miércoles, 17 de octubre de 2012

#21 BOSKO Y ADMIRA



Boško despertó aquella mañana con la extraña sensación de haberse liberado de una condena que afrontaban todos los jóvenes de su edad, la del servicio militar y la posterior integración en las milicias de la reserva, tropas desde hace meses movilizadas para hacer frente a un enemigo, que en ningún caso Boško sentía como suyo.

Hacía nueve años que besó por primera vez a Admira, ya en aquel momento la sabía musulmana, pero ni le importó entonces ni le importaba ahora. Aquel amor le había hecho renunciar al presupuesto patriotismo que imperaba desde hacía ya más de un año por las calles de Sarajevo.

Se encendió un cigarro, y descolgó el teléfono de casa de su madre.

- ¿Admira?

- Hola Boško, pensaba salir a la calle a hacer unas compras, mi abuela necesita insulina.

- Sabes que no debes salir hasta la noche, ahora no es seguro- dijo severo Boško.

- Lo sé, no lo haría si no fuera urgente, debo salir a por la insulina de la abuela…

- Nos tenemos que marchar de aquí Admira.

- Lo sé, nos iremos en primavera, de veras. Ahora te dejo.

Boško apuró el cigarro y se dispuso a pasar la mañana como lo hacía desde hacía meses. Sentado en torno a la mesa de la cocina y contar los disparos que los francotiradores serbios hacían silbar desde la azotea del Holiday Inn. Cada día a alguien le tocaba la macabra lotería. Todos conocían a alguien, sobretodo musulmanes, croatas, pero la mira telescópica de aquellos desalmados distinguían las partes vitales del cuerpo pero no siempre lo que lleva el alma, y algún serbio caía abatido por la furia de sus compatriotas.

Por las noches quedaba con Admira, recordaban sus años juntos, pronosticaban las consecuencias de aquellos años oscuros que les había tocado vivir. Se conjuraban para sobrevivir a aquella atrocidad, sobreponerse a las dificultades de pasear su amor entre un ortodoxo serbio y una musulmana por los barrios de Sarajevo. Ni siquiera la familia se lo había puesto fácil, la guerra había estallado hacía poco más de un año, pero el rencor en los corazones de los pueblos que integraban Yugoslavia nunca había dejado de latir. Hervía un odio que terminó por desbordarse. La familia de Boško nunca puso ningún inconveniente, procedían de una estirpe de trabajadores ambulantes, viajantes, que habían conocido suficiente mundo como para estar seguros de que el lugar de nacimiento ni condiciona, ni los hacía diferentes en esencia, y mucho menos se conviertía en motivo de odio. La madre de Admira no pensaba lo mismo, arrastraba un odio generacional que se había transmitido a través de las generaciones, y si bien nunca prohibió aquel noviazgo, tampoco facilitaba mucho las cosas entre ellos. Cuando apuraban el último refresco, apagan el último cigarrillo que gustaban compartir en una suerte de comunión entre los dos, cuando sus ojos se miraban antes de despedirse lo sabían, sabían que nada podría separarles nunca, sabían que aquello nada tenía que ver con etnias, creencias, familias ni fronteras. Sabían, y siempre lo habían sabido, que el destino, la casualidad, o cualquiera de los dioses que podían venerar, independientemente de cuál de los dos fuera, les habían situado en un cruce a los dos, a los dieciséis años, y pudiendo haber tomado rutas diferentes decidieron que el resto del camino lo harían juntos. Y allí estaban, convencidos de que sus días en Sarajevo habían terminado para siempre, convencidos de que su amor no podía seguir enrejado entre silbidos de balas, cortes de luz y escasez de víveres.

El invierno en Sarajevo era duro, un frío insoportable al que añadir el gélido ambiente que había provocado la guerra. Por eso Admira había querido esperar a la primavera para marcharse. No quería dejar a su madre y a su abuela solas en invierno, las dos viudas, las dos frágiles, las dos pendientes de lo que Admira les traía por las noches. Admira ya tenía todo previsto, su prima, que vivía en el extrarradio de Sarajevo, en un barrio de musulmanes que había quedado devastado por los obuses del ejército serbio, acordó mudarse cuando llegara el buen tiempo a casa de Admira, y entonces se haría cargo de sus tías.

Pasaron los meses y la calidez del sol no había llegado al espíritu de los soldados, ni siquiera de la población que empezaba a preguntarse si serían verdad aquellas proclamas de ocio que vomitaban las ondas. Boško había preparado la marcha, poca cosa, lo justo para llegar a las afueras de Sarajevo, después cogerían el coche que su primo había dejado estacionado en una zona segura e intentarían llegar hasta Italia por el norte. Era la tarde del 18 de mayo de 1993, como hacía cada tarde descolgó el teléfono y llamó Admira.

