martes, 27 de noviembre de 2012

#27 EL PLUMILLA.




Siempre ocurría de noche y siempre me mandaban a mí. Nunca entendí por qué la gente no probaba a matar de ocho a tres, incluso hasta las dos, de manera que pudiera una noche, al menos una, dormir como un ser humano normal. Y echarme la siesta después de comer. La llamada de rigor me llegó a las doce menos cuarto, con el cepillo de dientes atravesado en la boca, en calzoncillos y a punto de meterme en la cama. Riiingggggg

- ¿Sí?
- ¡A ver plumilla! – La manía que tenía Don Rafael de llamarme plumilla me sacaba de mis casillas- han dado matarile a un camello en el barrio de la Elipa, vete allí y hazme una crónica. Media página. ¡Ah! Y hazte una foto aunque sea con el móvil.
- Enseguida.

Joder, joder, joder. Día sí día no lo mismo, por cuatrocientos miserables euros y ni siquiera poder estampar mi firma en las crónicas macabras que redactaba. Mi madre se pasaba el día buscándome en el Diario Oeste y siempre la misma cantinela.

- Que no mamá, que yo no firmo…
- Pues si no firmas, ¿cómo lo vas a meter en el currículum?

Era tan linda, siempre preocupada por el currículum, como si en los tiempos que corrían sirviera de algo. Había estado en la redacción de tres periódicos, siempre cobrando lo mismo, siempre haciendo el mismo sucio trabajo y las mismas crónicas baratas que después firmaba algún capullo veterano del periódico. Eso si, antes me lo revisaba y cambiaba cuatro comas, que tenía que justificar su sueldo. Ahora se las escribía a Antonio Hortelano, una vieja gloria del periodismo venido a menos, borracho y putero, al que mantenían en nómina porque era buen amigo del director. Había cubierto algún conflicto lejano a finales de los ochenta y se pasaba el día contando batallitas.

- Chico, ¿te he contado cuando en Burundi me tendieron una emboscada y a punto estuvieron de cortarme los huevos?
- Alguna vez Antonio, alguna vez- contestaba hastiado y deseando que se los hubieran cortado y tenerlos enmarcados en el cabecero de mi cama…
- Vaya tiempos aquellos, eso sí era periodismo del bueno, semanas sin descansar –anda, como yo, pensaba- sin comer, con las balas silbando por encima de nuestras cabezas y sin ver una muda limpia durante meses.

Pues más o menos como ahora, porque Antonio Hortelano se había convertido en el típico periodista casposo, con manchas en la camisa, olor a tabaco rancio y un aliento que tumbaría a una plantilla entera de jugadores de rugby. Y una mala leche fina, que incluía un trato más allá de lo denigrante al lado del cual el término plumilla de Don Rafael era una carantoña. Por las mañanas acostumbraba a ”invitarme” a bajar a tomar un café con él.

- Chico, venga, deja de currar, que parece que te interesa la profesión en serio y me vas a terminar por quitar el puesto.

¿El puesto? No, si aún se creía que estaba ahí según estrictos ítems de valoración periodística. Normalmente me inventaba alguna excusa para no bajar, más que nada porque su invitación consistía en eso, invitarme a bajar, porque a la hora de pagar su café, su coñac y el grasiento bollo de turno que se metía entre pecho y espalda, la vejiga le hacía el favor de llevarle al baño, y yo debía descontar de mi exiguo sueldo, por llamarlo de alguna manera, sus caprichos. Cuando no encontraba forma humana de escabullirme me acoplaba en la barra cerca de los periódicos y acompañaba con leves inclinaciones de cabeza sus disertaciones acerca de sus éxitos periodísticos. Cuando Antonio sospechaba una bajada en mi nivel de atención, chocaba un horrible sello de oro que llevaba en el índice derecho con la copa de coñac, a modo de llamada al orden. Qué asco de anillo, rediós, las carnes de su índice intentaban escapar del cerco y siempre pensé que para sacar eso le tendrían que cortar el dedo.

No le soportaba, era superior a mis fuerzas. Cada vez que veía su firma bajo mis crónicas me acordaba de Burundi y de la tribu esa que, siempre que considerara como veraz la historia, me preguntaba por qué el corte de huevos no había llegado a término. Ahora, que reservado tenía la cabecera de mi cama, por si le daba por volver por aquellos lares. 

