miércoles, 1 de agosto de 2012

#10 DESMONTANDO URGENCIAS




El último intento que llevé a cabo para montar un mueble de IKEA acabó en urgencias. Una tontería, pero no fue sólo que me machacara el dedo gordo de la mano izquierda con el martillo, sino que, al soltar todo el aparataje estantería incluida, ésta calló sobre mi pie derecho rompiéndome la uña y una astilla que se desprendió salió disparada hasta acabar clavada en la punta de mi nariz. Fui a urgencias, sí, pero al día siguiente cuando el dedo de la mano se hinchaba más y más, el dedo del pie dolía horrores y la nariz después de la extracción de la astilla se me puso como un pimiento morrón. Así que decidido me fui a poner las botas, pero el dolor me lo impidió. ¿Y ahora qué voy a hacer? me dije. No me quedó más remedio que salir a los veinte grados bajo cero de la calle con una chancla de playa en el pie derecho, una bota de invierno en el izquierdo, un guante de lana en la mano derecha y nada en la izquierda -la inflamación no me permitió ponerme el otro guante. De esa guisa me planté en la recepción de urgencias de mi hospital. Por los pelos no tuve que llamar a un ambulancia cuando el taxista, que iba como una cuba, casi se lleva por delante a dos señoras en un semáforo. Yo iba tan tenso que apenas noté dolor alguno durante el trayecto. Eso sí, mis uñas quedaron clavadas en el asiento del taxi y las huellas de mi chancla y mi bota en el suelo de la fuerza con la que yo trataba de reducir la velocidad o incluso detener el coche en algunas ocasiones. Pero llegamos a mi destino.

 Sin  preguntarme por lo que me pasaba, en la recepción de urgencias las caras de los presentes cuando me vieron mudaron de solemnes a espantadas. Apenas pude abrir la boca para pedir que me viera un médico, cuando un tipo vestido con el uniforme de enfermero o camillero o lo que fuese me pidió que me sentara en una silla de ruedas que traía consigo. ¡Qué suerte! pensé, ¡esto sí es urgencias de verdad! En menos de un minuto olvidé tal pensamiento para dedicarlo a mis seres queridos pensando en que me había llegado la muerte de manos de un kamikaze con pijama de hospital. El criminal que conducía mi silla de ruedas dejaba a la altura del betún al mismo Fernando Alonso por la rapidez con la que me llevó desde la pole position hasta la meta. Mi miedo no era exagerado. Por el camino no hubo curva que no tomáramos tan solo con dos ruedas. En más de una ocasión colisionamos con distintos objetos y personas imprudentemente diseminados por nuestro recorrido. El carrito de mantas y sábanas con el que chocamos calló al suelo; el que no sé si llegó a caer fue el anciano al que privamos de una de las dos muletas en las que se apoyaba tras la tercera curva; oí ruido de vasos y platos rompiéndose contra el suelo cuando embestimos el carro de las bandejas de comida; y noté cómo mi culo se levantaba del asiento tras el frenazo en la línea de meta. Dejé la muleta del anciano a la que me había asido como a un tótem y pensé en el pavor que me había producido el recorrido sin siquiera haber podido ver la cara del conductor. Claro, que pensándolo más fríamente, me alegro de no haberlo hecho.

Aparentemente, en mi destino ya me esperaban, pues de igual modo, sin pronunciar palabra entre dos tipos me levantaron de la silla (confieso que no habría podido hacerlo yo solo del agarrotamiento de los miedos sumados del taxi y la silla), me tumbaron en una camilla, me quitaron toda la ropa mientras yo intentaba explicar al que parecía el que dirigía toda la operación lo que me pasaba y éste asentía para hacerme sentir escuchado y, sin ver el ataque sorpresa que me esperaba tras de mí, me introdujeron en una bañera de agua casi hirviendo. Es posible que los alaridos que proferí en aquel momento no se oyeran más allá de la sala en la que estábamos, pero si sólo hubiera influido la intención con la que grité, toda la ciudad se habría paralizado y oído el chillido. Tanto mi pié derecho como mi mano izquierda me recordaron que estaban vivos y más molestos que nunca por aquel baño termal que entendían tan poco como yo. El que debía de ser el médico me miraba extrañado mientras yo insultaba y me removía en la bañera, como si ésta contuviera ácido en lugar de agua. Así dió la orden de que me sacaran y secaran. La inflamación del dedo de la mano se había extendido a toda la extremidad, y el dolor del pie me llegaba hasta la ingle.

- ¿Pero no es usted el que venía con congelación de miembros? -preguntó el médico.

Tras mi rápida explicación, mientras una amable enfermera trataba mis herdidas adecuadamente, el facultativo me contó que aquella estaba siendo la noche más fría del invierno y se preveía un alto número de pacientes con síntomas o principios de congelación.

Fui curado de mis heridas, las que llevaba y las que obtuve allí por el agua hirviendo, y me volví a casa escogiendo cuidadosamente el taxi. Durante el trayecto anoté mentalmente mi máxima: no volver a IKEA.

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