- Mañana nos vamos Admira.

- Ya tengo todo preparado, he metido algo de ropa en una mochila y esta noche preparé algo de comer.

- Vale, no te preocupes demasiado, algo encontraremos por el camino. Esta noche no saldremos de casa, y mañana por la mañana iré a tu casa, después cuando las cosas se tranquilicen nos iremos.

Boško sabía que por la mañana no era buena idea salir, los francotiradores aprovechaban los trayectos de los trabajadores para acudir al tajo para hacer diana y cada día faltaba gente en su puesto, personas que salieron de casa para ir al trabajo y que nunca más volverían. Después de comer sería un buen momento, podrían cruzar el río Miljacka y de ahí seguir hasta el coche. Era peligroso, el puente era una zona expuesta, al claro, desde donde se convertirían en un blanco fácil. Caminarían deprisa, en zigzag, sin parar ni mirar atrás, apenas unos metros les separaban del parque del otro lado donde se podrían cobijar unos instantes antes de proseguir camino.

La noche se hizo larga, demasiados recuerdos para conciliar el sueño tras un rosario de despedidas, explicaciones y deseos. La familia de Boško comprendía aquella huída, pero les entristeció pensar que por primera vez alguien de la familia marchaba por motivos distintos a los que ya estaban acostumbrados. Por la mañana Admira esperó inquieta hasta que oyó el timbre de la puerta, que le produjo un sobresalto pese a ser lo que llevaba esperando durante horas. Permanecieron en la cocina de la casa hasta la hora de comer. Un almuerzo sobrio y más despedidas. La madre de Admira no salió de la habitación, no quería ver a Boško, le culpaba de la marcha de su única hija. La abuela susurró algo al oído del joven, él agarró su brazo con ternura, la miró y la besó en la mejilla arrugada en un gesto tranquilizador.

- Es la hora.

El tono preocupado de Boško no mitigó las ganas de Admira de salir de aquella casa, de aquella ciudad que se había convertido en una catarsis desoladora en la que no había sitio para su amor.

- Vamos- contestó ella tranquila.

Recorrieron la calle bajo unos soportales mirando al cielo. Edificios altos con ventanas rotas y nada que hiciera sospechar movimiento. Daba igual, ellos ya sabían que un francotirador nunca deja asomar su rifle, nunca se deja ver, de ahí su mortífera eficacia. Se detuvieron frente al puente Vrbanja. Sabían que ahí estaba la clave de su éxito, de su huída. Se besaron mirándose a los ojos, sujetos por las manos, y entonces se abrazaron.

- Te quiero Admira, siempre lo haré.

- Y yo Boško, te quiero.

Salieron de los soportales andando en zigzag, paso ligero, mirando al frente, Boško unos pasos por delante. Enfilaron el puente sin reparar en el silencio que reinaba en Sarajevo en esos momentos, ni un ruido de obús, ni un silbido de bala, ni un motor que rompiera la armonía del río que bajaba ajeno a la barbarie.

Casi lo habían conseguido, en frente estaban los árboles del parque les darían cobijo unos instantes. Fue llegando a mitad del puente cuando se escuchó, rápido, mortal, como el sonido de un látigo antes de impactar con el suelo. Entonces Boško cayó al suelo desplomado ante los ojos de Admira que no pudo recuperarse del horror antes de que un segundo impacto le acertara en la espalda. Entonces cayó ella.

Boško no se podía mover, aún respiraba cuando fue consciente de su fracaso, de su truncada vida junto a Admira, de su error en el recorrido, de su imprudencia por exponerse sobre el puente. No había visto caer a Admira pero no hizo falta, él escuchó el segundo disparo, y el golpe seco de ella al caer al suelo. Lloraba. De pronto sintió como le asían del pie, Admira reptaba mal herida hasta ponerse a su lado. Les dio tiempo de mirarse, se abrazaron. Y fue en ese momento en el que los ojos de Admira le convencieron de que nunca fracasaron, de que aún en aquella situación habían burlado a las balas, a la muerte, a la indecencia de un guerra cruenta. Hacía mucho que ellos habían escapado de todo aquello.




NOTA: Este relato está inspirado en la historia de Boško y Admira, dos jóvenes de mismo nombre que el 19 de mayo de 1993 murieron en Sarajevo intentando escapar de la guerra. El relato es libre y no pretende ser una crónica de los hechos.

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