En el último mes había estado en cinco homicidios, dos violaciones y un suicidio. Y estaba aún a una semana de cobrar. Había dormido seguidas no más de cinco horas, no me acordaba del nombre de mi novia y se me pasó el cumpleaños de mi padre. No me acordaba de la última comida caliente y los policías del equipo de noche se sabían mi nombre. El comisario Mosquera se andaba con coñas cuando me veía.

- Chaval, ¿no curra nadie más en tu periódico?

¿Por qué nadie me llamaba por mi nombre? ¿Tan complicado era una mínima muestra de respeto por muy becario que fuera? Plumilla, chico, chaval… en fin, que me armaba de paciencia por no abandonarme a la humillación profesional y terminar escribiendo artículos a un euro para cualquier pirata del sector. Al fin y al cabo muchos artículos tendría que escribir para llegar a los cuatrocientos euros que me ofrecían en el Diario Oeste.

- ¿A ti esto te gusta? Lo de cubrir decesos, me refiero- me preguntaba habitualmente el comisario Mosquera, sin recordar la respuesta dada dos días antes. Se ve que no era ni explícito en mis respuestas, ni tajante en mi actitud.
- ¿Y a usted? Recoger fiambres y escribir informes hipotetizando sobre las causas… me refiero.
- Eres ingenioso, chaval- y dale con chaval…
- No, no me gusta, pero me permite darle a la tecla y vivir. Mal, pero vivir, de esto.
- Qué triste vida.
- La suya, comisario, la suya…


Bueno, pues esta conversación, calcada, podía tener lugar dos o tres días a la semana, y o al Colombo de turno se le terminaban rápido los temas de conversación o tenía memoria de pez.

Cuando llegué al escenario del crimen una patrulla de policía cortaba la calle. Era curioso cómo se repetía la misma situación siempre, policías, una dotación del SAMUR con los focos desplegados, un juez con cara de pocos amigos que levantaba el cadáver y, por muy tarde que fuera, alguna vecina en bata comentando la jugada y farfullando un “es que en este barrio no sé dónde vamos a ir a parar”. En esta ocasión un par de prostitutas contaban al comisario Mosquera datos sobre el suceso.

- Hombre chaval, qué raro, tú por aquí… No hay mucho, un borracho con ganas de juerga y sin ánimo de pagar se propasó con una de las chicas y se ve que su chulo no estaba por fiarle el servicio.

Saqué la cámara que ponía voluntariosamente al servicio del periódico y me acerqué al cadáver. El papel albal que le cubría dejaba su costado derecho al descubierto y se podía ver un reguero de sangre empapando una camisa cutre y a medio meter por la cintura del difunto. Me agaché hasta quedarme de cuclillas al lado del cuerpo y cuando enfoqué con la cámara a la luz de los focos del personal sanitario un destelló en la mano derecha del muerto centró el autofocus de la cámara. No dí crédito. Miré por encima del objetivo y confirmé mis sospechas con una sonrisa concluyente. Saqué cuatro fotos más y me marché a casa con la agradable sensación de saber que esta crónica sería muy especial, que no me volverían a llamar “chaval” en la redacción y sabiendo que por fin ocuparía el cabecero de mi cama con la mejor y más anhelada de las instantáneas.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

