miércoles, 14 de noviembre de 2012

#25 TRASTEANDO



Nunca había comprendido por qué se envolvían los muebles en mantas para realizar una mudanza. Sí, sabía que era para no dañarlos en caso de golpe, pero no entendía bien por qué siempre esas mantas grises, que parecían subastadas por el ejército una vez suprimido el servicio militar.

El caso es que ahí estaba, una cómoda de madera de la que sólo asomaba por encima del precinto la repisa superior. Dentro del vacío de preocupaciones que regía mi vida en aquel momento me pregunté igualmente si esa tabla de madera vieja estaba exenta de las consecuencias de un impacto. No es que me generara intranquilidad, pero estaba atravesando una etapa de inquietudes banales después de que Pilar me abandonara tres meses atrás. Una vez superado aquello, con mucho alcohol y algún Lexatín, todo lo demás me parecía extremadamente irrelevante.

Ni siquiera el hecho de no poder coger el ascensor de casa en aquel momento en el que los operarios de la mudanza lo habían monopolizado y el montacargas me trastornó lo más mínimo. Me surgió de nuevo una pregunta, si uno de los elevadores se llama montacargas ¿porqué tenían que ocupar los dos si lo que estaban haciendo era transportar cargas? Cuando vi las gotas de sudor caer por la frente de aquel pequeño operario, supe que no era momento para preguntárselo, a riesgo de que me empaquetara a mí también con aquellas mantas que debían picar lo que no estaba escrito.

No recordaba haber leído ningún aviso anunciando estos trabajos y las consecuentes molestias para el resto de inquilinos y tampoco  les había visto trabajar por la mañana cuando salí a por el periódico. Era temprano, pensé. Después me entretuve paseando por el centro y haciendo un listado de lugares por los que no debía pasar nunca más para no acordarme de Pilar y su sucia jugada de abandono, y asimilando la llamada del día anterior en la que su hermana, la hermana de Pilar a la que yo nunca había tragado, me dijo que tenían que pasar a por sus cosas. Tres meses habían transcurrido desde que se marchó de casa y aún tenía su última colada limpia en la encimera de la cocina. Lo cierto es que limpia ya no estaba, pero me gustaba tenerla allí porque de alguna manera me hacía pensar que en algún momento llegaría con su suave contoneo, sólo vestida con mi camisa y esa toalla en plan turbante que se ponía tras lavarse el pelo, a recogerla mientras yo preparaba la cena. Sí, sí, sé que he dicho que había superado lo de Pilar, y lo había hecho, pero lo conseguí, con mucho alcohol y alguna pastilla, como ya he comentado, y con ciertas particularidades, véase no quitar ninguna foto de ella y dejar sus cosas como hacen con las habitaciones de los muertos en las películas. No había tocado nada. Y pensando en cosas banales, en gilipolleces que se dice por mi barrio. Daniel, mi terapeuta, me animó a ocupar mi mente de asuntos de escasa trascendencia, y empecé a cuidar mis uñas, a sacar brillo a los marcos de fotos, a contar los cacahuetes que entraban en una bolsa de cuarto de kilo… en fin cosas que terminaron por entretenerme y hacer que me olvidara de la cruel y ruin esa que me había abandonado. Y lo conseguí bastante bien, sin rencor, sin ira, si la muy cabrona se había ido mejor para los dos. Sobretodo para mí. Relajado andaba.

Leí el periódico sentado en los jardines del palacio Real con esa lata de cerveza que había comprado en el chino que bajaba desde el mercado de San Miguel. Sabía que era temprano, de hecho hasta el chino puso cara de asombro cuando vio esa lata de medio litro encima del mostrador mientras despachaba barras de pan a los vecinos del inmueble. ¿Qué cómo es la cara de asombro de un chino? Pues con los ojos cerrados pero menos.

Debí de estar toda la mañana fuera, de ahí que les diera tiempo a los operarios de la mudanza de ponerse al tajo. Como no me apetecía nada subir andando, vivía en un cuarto y mi estado normal era de extrema vagancia, decidí esperar a que, o terminaran la dichosa mudanza, o al menos llegara la hora del bocata y dejaran libre el ascensor. Y de paso el montacargas.

