martes, 18 de septiembre de 2012

# 17 TINTA.




Era desplegar la vieja Olivetti, el vaso de güisqui y el cigarrillo humeante reposando en el cenicero de cristal y notar unas palpitaciones especiales en la punta de los dedos. Desde su buhardilla  en la rue Lepic, con la ventana entornada y sujeta con la lata de betún, Henri sentía una magia embriagadora en el momento de sentarse a la mesa. El opio de la noche anterior debía tener parte de la culpa.

“Escritor maldito”, “joven superlativo”, “las letras del exceso”…había recibido calificativos de esta índole en la prensa de París. Los mejores burdeles de la ciudad buscaban sus servicios para pequeños pasquines en los que describir la mercancía recién llegada de las colonias, y él, previo pago y cata del producto, hacía sonar las teclas de su máquina de escribir en una sinfonía acompasada, acompañado siempre del humo de su cigarro y de su vaso de güisqui.

Había escrito sobre lo peor de las calles de la ciudad de la luz, sobre las putas y trileros, sobre la vida de los callejones, sobre los lances de honor, sobre los efectos del opio, las miserias de la nobleza y las grandes fiestas del pueblo llano. Recorría las calles durante el ocaso con un cuaderno y una pluma sujetos bajo sus dedos teñidos ya para siempre de la tinta negra que le daba de comer. Y de beber. Se dejaba querer en los peores tugurios, entre licores, aguardientes y mujeres con una moral tan laxa como sus propios cuerpos. Hacía ya tiempo que se sabía de él. “Henri, cariño, pasa a tomar una copa con nosotras” le decían en las puertas de los burdeles tirándole de la manga. “Henri, escríbeme una carta de amor” le espetaban socarrones los parroquianos de Chez Margot.

Sabía que había llegado a donde quería, siempre buscando contar historias, siempre con un ansia distópica que le había hecho pensar en la muerte tantas veces como en una vuelta a la vida abrazado a su máquina de escribir. Sus sentimientos extremos chocaban como los hielos de su vaso, en cuyo fondo nunca llegaba a atisbar el reflejo de lo que debía ser su último escrito. Y pensaba despedirse a lo grande, como la culminación a una vida que no podía envejecer sin perder todo aquello que había atesorado. No podía permitirse el acomodo y vivir de una imagen que era incompatible con el estado contemplativo. Sentía la exigencia de responder con coherencia a lo que tantas veces había redactado, entre cuerpos de mujer y noches en vela ahogadas en alcohol. Hacía falta una traca final, una despedida que hiciera a la gente enmudecer y grabar a fuego en su memoria los calificativos que le habían regalado a modo de ofrenda.

Y ahí estaba, con su particular ritual, su vaso y la fina línea de humo que a modo de metrónomo le marcaba el compás, su Olivetti, sus dedos sudados y negros…

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