# 26 A OSCURAS.



Salir corriendo del nido de pasión de una mujer casada porque el marido ha vuelto de viaje antes de lo previsto tiene ciertos inconvenientes. Aquel día todo sucedió demasiado rápido, de tal modo que me encontré en lo que supuse que era el garaje particular del chalé adosado de la maciza en cuestión (y de su marido, que imagino volvió en taxi), con los pies sobre el frío y húmedo suelo y el rabo entre las piernas, después de un corre-métete-aquí, con un montón de ropas sobre mis brazos fuertemente apretados contra mi pecho. Totalmente a oscuras, suplicando que mis fuertes latidos no se oyeran en el resto de la vivienda, mis primeros pensamientos se centraron en la urgencia de vestirme tan rápido como pudiera con aquello que sujetaba, ignorando si se trataría de mis prendas y, si así fuese, si estarían al completo por la urgencia de la fuga. De inmediato supe que mi calzado sí estaba, en aquel momento comencé a sentir las tapas de los tacones de mis zapatos violentamente clavándose en mis antebrazos. Bien, no estaría descalzo. Antes de depositar todo el montón que sujetaba para comprobar al tacto el inventario de mis prendas, palpé el suelo por si estuviese mojado, ya que mis pies se habían quedado demasiado fríos para sentir nada. Seco. Aparté los zapatos para el final con la barbilla hacia arriba como hace Juan cuando me vende los viernes el cupón de los ciegos. Rápidamente identifiqué los ásperos vaqueros. Qué suerte. Un hombre sin pantalones es menos hombre cuando amanece. La camisa también estaba. Deslicé mis dedos por una de las mangas hasta que llegué al bolsillo y comprobé que el paquete de tabaco había desaparecido, y con él el mechero. Lástima, eso habría ayudado. Continué la búsqueda y topé con algo que no supe de qué se trataba a primera vista, quiero decir, al primer contacto. Por lo suave habría dicho que era seda, y mi imaginación, aún dispuesta a experimentar, pensó directamente en aquellas braguitas negras que mis dedos habían memorizado bien unas horas antes. Ese color negro en la oscuridad no ayudaba a dar luz a nada, la verdad. Aparte del hecho de descartar que se tratara de la ropa interior de mi amante, porque a medida que mis dedos continuaban con la inspección del objeto, una forma cuadrada no casaba con el concepto de bragas. Fuera lo que fuese lo aparté descartándolo de aquello que fuese mío. El miedo a no encontrar el resto de mis cosas no era tanto por el hecho de estar desnudo, ya que sabía que hasta ese momento tenía vaqueros, camisa y zapatos, sino por pensar que el cornudo hubiera encontrado algo ajeno en el dormitorio donde dejé todas mis prendas. A mi izquierda del todo estaban mis calcetines. Finos y arrugados pude cogerlos. Mis calzoncillos no estaban alrededor, a pesar de haber palpado un semicírculo, ya de rodillas en el suelo, delante de mí no había nada más. Ponerme los vaqueros ya resultó una odisea. Rápidamente localicé la parte de alante y la de atrás. No obstante, al ir a meter la pierna derecha por la pernera, ésta estaba medio doblada y me impidió poner el pie en el suelo en sitio que tenía previsto. Noté cómo mi cuerpo había perdido el equilibrio demasiado tarde para tratar de retomarlo, y me desplomé hacia la derecha. Afortunadamente no me golpeé con nada que no fuera el suelo, pero en cierto sentido agradecí no tener luz para no verme a mí mismo medio encogido, absolutamente desnudo excepto media pierna derecha, y tirado por el suelo de un garaje. Patético. Sin moverme apenas del sitio para evitar otra caída, introduje la pierna derecha del todo, la izquierda, apoyé los pies contra el suelo y subí los vaqueros completamente. La sensación no fue agradable sin los calzoncillos, la verdad. Me arrastré pasando por encima de mi camisa hasta volver a localizar los calcetines mientras me clavaba un zapato en la rodilla izquierda. Cansado de aquel trajín, me los puse deprisa sabiendo que el derecho estaba al revés, aunque esto sólo lo noté en el tacto de las manos, los pies los tenía ya insensibles del todo. Ponerme la camisa, aun sentado en el suelo, no podía ser tan complicado. Metí los brazos en las mangas rápidamente y fui abotonándola, pero tenía un zapato debajo del culo y no llegué a terminar. Me puse de rodillas en el sitio para localizar ambos zapatos. Me los puse y até los cordones con agilidad. Aún así, sentí que me quedaba sin cordón en una de las lazadas. A tientas busqué una pared donde apoyarme y esperar a que se hiciera la luz y poder comprobar el resultado. Encontré de nuevo el trozo de seda. ¿Un pañuelo? ¿De hombre? Espero que el marido de mi amante no tuviera en sus manos mis calzoncillos para sonarse los mocos. O secarse las lágrimas. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

#25 TRASTEANDO



Nunca había comprendido por qué se envolvían los muebles en mantas para realizar una mudanza. Sí, sabía que era para no dañarlos en caso de golpe, pero no entendía bien por qué siempre esas mantas grises, que parecían subastadas por el ejército una vez suprimido el servicio militar.

El caso es que ahí estaba, una cómoda de madera de la que sólo asomaba por encima del precinto la repisa superior. Dentro del vacío de preocupaciones que regía mi vida en aquel momento me pregunté igualmente si esa tabla de madera vieja estaba exenta de las consecuencias de un impacto. No es que me generara intranquilidad, pero estaba atravesando una etapa de inquietudes banales después de que Pilar me abandonara tres meses atrás. Una vez superado aquello, con mucho alcohol y algún Lexatín, todo lo demás me parecía extremadamente irrelevante.

