miércoles, 8 de agosto de 2012

#11 EL ODIO Y LAS COSAS MAL HECHAS.


Nota: Ahora no es sólo el ilustrador el que está ausente, sino que lo estamos el resto,  así que apañamos la cabecera como buenamente podemos hasta el regreso. Mil disculpas por la parte estética, esperamos compensarlo con la tecla.

Mi padre siempre decía que yo era de filias y de fobias. No sólo no tenía razón sino que le odiaba cuando lo hacía. Yo no era de filias, de hecho pocas veces sentía atracción o cualquier tipo de interés por el otro. No sólo me irritaban los semejantes sino que llegué al punto de que el perro que me compraron para la terapia me soliviantaba sobremanera.

La mañana que decidí que ni siquiera me aguantaba  mí mismo compré una cuerda y un taburete. De esos baratos con patas metálicas que se doblan con mirarlas. No me convencía, pues si había algo peor que detestarse a uno mismo, eso era hacer el ridículo en la última puesta de largo. Aunque bien pensado me odiaría hasta el final. Y después.

El dependiente me miró de soslayo entre la preocupación y el miedo cuando me puse encima y me así con fuerza la parte trasera de la camiseta llegando a ponerme de puntillas. Supuse que aguantaría, además tampoco iba a dilatar mucho la escena, porque si había algo que odiaba eran las esperas largas. Un taburete blanco y sencillo. Barato. Que aunque de poco me serviría el poderoso caballero después de mi cita, siempre había resultado un poco cutre. Odiaba gastar dinero.

 La cuerda resistente, plastificada, tipo montañero. No sabía si el color sería relevante para que la escena inspirara cierta armonía en el momento del hallazgo. ¿Las personas repararán en esos detalles cuando descubren escenas macabras? Tenía dudas. Estuve en la tienda mirando el plantel de cuerdas barajando las diferentes combinaciones. Nunca había entendido de esas cosas. El taburete era blanco y en cuanto a la ropa no lo había decidido. Como no podía ser de otra manera odiaba la ropa y mucho más el hecho de ir a comprarla. Así que el estar eligiendo una cuerda que aguantara ochenta kilos caídos a plomo, recordaba el irritante hastío que sentí cuando tuve que elegir una tela para tapizar el sofá. El que no haya realizado esta acción no tiene ni idea de la cantidad de trocitos de tela que caben en una tienda, por minúscula que ésta sea.

- ¿Puedo ayudarle?- La amable dependienta había hecho dos cosas, una buena y otra mala. La buena acercarse, rauda y disciplinada. La mala tratarme de usted. Odiaba que las personas más jóvenes que yo me trataran como a su padre.

Ni la respondí. La miré con media sonrisa y volví a fijar mi preocupada vista en las cuerdas. Pensé que la negra estaría bien, siempre había escuchado eso de que “el negro pega con todo” y además era un color apropiado para la escena. Aquello no iba a parecer un carnaval, pero al fin y al cabo tampoco lo era. Siempre había odiado los carnavales.

Bien. Ya tenía todo listo. Taburete, cuerda, un buen anclaje en el techo de mi habitación y solo me quedaba decidir la ropa. Para disgustos ajenos nunca decidía lo que me iba a enfundar con antelación, siempre sobre la marcha, normalmente obviando las tendencias y modas, no por dejadez, más bien por ignorancia. No obstante odiaba las modas y cánones establecidos. Me hubiera encantado hacerlo desnudo, al fin y al cabo si llegamos al mundo en pelotas no veo porqué no podemos dejarlo igual en una hermosa parábola sobre el paso del tiempo. Además algo había escuchado sobre los efectos de la presión sobre el gaznate en un miembro de nivel inferior, y aunque me hacía gracia hacer este tránsito con todo izado, pensé en mi madre y no quise añadir a su previsible disgusto, la vergüenza ajena que por otro lado nunca había escondido del todo.

Esto era un tema serio y zanjé el asuntillo de la vestimenta cogiendo una camiseta negra (al final se iba a identificar todo con una escena gótica, pero en fin…) y unos pantalones rojos. Sí, rojos. ¿Por qué? Porque me daba la gana, un contrapunto macarra, así ceñidos, por aquello de no perder del todo el efecto del izado.

Ahora sí, sabiendo que yo era un ser inestable, poco regular, con falta de motivaciones, aspiraciones y deseos, así como una facilidad pasmosa para dejar las cosas a medias, decidí iniciar el ritual. Puse el taburete en mitad de la sala, justo debajo de la argolla que hasta hacía unas horas sujetaba una lámpara cutre de papel. Me senté en él, y empecé con la cuerda a hacer el nudo del ahorcado, que obviamente la persona que le puso nombre no estuvo quince días dándole al coco, pues es un nudo que sirve para ahorcar. Cuánto caradura había suelto, y yo, que en el fondo de mi decrepitud no dejaba de ser un tío de provecho (odiar casi todo tiene su trabajo y de vez en cuando genera críticas de provecho) iba a darme pasaporte porque sí, porque ya no me aguantaba.

Estaba el nudo, el taburete, mis pantalones rojos bien ceñidos y la camiseta negra. Me aseguré de cerrar la puerta con cerrojo, eso me daría algunos minutos más. Aunque tenía un par de horas antes de que mi madre llegara a casa. Le había dejado comida y agua al dichoso perro, el cual basándose supongo en ese sentido especial de los canes, no hacía más que lloriquear en la parte exterior de mi habitación. Vale. Alcancé a hacer un nudo en la argolla del techo, me coloqué el otro extremo alrededor del cuello, me asenté bien sobre el taburete y miré al frente. Dos cosas me sorprendieron. La primera fue mi tranquilidad. No me había alterado ni un poco, era como si me diera igual. Lo que no me dio igual fue la segunda sorpresa, es más, más que sorpresa se trataba de un fraude. Ahí estaba yo, con los pies en el borde del taburete a punto de lanzarme al vacío (es una forma de hablar), de escribir la última línea en este tránsito, de poner un odioso y repugnante punto final a mi decadencia…y nada, ni túnel con una luz al final, ni mi vida en imágenes, ni nada de nada. Lo que os digo, un fraude. Que por otro lado buena gana tenía yo de ver mi vida en imágenes cuando lo que estaba haciendo es desterrar esas imágenes que tanto me habían atormentado. Dado por culo, para entendernos, pero contado así con palabras bonitas suena mejor, aunque reconozco que se ajusta mejor la segunda definición. Pero una cosa no quita la otra, y esto era una estafa.

Había llegado el momento, no lo pensé dos veces y salté. Lo siguiente que recuerdo fue el odioso can lamiéndome la cara y moviendo el rabo a la misma velocidad, mientras yacía yo en una alfombra de cascotes y yeso. Cuánto odiaba que no se hicieran casas como las de antes.

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