Así que me fui al Respiro mi otro espacio de terapia, mucho más barato y refrescante. Allí había acudido todos y cada uno de los días de estos últimos tres meses a contarle a Juan mis neuras, miedos, iras y desmadres. Todo ello aderezado con decenas de cañas y el silencio cómplice de mi pareja de monólogo. Juan no decía nada, sólo torcía el gesto cuando debía y asentía cuando lo apropiado era hacerlo. Tanto curso de psicología, tanta matrícula pagada en la universidad, y había muchos tipos que a base de cambiar barriles de cerveza, tirar cañas y poner chatos de vino con su rancia rodaja de salchichón, habían evitado más suicidios que los ilustres licenciados.

Con Juan no tenía ni que saludar, cuando llegaba a mi taburete ya tenía una caña fresca sudando la barra. Disparé a bocajarro, como de costumbre:

- ¿Pues no va la víbora esa de la Montse y me dice que su hermana quiere recoger sus cosas?

Arqueo de cejas, Juan me daba vía libre para seguir largando.

- Ya le he preguntado, que si estas cosas no prescriben, que no se puede una largar sin hacer un jodido inventario y volver después de tres meses, cuando la pobre víctima, es decir yo, ya lo tengo superado, cuando he desterrado la ira, cuando ya no me acuerdo de su maldita hermana, y venir a expropiarme. Que sí, que su ropa es suya, aunque ya verás cuando descubra que he donado casi todo a Cáritas ja ja ja que el otro día me crucé con la rumana de la puerta del estanco y llevaba una chaqueta suya, de Caramelo, noventa pavos de chaqueta…

Juan esbozó lo que parecía una sonrisa, vía libre.

- Pues eso, casi que le voy a decir que para llevarse la ropa de su hermana se dé una vuelta por el barrio y se la vaya quitando a los mendigos. Esta tía es imbécil si se piensa que se va a llevar las cosas. Pilar siempre hacía lo que decía y de manera inmediata, era cruel e implacable. Lo que quería hacer lo anunciaba a modo de sentencia y lo ejecutaba. No era de las que ponía tono de consulta aunque fuera a hacer lo que se le pusiera en el mismo, no que va, ella te informaba y actuaba. Expeditiva era la muchacha. Y ha estado tres meses sin llamar y sin recoger sus cosas y ahora me dice que si puede venir a recogerlas, como si yo tuviera que estar a expensas de lo que se le pusiera en las narices….

Juan tiró la cuarta caña, mientras hacia breves gestos de asentimiento…

- Pues ya le he dicho, que yo ya he superado todo esto y que por mi parte puede hacer lo que le salga de los cojones, que como si se lleva las paredes de la casa… es verdad que no sé cómo de creíble ha quedado, ya que el hecho de encadenar el nombre de su hermana precedido de un “la cabrona de…” no ha ayudado a aportar consistencia a mi discurso, pero es que me da igual, que en cuanto llegue el lunes cambio la cerradura y se va a llevar lo que yo te diga.

El grasiento reloj de la pared del bar marcaba las tres y cuarto. Pagué y me marché dando las gracias a Juan por tan animosa conversación. Había empezado a llover y aceleré el paso. El portal ya estaba despejado y los ascensores libres de carga. Cuarta planta rezaba el dispositivo luminoso. Pulsé el botón. Me metí en el ascensor en el que quedaba un cartón en el suelo de los que ponen las empresas de mudanzas para no dañar el suelo. Todo son cuidados y sin embargo los muebles siempre llegan con golpes y las zonas comunes hechas un desastre cuando alguien cambia de piso. Volvía yo a mis banales inquietudes.

Metí la llave en la cerradura y pasé al oscuro recibidor. Dejé el periódico en la cómoda de la entrada y sin embargo escuché como golpeaba en el suelo. Encendí la luz a tiempo para percatarme que una vez más Pilar lo había hecho, y que yo, ahora sentado en el suelo de un salón diáfano y vacío tendría que volver al alcohol, a llamar a Daniel y a mis tertulias unidireccionales con Juan.

 Los espacios vacíos parecen más pequeños, pensé.

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