Ni siquiera el hecho de no poder coger el ascensor de casa en aquel momento en el que los operarios de la mudanza lo habían monopolizado y el montacargas me trastornó lo más mínimo. Me surgió de nuevo una pregunta, si uno de los elevadores se llama montacargas ¿porqué tenían que ocupar los dos si lo que estaban haciendo era transportar cargas? Cuando vi las gotas de sudor caer por la frente de aquel pequeño operario, supe que no era momento para preguntárselo, a riesgo de que me empaquetara a mí también con aquellas mantas que debían picar lo que no estaba escrito.

No recordaba haber leído ningún aviso anunciando estos trabajos y las consecuentes molestias para el resto de inquilinos y tampoco  les había visto trabajar por la mañana cuando salí a por el periódico. Era temprano, pensé. Después me entretuve paseando por el centro y haciendo un listado de lugares por los que no debía pasar nunca más para no acordarme de Pilar y su sucia jugada de abandono, y asimilando la llamada del día anterior en la que su hermana, la hermana de Pilar a la que yo nunca había tragado, me dijo que tenían que pasar a por sus cosas. Tres meses habían transcurrido desde que se marchó de casa y aún tenía su última colada limpia en la encimera de la cocina. Lo cierto es que limpia ya no estaba, pero me gustaba tenerla allí porque de alguna manera me hacía pensar que en algún momento llegaría con su suave contoneo, sólo vestida con mi camisa y esa toalla en plan turbante que se ponía tras lavarse el pelo, a recogerla mientras yo preparaba la cena. Sí, sí, sé que he dicho que había superado lo de Pilar, y lo había hecho, pero lo conseguí, con mucho alcohol y alguna pastilla, como ya he comentado, y con ciertas particularidades, véase no quitar ninguna foto de ella y dejar sus cosas como hacen con las habitaciones de los muertos en las películas. No había tocado nada. Y pensando en cosas banales, en gilipolleces que se dice por mi barrio. Daniel, mi terapeuta, me animó a ocupar mi mente de asuntos de escasa trascendencia, y empecé a cuidar mis uñas, a sacar brillo a los marcos de fotos, a contar los cacahuetes que entraban en una bolsa de cuarto de kilo… en fin cosas que terminaron por entretenerme y hacer que me olvidara de la cruel y ruin esa que me había abandonado. Y lo conseguí bastante bien, sin rencor, sin ira, si la muy cabrona se había ido mejor para los dos. Sobretodo para mí. Relajado andaba.

Leí el periódico sentado en los jardines del palacio Real con esa lata de cerveza que había comprado en el chino que bajaba desde el mercado de San Miguel. Sabía que era temprano, de hecho hasta el chino puso cara de asombro cuando vio esa lata de medio litro encima del mostrador mientras despachaba barras de pan a los vecinos del inmueble. ¿Qué cómo es la cara de asombro de un chino? Pues con los ojos cerrados pero menos.

Debí de estar toda la mañana fuera, de ahí que les diera tiempo a los operarios de la mudanza de ponerse al tajo. Como no me apetecía nada subir andando, vivía en un cuarto y mi estado normal era de extrema vagancia, decidí esperar a que, o terminaran la dichosa mudanza, o al menos llegara la hora del bocata y dejaran libre el ascensor. Y de paso el montacargas.

Así que me fui al Respiro mi otro espacio de terapia, mucho más barato y refrescante. Allí había acudido todos y cada uno de los días de estos últimos tres meses a contarle a Juan mis neuras, miedos, iras y desmadres. Todo ello aderezado con decenas de cañas y el silencio cómplice de mi pareja de monólogo. Juan no decía nada, sólo torcía el gesto cuando debía y asentía cuando lo apropiado era hacerlo. Tanto curso de psicología, tanta matrícula pagada en la universidad, y había muchos tipos que a base de cambiar barriles de cerveza, tirar cañas y poner chatos de vino con su rancia rodaja de salchichón, habían evitado más suicidios que los ilustres licenciados.

