuando Antonio sospechaba una bajada en mi nivel de atención, chocaba un horrible sello de oro que llevaba en el índice derecho con la copa de coñac, a modo de llamada al orden. Qué asco de anillo, rediós, las carnes de su índice intentaban escapar del cerco y siempre pensé que para sacar eso le tendrían que cortar el dedo.

No le soportaba, era superior a mis fuerzas. Cada vez que veía su firma bajo mis crónicas me acordaba de Burundi y de la tribu esa que, siempre que considerara como veraz la historia, me preguntaba por qué el corte de huevos no había llegado a término. Ahora, que reservado tenía la cabecera de mi cama, por si le daba por volver por aquellos lares. 

En el último mes había estado en cinco homicidios, dos violaciones y un suicidio. Y estaba aún a una semana de cobrar. Había dormido seguidas no más de cinco horas, no me acordaba del nombre de mi novia y se me pasó el cumpleaños de mi padre. No me acordaba de la última comida caliente y los policías del equipo de noche se sabían mi nombre. El comisario Mosquera se andaba con coñas cuando me veía.

- Chaval, ¿no curra nadie más en tu periódico?

¿Por qué nadie me llamaba por mi nombre? ¿Tan complicado era una mínima muestra de respeto por muy becario que fuera? Plumilla, chico, chaval… en fin, que me armaba de paciencia por no abandonarme a la humillación profesional y terminar escribiendo artículos a un euro para cualquier pirata del sector. Al fin y al cabo muchos artículos tendría que escribir para llegar a los cuatrocientos euros que me ofrecían en el Diario Oeste.

- ¿A ti esto te gusta? Lo de cubrir decesos, me refiero- me preguntaba habitualmente el comisario Mosquera, sin recordar la respuesta dada dos días antes. Se ve que no era ni explícito en mis respuestas, ni tajante en mi actitud.
- ¿Y a usted? Recoger fiambres y escribir informes hipotetizando sobre las causas… me refiero.
- Eres ingenioso, chaval- y dale con chaval…
- No, no me gusta, pero me permite darle a la tecla y vivir. Mal, pero vivir, de esto.
- Qué triste vida.
- La suya, comisario, la suya…


Bueno, pues esta conversación, calcada, podía tener lugar dos o tres días a la semana, y o al Colombo de turno se le terminaban rápido los temas de conversación o tenía memoria de pez.

Cuando llegué al escenario del crimen una patrulla de policía cortaba la calle. Era curioso cómo se repetía la misma situación siempre, policías, una dotación del SAMUR con los focos desplegados, un juez con cara de pocos amigos que levantaba el cadáver y, por muy tarde que fuera, alguna vecina en bata comentando la jugada y farfullando un “es que en este barrio no sé dónde vamos a ir a parar”. En esta ocasión un par de prostitutas contaban al comisario Mosquera datos sobre el suceso.

- Hombre chaval, qué raro, tú por aquí… No hay mucho, un borracho con ganas de juerga y sin ánimo de pagar se propasó con una de las chicas y se ve que su chulo no estaba por fiarle el servicio.

Saqué la cámara que ponía voluntariosamente al servicio del periódico y me acerqué al cadáver. El papel albal que le cubría dejaba su costado derecho al descubierto y se podía ver un reguero de sangre empapando una camisa cutre y a medio meter por la cintura del difunto. Me agaché hasta quedarme de cuclillas al lado del cuerpo y cuando enfoqué con la cámara a la luz de los focos del personal sanitario un destelló en la mano derecha del muerto centró el autofocus de la cámara. No dí crédito. Miré por encima del objetivo y confirmé mis sospechas con una sonrisa concluyente. Saqué cuatro fotos más y me marché a casa con la agradable sensación de saber que esta crónica sería muy especial, que no me volverían a llamar “chaval” en la redacción y sabiendo que por fin ocuparía el cabecero de mi cama con la mejor y más anhelada de las instantáneas.

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