martes, 3 de julio de 2012

#06 AZUMI


Azumi estaba de pie sobre el tatami. Una única luz proyectaba un círculo titilante a su alrededor que la envolvía como un halo. Imaginó que estaba sola, así la concentración sería más profunda. La audiencia no era grande, pero muy especial esa noche en aquella casa de té. Tres fuertes empresarios y dos políticos. Además del resto de acompañantes. Azumi respiraba profundamente sin que se percibiera cómo el pecho se le hinchaba para luego dejar marchar el aire de nuevo por su nariz. Se concentró en todos los días que había dedicado a ensayar aquel número, en todas las horas del día que había dedicado a maquillarse, peinarse y vestirse. Aquel día estrenaba. Estrenaba kimono y espectáculo. El kimono se lo habían regalado esta vez. Era en tonos grises y con una nube bordada en la espalda. La actuación era completamente propia y sería un estrepitoso fracaso o un auténtico éxito. No iba a haber lugar para medias tintas. Se agachó todo lo despacio y grácil que el kimono le permitía hasta apoyar las rodillas sobre el tapiz, la mirada clavada en sus propias manos. Alargó la izquierda para coger con delicadeza y firmeza a la vez el shamisen  y colocarlo sobre sus piernas y la derecha para sujetar el plectro. Abrió completamente los ojos y los dirigió a su exquisita audiencia, posando en cada uno de ellos suavemente la mirada para luego colocarla finalmente en la pared del fondo de la estancia a media altura. Torció imperceptiblemente la cabeza y esbozó su mejor sonrisa mientras su mano derecha comenzaba a dar vida a las tres cuerdas del shamisen, y la derecha, como una autómata, deslizaba y pulsaba los dedos en el sitio oportuno del mástil. Un pausado ritmo de deliciosas notas fue invadiendo la estancia. El cuello de Azumi apenas se movía acorde a la cadencia de la música, pero seguía sin duda el ritmo, y su sonrisa daba credibilidad a la dulzura de los sonidos que al llegar a las paredes rebotaban o se perdían. Una melodía acolchada inundó los oídos de los presentes embarcándolos en el mismo bello paseo por el bosque que Azumi daba, haciéndolos mecer los párpados hasta casi cerrarlos, pero no del todo para no perderse la figura que les evocaba tales sensaciones de placidez. Un murmullo nasal salió de Azumi acompañando y elevando los pies de los paseantes hasta que todos tuvieron sensación de ingravidez. Aquello duró apenas dos minutos, pero su intensidad y continuidad lo hizo considerablemente más largo a la sensación del espectador. Una última nota quedó mantenida en el aire y Azumi recitó:

Vida en todos los vientos
que hace se mezan
las ramas en los árboles.

La siguiente pulsación sobre las cuerdas aumentó en intensidad y agilidad. Y a medida que la melodía se aceleraba, se aceleraba igual el balanceo del cuerpo de Azumi sobre sus rodillas. Lo que los presentes pudieron comprobar era que en aquel momento la persona que tenían frente a ellos y que les había transportado a un amable bosque, ya no sonreía, y su balanceo se incrementaba acorde al compás de la música que el  shamisen repartía por doquier. Aquel haiku, que había resultado tan hermoso, parecía haber sido la orden de que se desatara un vendaval y una estrepitosa tormenta. Los árboles de aquel bosque comenzaron a moverse al ritmo de Azumi, y los rayos y relámpagos caían cuando la intérprete golpeaba con fuerza las tres cuerdas. Apenas los espectadores comenzaron a sentirse inquietos, un último golpe de plectro cayó sobre la caja del instrumento y Azumi se arrojó inconsciente de espaldas al suelo. La audiencia casi pudo notar cómo ellos también caían y al golpearse con el tatami recuperaban la conciencia de dónde se hallaban en realidad. La estancia quedó entonces en silencio. Treinta segundos. Azumi en el suelo. Los invitados en sus sitios con los ojos muy abiertos y las manos fuertemente apoyadas en el suelo. Un minuto. Uno de los políticos comenzó a aplaudir sin mudar la expresión de su rostro, primero lenta y suavemente. Luego más rápido y fuerte. Azumi abrió entonces los ojos y se incorporó despacio hasta ponerse de pie. Y sonrió y saludó. Entonces todos los demás imitaron a aquel que fue el primero en entender lo que había pasado, o que simplemente había disfrutado. Los ojos de Azumi brillaron entonces de emoción.

Al abrirlos del todo, Azumi vio su reflejo en el espejo de la pared de su dormitorio. Su pelo estaba completamente despeinado y el pequeño roto de la rodilla de sus vaqueros se había convertido en una raja que iba de lado a lado. La geisha se había ido. Su madre golpeó la puerta y entró.

-¿Estás bien, Laura? He oído un ruido.
-Sí, mamá – contestó ella. –Estaba ensayando.
-¡Ah! Hija, qué cosas más raras haces últimamente.
-No te preocupes, mamá. Cuando me inyecte droga en los ojos te lo haré saber.
-¡Qué tonterías dices! Anda, que vamos a cenar ya.
-Voy.




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