Con Juan no tenía ni que saludar, cuando llegaba a mi taburete ya tenía una caña fresca sudando la barra. Disparé a bocajarro, como de costumbre:

- ¿Pues no va la víbora esa de la Montse y me dice que su hermana quiere recoger sus cosas?

Arqueo de cejas, Juan me daba vía libre para seguir largando.

- Ya le he preguntado, que si estas cosas no prescriben, que no se puede una largar sin hacer un jodido inventario y volver después de tres meses, cuando la pobre víctima, es decir yo, ya lo tengo superado, cuando he desterrado la ira, cuando ya no me acuerdo de su maldita hermana, y venir a expropiarme. Que sí, que su ropa es suya, aunque ya verás cuando descubra que he donado casi todo a Cáritas ja ja ja que el otro día me crucé con la rumana de la puerta del estanco y llevaba una chaqueta suya, de Caramelo, noventa pavos de chaqueta…

Juan esbozó lo que parecía una sonrisa, vía libre.

- Pues eso, casi que le voy a decir que para llevarse la ropa de su hermana se dé una vuelta por el barrio y se la vaya quitando a los mendigos. Esta tía es imbécil si se piensa que se va a llevar las cosas. Pilar siempre hacía lo que decía y de manera inmediata, era cruel e implacable. Lo que quería hacer lo anunciaba a modo de sentencia y lo ejecutaba. No era de las que ponía tono de consulta aunque fuera a hacer lo que se le pusiera en el mismo, no que va, ella te informaba y actuaba. Expeditiva era la muchacha. Y ha estado tres meses sin llamar y sin recoger sus cosas y ahora me dice que si puede venir a recogerlas, como si yo tuviera que estar a expensas de lo que se le pusiera en las narices….

Juan tiró la cuarta caña, mientras hacia breves gestos de asentimiento…

- Pues ya le he dicho, que yo ya he superado todo esto y que por mi parte puede hacer lo que le salga de los cojones, que como si se lleva las paredes de la casa… es verdad que no sé cómo de creíble ha quedado, ya que el hecho de encadenar el nombre de su hermana precedido de un “la cabrona de…” no ha ayudado a aportar consistencia a mi discurso, pero es que me da igual, que en cuanto llegue el lunes cambio la cerradura y se va a llevar lo que yo te diga.

El grasiento reloj de la pared del bar marcaba las tres y cuarto. Pagué y me marché dando las gracias a Juan por tan animosa conversación. Había empezado a llover y aceleré el paso. El portal ya estaba despejado y los ascensores libres de carga. Cuarta planta rezaba el dispositivo luminoso. Pulsé el botón. Me metí en el ascensor en el que quedaba un cartón en el suelo de los que ponen las empresas de mudanzas para no dañar el suelo. Todo son cuidados y sin embargo los muebles siempre llegan con golpes y las zonas comunes hechas un desastre cuando alguien cambia de piso. Volvía yo a mis banales inquietudes.

Metí la llave en la cerradura y pasé al oscuro recibidor. Dejé el periódico en la cómoda de la entrada y sin embargo escuché como golpeaba en el suelo. Encendí la luz a tiempo para percatarme que una vez más Pilar lo había hecho, y que yo, ahora sentado en el suelo de un salón diáfano y vacío tendría que volver al alcohol, a llamar a Daniel y a mis tertulias unidireccionales con Juan.

 Los espacios vacíos parecen más pequeños, pensé.

martes, 6 de noviembre de 2012

#24 ESTÓMAGO VACÍO


En el control de enfermería había algo del alboroto común que se producía durante el cambio de turno. Era media noche y las voces que procuraban ser bajas sin llegar a conseguirlo del todo se contaban las anécdotas del día, los planes de la semana y del fin de semana, las quejas normales sobre los últimos acontecimientos… Algunas enfermeras terminaban sus tareas de fin de turno, rellenaban informes, recogían sus cosas, y otras comenzaban sus labores nocturnas cotidianas, preparaban todos los materiales necesarios, hacían los pedidos y leían los informes que sus compañeras habían escrito antes. Raúl no podía dormir. Llevaba ingresado ya dos semanas sin saber exactamente cuándo le darían el alta. Le habían operado del bazo y ese mismo día había estado persiguiendo a su médico por los pasillos contándole que volvía a sentir dolor, que tenía una sensación extraña de vacío en el estómago y no estaba tranquilo.
-Dr. Fuentes, por favor, haga usted algo. Usted me ha salvado la vida, pero creo que ahora la estoy volviendo a perder, no me encuentro bien.
-Bueno, Raúl, tranquilícese, que todo está bien. La analítica de ayer estaba estupenda y todos los niveles indican que se está usted recuperando formidablemente.
-¿Y por qué sigo ingresado?
-Está en observación. Se le ha sometido, como sabe, a una importante operación. Sea paciente. Ya sabíamos que serían mínimo tres semanas. Si esta semana continúa usted progresando como hasta ahora, pronto le daré el alta. De todas formas, hoy se le hará otra analítica y un escáner.
A Raúl le gustaba pasear por los pasillos. De hecho el Dr. Fuentes se lo había recomendado una vez habían pasado los días críticos. Raúl recorría toda la planta, pero se detenía todos los días durante un buen rato en la 102. La puerta siempre estaba abierta. Lucía llevaba e inconsciente un mes. Él no conocía su voz, pero había hablado con las enfermeras sobre ella y les había preguntado.
-Hubo un incendio en un restaurante.
-Llegó despierta y sin un rasguño.
-Sus últimas palabras antes de entrar en coma fueron quiero mi pene. Estaba delirando.
-Ya le hemos quitado la intubación y respira sola desde hace días.
-La alimentamos a base de sueros y sonda naso-gástrica para que pierda la menor masa corporal posible.
-Nadie ha venido a visitarla. Y eso que informamos a sus padres el mismo día que ingresó.
Y Raúl la miraba y se decía que nunca había visto una mujer tan hermosa en su vida.
-Tiene treinta y cuatro años.
-Debe de ser modelo, pero en Internet no viene nada de ella. O actriz. O bailarina, tiene unas piernas fuertes y bien formadas.
-No me explico cómo nadie la visita, no me lo explico.
Y Raúl soñaba que hablaba con ella y la animaba a despertar del coma.
Pero esa noche no. Raúl caminaba por los pasillos y ponía cara de mucho dolor cuando se cruzaba con alguna enfermera. Alguna le decía vamos, Raúl, acuéstate que tienes que descansar, pero la mayoría le sonreían y le dejaban caminar en paz. Estaba muy intranquilo, como si fuera consciente de algo le iba a pasar, y no quería que le pillara metido en la cama. Y además el Dr. Fuentes no le había dicho nada sobre la analítica ni sobre los resultados del escáner. Ya sabía que si no había noticias, eran buenas noticias, pero su razón no tranquilizaba su espíritu. Pasear tampoco, pero era mejor que estarse quieto en la habitación. La puerta de la 102 estaba abierta y se acercó. Al ver a Marisa, la enfermera que seguía cada progreso, cada latido, cada respiración de Lucía le miró y le hizo un gesto para que se acercara.
-¿La ves? Hoy va a tener una buena noche.
-¿Cómo lo sabes? - preguntó Raúl.
-Escúchala… Está plácida.
Y él ponía atención, aguzaba el oído, pero sólo oía los pitidos del monitor que estaba enganchado a su dedo.
-¿Sabes? - decía Marisa. - Creo que hoy es su día. - Y salió de la habitación con una sonrisa en la cara.
Y Raúl se quedó observando a Lucía. Estaba preciosa. Estaba claro que Marisa estaba convencida de lo que decía, porque la había peinado con una trenza larga que reposaba al lado de su cabeza. Tenía los ojos cerrados, pero su boca parecía estar riendo. No llevaba pijama azul, sino uno blanco muy limpio. Su pecho se movía despacio arriba y abajo, arriba y abajo, a un ritmo lento pero continuo y Raúl fue capaz de ponerle música enseguida y cantar para sí Más guapa que cualquiera de Sabina y Páez. Cuando Raúl comenzó a relajarse él mismo y a ir cerrando sus ojos, cuando llegaba a la última estrofa de la canción, cuando había olvidado su inquietud y su malestar, el monitor de pulso le sacó de su ensueño acelerándose progresivamente. Raúl abrió los ojos en el preciso instante en el que Lucía abrió los suyos. Y ambos cruzaron las miradas con el mismo susto. Enseguida Marisa se presentó en la habitación con una sonrisa de oreja a oreja.
-Bienvenida de nuevo, cielo.
Y la liberó de la sonda naso-gástrica.
Lucía, con voz muy seca, casi afónica dijo: quiero mis penne ya. Arrabbiata, por favor.